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— Escucha atentamente. Tengo más confianza en ti que en todos los demás. Pase lo que pase, Kira debe salir de aquí viva y sana. Si queman la casa, que la quemen; si roban el dinero, que lo roben. Pero salva a Kira. Sácala por los tejados, por los sótanos, por donde quieras, pero sálvala, ¿entiendes?

— Entiendo — dijo Uno -. Pero sería mejor que vos no salierais hoy.

— Escucha: si dentro de tres días no he vuelto, toma a Kira y llévala a la saiva, al Bosque Hiposo. ¿Sabes dónde está? Bien. En este bosque, busca la Guarida del Borracho, que es una isba no muy lejos de la carretera. Pregunta por ella y te dirán donde está. Pero cuidado a quién preguntas. Allí encontrarás a un hombre que se llama padre Kabani. Cuéntale lo que ha pasado. ¿Entendido?

— Sí. Pero sería mejor que no os fuerais.

— De buena gana me quedaría. Pero no me es posible: el servicio es el servicio. Haz exactamente lo que te he dicho.

Le dio a Uno un ligero papirotazo en la nariz, y se echó a reír al ver su forzada sonrisa. Abajo, arengó a la servidumbre y salió a la calle. Oyó los pesados cerrojos correrse a sus espaldas, y se vio de nuevo envuelto en la oscuridad.

Los aposentos del príncipe siempre estuvieron mal protegidos. Posiblemente por eso a nadie se le había ocurrido en Arkanar atentar contra la vida de los príncipes. Sobre todo, nadie se había interesado por el príncipe actual. Este era un chico delicado de salud, de ojos azules, que se parecía a cualquiera menos a su padre, y que a nadie le hacía falta. Rumata sentía una gran simpatía por él. Como su educación estaba organizada de la peor forma posible, el chico era listo, no era cruel, no aguantaba a Don Reba (quizá por instinto), le gustaba cantar canciones con letra de Tsurén y jugar a los barquitos. Rumata encargaba en la metrópoli libros para él, con muchas ilustraciones, le hablaba de la esfera celeste, y en una ocasión se ganó por completo el afecto del muchacho relatándole un cuento sobre las naves que vuelan. Para Rumata, que casi no conocía a ningún niño, aquel príncipe de diez años de edad era la antípoda de todos los estratos sociales de aquel país salvaje. De chiquillos como aquél, con ojos azules, iguales en todos los estratos sociales, surgía después la gente bruta, ignorante y sumisa, a pesar de que en la infancia no se adivinaran en ellos malas tendencias. Algunas veces, Rumata pensaba que sería algo formidable si de repente desaparecieran del planeta todas las personas mayores de diez años.

Cuando llegó a palacio, el príncipe ya estaba durmiendo. El relevo de la guardia requería toda una serie de ceremonias y de movimientos con las espadas desenvainadas junto al lecho del niño. Después, siguiendo la tradición, había que cerciorarse de que todas las ventanas estaban bien cerradas, de que todas las ayas estaban en su puesto, y de que en todos los aposentos ardían normalmente las lamparillas nocturnas. Una vez cumplidos todos estos requisitos, Rumata regresó a la antecámara y se puso a jugar con su compañero saliente de guardia una partida de taba. Durante la partida, procuró sonsacarle al noble Don lo que pensaba acerca de lo que estaba ocurriendo en la ciudad. Su compañero, que era hombre talentudo, lo pensó detenidamente y dijo que suponía que la gente plebeya se estaba preparando para celebrar la fiesta de San Miki. Con esto terminaron la partida, y se despidieron.

Rumata arrimó su sillón a la ventana, se sentó cómodamente y empezó a mirar hacia al ciudad. La casa del príncipe estaba situada en una colina, y desde ella se divisaba durante el día toda la ciudad, hasta el mar. Pero ahora todo estaba a oscuras, y solamente se veían los diseminados grupos de luces formados por las antorchas de los milicianos, apostados en las encrucijadas, esperando la señal. La ciudad dormía o fingía dormir. ¿Sabían sus ciudadanos que hoy les esperaba algo horrible? ¿O estarían pensando, como el talentudo caballero, que eran los preparativos de la festividad de San Miki?

