— No, no soy poeta — admitió el comensal -. A veces pienso: ¿qué soy y qué es lo que temo? Pero no lo sé.
— Mirad a vuestro plato y seguid comiendo. Yo os diré lo que sois. Sois un escritor genial, el descubridor del camino más moderno y más fructífero de la literatura — las mejillas de Gur comenzaron a enrojecer -. Dentro de cien años, o quizá antes, centenares de escritores seguirán vuestro camino.
— ¡Qué Dios les perdone! — exclamó Gur.
— Y ahora os diré lo que teméis.
— Le temo a las tinieblas.
— ¿O a la oscuridad?
— A la oscuridad también. En la oscuridad nos sentimos dominados por los fantasmas. Pero a lo que más, temo es a las tinieblas, porque ellas hacen que todo lo que existe a nuestro alrededor se vuelva gris.
— Exacto, padre Gur. ¿Sabéis dónde se puede conseguir todavía vuestra obra?
— No, no lo sé. Ni quiero saberlo.
— Pues sabedlo por si acaso: en la metrópoli hay un ejemplar en la biblioteca del Emperador; otro ejemplar se guarda en el museo de curiosidades de Soán; y el tercero lo tengo yo.
Gur se sirvió con sus temblorosas manos un trozo de jalea.
— Yo… no sé… — miró tristemente a Rumata, con sus ojos grandes y hundidos -. Me gustaría leerla… Releerla…
— Os la puedo prestar con mucho gusto.
— ¿Y luego?
— Luego me la devolveréis.
— Luego os la devolverán — dijo Gur bruscamente. Rumata agitó la cabeza.
— Don Reba os da miedo, padre Gur.
— ¿Miedo?… ¿Acaso vos habéis tenido que quemar alguna vez a vuestros hijos? ¿No? Entonces, ¿cómo podéis hablar de miedo?
— Me descubro ante lo que habréis tenido que sufrir, padre Gur. Pero al mismo tiempo condeno el hecho de que os hayáis rendido.
Gur empezó entonces a susurrar en voz tan baja que Rumata apenas podía distinguir sus palabras en medio del ruido de los comensales.
— ¿Para qué me decís todo esto? ¿Sabéis acaso lo que es al verdad? La verdad es que el Príncipe Jaar amó a la hermosa de piel bronceada Vainevnivora y que tuvieron hijos. Y yo conocí al nieto. Y es cierto que la envenenaron. Pero después me explicaron que todo eso es mentira, y me dijeron que la única verdad es aquella que hoy conviene al Rey, y que todo lo demás es falso y delictivo. Es decir, que toda la vida he estado escribiendo mentiras y ahora… ¡ahora digo la verdad!
Se puso repentinamente en pie y recitó, sin respirar:
Como la eternidad, grande y glorioso, es el Rey al que llaman Generoso. El infinito ante él retrocede, y a la primacía sitio le cede.
El Rey dejó de rumiar y fijó en Gur su inexpresiva mirada. Los invitados se encogieron. Don Reba fue el único que sonrió y dio unas discretas y casi mudas palmadas. El Rey escupió un hueso sobre el mantel y dijo:
— ¿La eternidad?… Sí, llevas razón. Retrocedió… Te felicito. Puedes seguir comiendo.
Los chasquidos y las conversaciones se reanudaron. Gur se sentó de nuevo. — ¡Qué fácil y qué dulce es decir la verdad en presencia del Rey! — murmuró Gur con un hilo de voz.
Rumata permaneció un rato silencioso y luego dijo:
— Padre Gur, os entregaré un ejemplar de vuestro libro, pero con la condición de que empecéis inmediatamente a escribir otro.
— No — respondió Gur -. Ya es demasiado tarde. Que lo escriba Kiun. Yo ya estoy envenenado. Además, ya no me importa. Lo único que anhelo es habituarme a beber. Pero no lo consigo. Me hace daño al estómago.
