Vaga se encogió de hombros.
— Es lo que olacera. Y es mejor no pajelar. ¿De acuerdo? — De acuerdo — dijo resueltamente el Ministro de Seguridad de la Corona.
— Está bien — dijo Vaga, y se levantó.
Rumata, que no había comprendido nada de aquel galimatías, vio que Vaga llevaba un bigote esponjoso y una perilla cana y puntiaguda, como los cortesanos de la época de la pasada regencia.
— Ha sido muy agradable hablar con vos — dijo Vaga.
Don Reba se levantó también.
— Lo mismo digo — murmuró -. Es la primera vez que veo a alguien tan decidido.
— Y yo también — respondió Vaga con un tono aburrido -. Estoy admirado y orgulloso por el valor del Primer Ministro de nuestro remo.
Tras estas palabras, dio media vuelta y se encaminó a la puerta, apoyándose en su bastón. Don Reba, que no le quitaba la vista de encima, puso distraídamente sus dedos en la empuñadura del cuchillo. Al mismo tiempo, tras Rumata alguien empezó a aspirar con una fuerza extraordinaria, y el tubo marrón de una cerbatana surgió por la rendija que formaban las cortinas. Don Reba permaneció de pie, como escuchando, durante unos segundos, y luego se sentó, abrió un cajón de la mesa, sacó unos papeles y se puso a leerlos. Rumata oyó que alguien escupía tras él y vio como la cerbatana desaparecía. Todo estaba claro. Las arañas se habían puesto de acuerdo. Rumata se levantó, pisó a alguien a quien no pudo ver en la oscuridad, y empezó a buscar la salida de los aposentos lilas.
El Rey comía en una sala enorme con dos hileras de ventanas. La mesa tenía treinta metros de largo y estaba puesta para cien comensales: el Rey, Don Reba, las personas de sangre real (dos docenas de personas pictóricas, glotonas y bebedoras), los Ministros del Patrimonio y de Ceremonias, un grupo de aristócratas de abolengo cuya invitación era tradicional (entre ellos figuraba Don Rumata), una docena de barones que estaban de paso en la ciudad, con los alcornoques de sus hijos, y toda una serie de aristócratas menores, a los cuales les estaba reservado el extremo más alejado de la mesa. Estos últimos hacían siempre lo imposible por recibir una invitación a la real mesa. Cuando por fin recibían esta invitación con los números de los cubiertos que tenían reservados, recibían igualmente con ella una advertencia: «En la mesa hay que estar quietos, a Su Majestad no le gusta cuando hay movimiento. Las manos deben ponerse sobre la mesa, porque al Rey no le gusta que nadie las esconda bajo ella. No hay que mirar hacia los lados ni hacia atrás, pues al Soberano tampoco le gusta esto.» En cada una de aquellas comidas se devoraban enormes cantidades de manjares, se bebían verdaderos lagos de vinos añejos, y se rompía tal cantidad de porcelana fina de Estoria que sus restos formaban verdaderas montañas. El Ministro de Finanzas se vanagloriaba en uno de sus informes al Rey de que el importe de cada una de estas comidas de Su Majestad equivalía al presupuesto de medio año de la Academia de Ciencias de Soán.
Mientras aguardaban a que, tras un triple toque de corneta, el Ministro de Ceremonias anunciara que «la mesa estaba servida», Rumata, con un grupo de cortesanos, escuchaba por décima vez la narración que hacía Don Tameo de una comida regia a la que tuvo el honor de asistir hacía medio año.