Doscientos mil hombres y mujeres. Doscientos mil herreros, y armeros, y carniceros, y merceros, y joyeros, y amas de casa, y rameras, y monjes, y prestamistas, y soldados, y vagabundos, y los pocos intelectuales que aún quedaban, estarían revolviéndose ahora en sus camas con olor a chinches. Unos dormirían, otros harían el amor, otros calcularían mentalmente las ganancias, o llorarían, o rechinarían los dientes de rabia… ¡Doscientas mil personas! ¿Qué tenían en común aquellas doscientas mil personas para un forastero llegado de la Tierra? El que casi sin excepción ninguno de ellos era aún una persona en el sentido actual de la palabra, sino tan sólo lingotes o piezas en bruto de los que los sangrientos siglos de la historia irían tallando poco a poco el verdadero hombre, libre y orgulloso. Ahora eran pasivos, codiciosos, y extraordinariamente egoístas. Psicológicamente, casi todos ellos eran esclavos: esclavos de su fe, esclavos de sus semejantes, esclavos de sus pequeñas pasiones, esclavos de su codicia. Y si por un capricho de la suerte cualquiera de ellos naciera o se hiciera señor de sí mismo, no sabría qué hacer con su libertad. Se apresuraría a hacerse esclavo: esclavo de su riqueza, de sus antinaturales apetitos, de sus amigos depravados y de sus propios esclavos. La mayoría de ellos no tenían culpa de nada. Eran demasiado pasivos y demasiado ignorantes. Su esclavitud se basaba en la pasividad y en la ignorancia y esta pasividad y esta ignorancia hacían a su vez que se perpetuase la esclavitud. Si todos fueran iguales sería algo desesperante. Y sin embargo serían personas, es decir, seres portadores de una chispa de inteligencia. Y esta chispa haría que constantemente, unas veces aquí, otras allá, se encendieran y prendieran en su mente las luces de un futuro increíblemente lejano pero inevitable. Aquellas luces se encenderían a pesar de todo. A pesar de su aparente inutilidad. A pesar de la opresión. A pesar de que las pisoteasen. Y a pesar de que no le hicieran falta a nadie en el mundo, y de que todo el mundo estuviera contra ellas. A pesar de que en el mejor de los casos solamente pudieran contar con un desdeñoso y perplejo sentimiento de lástima.

Aquellas luces no sabían aún que el futuro les pertenecía, que el futuro era imposible sin ellas. No sabían que en aquel mundo de horrendos fantasmas del pasado ellas eran la única realidad del futuro, que ellas eran como el fermento o la vitamina del organismo de la sociedad. Si se destruye esta vitamina se inicia el escorbuto social, se descompone la sociedad, se debilitan sus nervios, sus ojos pierden nitidez y sus dientes caen. Ningún Estado puede desarrollarse sin el apoyo de la ciencia, porque sería destruido por los Estados vecinos. Sin el arte y la cultura general el Estado pierde el sentido de la autocrítica y comienza a estimular tendencias erróneas, engendra a cada paso hipócritas y deshechos sociales, fomenta en los ciudadanos el utilitarismo y la presunción y, en definitiva, acaba también siendo víctima de sus vecinos más cuerdos. Se puede perseguir cuanto se quiera a los intelectuales, prohibir la ciencia, destruir el arte, pero más tarde o más temprano hay que hacer marcha atrás y, aunque sea a regañadientes, abrir paso a todo aquello que tanto odian los zoquetes ignorantes que ansían el poder. Y por mucho que desprecien el saber, esa gente gris que detenta el poder no podrá hacer nada frente a la objetividad histórica, mejor dicho, podrá frenarla pero no detenerla. Aunque desprecien y teman el saber, no tendrán más remedio que llegar a estimularlo para poder mantenerse en el poder. Y entonces tendrán que permitir las universidades y las sociedades científicas, tendrán que crear centros de investigación, observatorios y laboratorios, tendrán que formar cuadros de hombres inteligentes y sabios, hombres que quedarán fuera de su control, hombres que tendrán una psicología completamente distinta y unas necesidades totalmente diferentes, y estos hombres no podrán existir y mucho menos obrar en el antiguo ambiente de baja codicia, chismes de cocina, presunción estúpida y necesidades puramente carnales, sino que necesitarán un ambiente nuevo, un ambiente con conocimientos generales y universales empapado de afán creador, necesitarán escritores, pintores, músicos, y la gente gris que esté en el poder tendrá que hacer estas concesiones. Y si alguno se resiste será barrido por un oponente más astuto en la lucha por el poder. Pero el que haga estas concesiones cavará su propia sepultura, en contra de su voluntad, pero inevitable y paradójicamente, puesto que no hay nada tan mortal para los egoístas ignorantes y fanáticos como el desarrollo cultural del pueblo en todos los terrenos, desde la investigación en el campo de las ciencias naturales hasta las aptitudes para comprender y deleitarse con la buena música. Y después viene la época de las grandes conmociones sociales, acompañadas de un desarrollo inusitado de la ciencia y de un proceso amplísimo de intelectualización de la sociedad, una época en que la incultura presenta su última batalla, que por su crueldad hace retroceder a la humanidad hasta la edad media, pero en la que es derrotada y desaparece para siempre como fuerza real en el seno de la nueva sociedad, libre de la opresión de clase.