Otra derrota, pensó Rumata. Otra vez he llegado tarde.
— ¡Oye, Reba! — dijo el Rey de repente -. ¿Dónde está el galeno? Me prometiste que vendría después de comer.
— Y aquí está, Majestad — dijo Don Reba -. ¿Queréis que lo llame?
— ¡Claro que lo quiero! Si a ti te doliera la rodilla como me está doliendo a mí, estarías gruñendo como un cerdo. ¡Haz que venga inmediatamente!
Rumata se apoyó en el respaldo de su silla y se preparó para ver lo que ocurriría a continuación. Don Reba levantó una mano e hizo chasquear los dedos. Se abrió una puerta, y un anciano cargado de espaldas, vestido con una larga toga adornada con imágenes de arañas, estrellas y serpientes entró haciendo reverencia. Bajo el brazo llevaba una bolsa alargada. Rumata se sintió sorprendido. Se imaginaba a Budaj de otro modo completamente distinto. No podía creer que un hombre de su talento, un humanista como el autor del Tratado sobre los venenos, tuviera aquellos descoloridos y fugaces ojos, aquellos labios que temblaban de miedo y aquella sonrisa aduladora. Pero recordó a Gor el Escritor. Por lo visto, la investigación a que había sido sometido el presunto espía no tenía nada que envidiarle a la conversación literaria entre Gur y Don Reba. Habría que coger a Reba de los testículos, pensó Rumata, llevarlo a un calabozo y decirle a los verdugos: «Aquí tenéis a este espía irukano que se ha disfrazado como nuestro Ministro. El Rey ordena que le hagáis declarar dónde está el verdadero Ministro. Cumplid con vuestra obligación, pero cuidad de que no muera antes de una semana.» Rumata tuvo que cubrirse la cara para disimular su placentera sonrisa. ¡Qué cosa tan horrorosa es el odio!
— ¡Bien, bien, acércate, galeno! — dijo el Rey -. Eres demasiado raquítico. Pero no importa, ven aquí. Haz una flexión de piernas.
El desgraciado Budaj comenzó a hacer la flexión. Su rostro estaba contorsionado por el pánico.
— Más, más — insistía el Rey -. ¡Haz otra! ¡Otra más! ¿No te duelen las rodillas? ¿Te las has curado? ¡Enséñame los dientes! No están mal. Ya quisiera yo tener unos dientes como éstos. Y las manos también pueden pasar: son fuertes. Se te ve sano a pesar de parecer tan raquítico. Bueno, empieza a curarme: demuestra lo que eres capaz de hacer.
— Per… permitidme Vuestra Majestad ver esa pierna… esa piernecita… — oyó Rumata, y levantó los ojos.
El galeno estaba de rodillas ante el Rey, y le apretaba cuidadosamente la pierna.
— ¡Hey, hey! — gritó el Rey -. ¿Qué estás haciendo? ¡No me aprietes! ¿No te has comprometido a curarme? ¡Pues deja de toquetear y cúrame!
— Todo está cla… claro, Vuestra Majestad — susurró el galeno, y empezó a buscar apresuradamente en su bolsa.
Los invitados dejaron de comer. Los pequeños nobles del extremo de la mesa incluso se irguieron un poco y alargaron sus cuellos, movidos por la curiosidad.
Budaj sacó de su bolsa varios frascos de piedra, los fue destapando y oliendo sucesivamente, y los colocó en fila sobre la mesa. Después cogió la copa del Rey y la llenó hasta la mitad de vino. Mientras le daba a la copa unos pases con ambas manos y murmuraba unos conjuros, fue vaciando en ella el contenido de los frascos. Un fuerte olor a amoníaco invadió el ambiente. El Rey apretó los labios, miró lo que había en la copa, arrugó la nariz y desvió sus ojos hacia Don Reba. El Ministro hizo una mueca compasiva. Los cortesanos contuvieron la respiración.