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¿Qué está haciendo este hombre?, pensó Rumata. ¡Si lo que tiene el Rey es gota! ¿Qué es lo que acaba de echar? En su tratado dice claramente que en los casos de gota hay que frotar las articulaciones inflamadas con tintura reposada durante tres días del veneno de la serpiente blanca Cu. ¿Acaso esta mezcla es para darle friegas?

— ¿Esto para qué es, para darme friegas? — preguntó el Rey, mirando la copa con desconfianza.

— No, Vuestra Majestad — respondió Budaj, algo más tranquilo ya -. Es una pócima para beber.

— ¿Para beber? — dijo el Rey, poniendo cara de disgusto y recostándose en su sillón -. ¡No tomaré nada! ¡Dame friegas!

— Como desee Vuestra Majestad — asintió sumisamente Budaj -. Pero me atrevería a sugerir que las friegas no van a conseguir nada.

— ¿Y por qué todos me dan friegas, mientras tú quieres hacerme tomar esta porquería?

— Majestad — dijo Budaj, enderezándose orgullosa — mente -, el único que conoce esta medicina soy yo. Con ella he curado al tío del duque de Irukán. En cambio, las friegas no han conseguido curar a Vuestra Majestad.

El Rey miró a Don Reba. Este volvió a sonreír compasivamente.

— Eres un miserable — murmuró el Rey, dirigiéndose enojadamente al médico -. Un paleto. Un raquítico. — Cogió la copa -. ¿Y si te doy con la copa en los dientes? — Volvió a mirar el contenido de la copa -. ¿Y si me produce náuseas? — En ese caso tendréis que repetir el tratamiento, Majestad — dijo Budaj, afligido.

— Bien, ¡sea lo que Dios quiera! — dijo el Rey, y se llevó la copa a los labios. Pero de pronto la retiró con tanta violencia que salpicó el mantel -. ¡Bebe tú antes! Ya sabemos cómo son los irukanos. ¡Vendisteis a San Miki a los bárbaros! ¡Anda, te digo que bebas!

Budaj adoptó una expresión infinitamente ofendida, tomó la copa y bebió un largo trago.

— ¿Qué? — preguntó el Rey.

— Está amargo, Majestad — dijo Budaj con voz apagada -. Pero hay que beberlo.

— Sí, sí — refunfuñó el Rey -. Ya sé que hay que beberlo. Dame la copa. ¿Ves?, te has bebido la mitad, y has conseguido…

El Rey levantó la copa y bebió de un trago lo que quedaba en ella. A lo largo de la mesa corrieron suspiros de compasión, y luego todo quedó en silencio. El Rey se quedó como helado y con la boca abierta. De sus ojos empezaron a fluir abundantes lágrimas. Se puso rojo, luego azulado. Extendió los brazos sobre la mesa e hizo chasquear nerviosamente los dedos. Don Reba le tendió un pepinillo en vinagre, pero el Rey se lo tiró a la cabeza y volvió a extender los brazos.

— Vino… — jadeó.

Alguien se apresuró a darle una jarra. El Rey, cuyos ojos giraban frenéticamente, empezó a engullir con ansia. Dos rojizos arroyuelos nacieron en la comisura de sus labios y fueron a morir en la blanca pechera de su bordada camisa. Cuando la jarra quedó vacía el Rey se la tiró furiosamente a Budaj, pero afortunadamente erró el tiro.

— ¡Infame! — rugió con voz desconocida -. ¡Me has matado! ¿Por qué? ¡Haré colgar a todos los que son como tú! ¡Reventarás, bandido! — Se tocó la rodilla y añadió -: ¡Me duele! ¡Me sigue doliendo!

— Majestad — dijo Budaj -, para vuestra total curación es necesario que sigáis bebiendo esta pócima una vez al día, durante una semana como mínimo.

El Rey sintió que algo le estrujaba la garganta.

— ¡Fuera de aquí! — gritó -. ¡Fuera todos!