— …busqué mi sitio y, como todos, permanecí de pie hasta que llegó el Rey y se sentó. La comida iba transcurriendo normalmente, pero yo noté que mi asiento estaba húmedo. ¡Figuraos, queridos amigos, hú-me-do! Y lo peor era que no me atrevía a moverme, ni a agitarme, ni a bajar una mano. Finalmente, aprovechando una ocasión, palpé lo que tenía debajo. ¡Estaba mojado de verdad! Olí mis dedos y… nada de particular. ¿Qué será esto?, pensé. Entretanto acabó la comida, y todos empezaron a levantarse. A mí me daba miedo hacerlo. En esto veo que el Rey se dirige hacia mí. Yo sigo sentado, lo mismo que un barón pueblerino que no entiende de etiqueta. Su Majestad se acerca moviendo amablemente su cabeza, coloca una mano sobre mi hombro y me dice: «Querido Don Tameo, ya hemos comido; ahora vamos a ver un ballet, y sin embargo tú sigues sentado. ¿Qué te ocurre? ¿No te ha llenado mi comida?» Palidecí. «Vuestra Majestad puede mandarme matar si lo desea», murmuré, «pero es que estoy sentado sobre algo mojado». El Rey se echó a reír y me ordenó que me levantase. Así lo hice y… ¿qué pasó? Pues que todo el mundo se echó a reír a carcajadas. ¡Amigos, me había pasado toda la comida sentado sobre una tarta al. ron! Su Majestad también se rió mucho. «Reba», dijo finalmente, «esta ha sido sin duda una broma tuya. Haz el favor de limpiar al noble Don, puesto que has sido tú quien le ha ensuciado las posaderas». Y Don Reba muerto de risa, sacó su puñal y empezó a rascar los restos de tarta que habían quedado adheridos a mis calzones. ¿Os figuráis cual era mi situación? No quiero ocultar que estaba temblando, porque temía que Don Reba, considerándose rebajado públicamente, se vengara de mí. Afortunadamente, todo terminó bien. Aquél fue el día más feliz de mi vida, nobles Dones. ¡Cómo se reía el Rey! ¡Qué satisfecho estaba Su Majestad!
Los cortesanos se reían a carcajadas. Aquellas bromas eran frecuentes en la mesa real. Se las arreglaban de forma que los invitados se sentasen sobre foie gras, en sillas con las patas rotas, sobre huevos de oca… También le podían poner a uno agujas envenenadas en el asiento. Al Rey le gustaba que lo divirtieran. Rumata pensó: ¿Qué haría yo si me ocurriera lo que a Don Tameo? Me temo que el Rey tendría que buscarse otro Ministro de Seguridad, y que el Instituto se vería obligado a mandar a Arkanar a otra persona. Hay que estar siempre alerta, lo mismo que nuestro águila Don Reba.
Sonaron las cornetas, el Ministro de Ceremonias gritó melodiosamente, el Rey entró cojeando, y todos empezaron a sentarse. En los ángulos de la sala unos soldados de la guardia real permanecían inmóviles, apoyados en sus mandobles. A Rumata le tocaron dos vecinos poco habladores. A su derecha se encontraba Don Pifa, rollizo, comilón, y esposo de una de las bellezas de la corte, y a su izquierda Gur el Escritor, que no apartaba su mirada del plato vacío. Los invitados se quedaron extasiados mirando al Rey. Este se sujetó al cuello una grisácea servilleta, echó una ojeada a los platos y cogió un muslo de pollo. Cuando sus dientes se hincaron en dicho muslo, cien cuchillos fueron a chocar con los platos, y cien manos avanzaron resueltamente hacia los manjares. En la sala comenzó a oírse un poderoso y acompasado ruido de chasquidos y succiones. El vino empezó a gorgotear. Los bigotes de los soldados de la guardia se agitaron ávidamente. A Rumata, al principio le daban asco aquellas comilonas, pero ahora ya se había acostumbrado. Mientras trinchaba con su puñal una paletilla de cordero, miró de soslayo hacia su derecha y desvió inmediatamente su vista: Don Pifa había hecho presa en un jabalí asado, y sus quijadas funcionaban como las de una excavadora. No dejaban ni los huesos. Rumata contuvo la respiración y engulló de un trago su vaso de irukán. Luego miró a su izquierda y observó como Gur removía perezosamente con su cucharilla la ensalada que tenía en el plato.
— ¿Qué escribís ahora, padre Gur? — preguntó Rumata a media voz Gur se estremeció.
— ¿Escribir?… — murmuró -. No sé… Mucho.
— ¿Versos? — Sí… versos.
— Vuestros versos son realmente horribles, padre Gur — Gur le miró de una forma extraña -. Sí, sí, horribles. Vos no sois poeta.