Los cortesanos, volcando sus sillas por la prisa, se lanzaron hacia las puertas.

— ¡Fue-e-e-e-e-era! — seguía gritando el Rey, como un poseso. Empezó a tirar toda la vajilla que estaba a su alcance.

Al salir de la sala, Rumata se ocultó tras una cortina y se echó a reír a carcajadas. Tras la cortina de enfrente, alguien se reía también estridente y entrecortadamente, como si le faltara la respiración.

VI

La guardia en los aposentos del príncipe comenzaba a medianoche, y Rumata pensó que lo mejor que podía hacer era marcharse a casa, ver cómo andaban allí las cosas, y cambiarse de ropa. El aspecto que ofrecía la ciudad aquella tarde le llamó enormemente la atención. En las calles reinaba un silencio de muerte, las tabernas estaban cerradas, y en las encrucijadas había grupos de milicianos con antorchas. Los soldados ni siquiera hablaban entre sí, parecía como si estuvieran esperando algo. Varias veces se acercaron a Rumata, lo observaron atentamente, lo reconocieron, y le dejaron paso. Cuando apenas faltaban unos cincuenta metros para llegar a su casa, Rumata observó que era seguido por un sospechoso grupo de gente. Se detuvo, hizo sonar la vaina de su espada, y el grupo se alejó, pero en la oscuridad se oyó el rechinar de una ballesta al ser montada. Rumata se apresuró a seguir su camino, arrimándose a las paredes. Así llegó a la puerta de su casa, hizo girar la llave en la cerradura, siempre preocupado por no tener protegida su espalda, y finalmente se deslizó en el vestíbulo, dejando escapar un suspiro de alivio.

En el vestíbulo estaban todos sus criados, cada cual con un arma. Por ellos supo que desde la calle habían intentado varias veces forzar la puerta. Aquello no le gustó a Rumata. ¿No será mejor no ir hoy a la guardia?, pensó. Al fin y al cabo, ¿qué me importa el príncipe?

— ¿Dónde está el noble barón de Pampa? — preguntó.

Uno, que se mostraba extraordinariamente excitado, con una ballesta al hombro, respondió que «el barón despertó al mediodía, se bebió toda la salmuera que había en la casa, y se marchó otra vez a divertirse». Luego le dijo en voz más baja a Rumata que Kira estaba muy intranquila y que ya había preguntado varias veces por su amo.

— Está bien — dijo Rumata, y ordenó a sus criados que se alinearan.

La servidumbre, sin contar las cocineras, estaba formada por seis hombres bregados, para quienes las riñas callejeras no eran ninguna novedad. Procuraban no meterse con los Grises por temor a las represalias del omnipotente Ministro, pero a los desharrapados del ejército nocturno podían hacerles perfectamente frente, sobre todo aquella noche, en la que lo que buscaban los bandidos eran presas fáciles. Dos ballestas, cuatro segures, varios pesados cuchillos de carnicero, morriones y unas buenas puertas forradas de chapa de hierro… ¿O sería mejor no ir a la guardia?

Rumata subió al piso alto y, andando de puntillas, fue a la habitación de Kira. La muchacha, encogida y sin desnudarse, dormía echada en la cama sin deshacer. Rumata la miró a la luz del candil y se preguntó de nuevo si ir o no a la guardia. No sentía el menor deseo de ir. Pero hay que ir, pensó. Cubrió a la muchacha con una manta, le dio un beso en la mejilla y salió al gabinete. El explorador debe estar siempre en su puesto, pase lo que pase. Hay que ser útil a los historiadores y a los sociólogos. Rumata se echó a reír, se quitó la diadema, limpió cuidadosamente su objetivo y volvió a ponérsela. Luego llamó a Uno y le ordenó que trajese su uniforme y que limpiara el casco de cobre. Bajo su jubón, y directamente sobre la camiseta, se puso su cota de malla metaloplástica. Cuando se estaba apretando las hebillas metálicas del cinto del uniforme le dijo a Uno: