Rumata seguía mirando fijamente la ciudad perdida en las tinieblas. En una de aquellas casas, en algún tabuco maloliente, acurrucado en un miserable catre, estaría a aquellas horas, herido y ardiendo de fiebre, el padre Tarra. El hermano Nanín velaría al enfermo sentado ante una mesa paticoja, medio borracho, y alegre y enfurecido a la vez estaría terminando de escribir el segundo tomo de su Tratado sobre los rumores, deleitándose en enmascarar con frases triviales la más feroz ridiculización de la vida gris. Por algún otro lugar deambularía por ricos aposentos solitarios Gur el Escritor, sintiendo horrorizado que, pese a todo, desde lo más profundo de su alma destrozada y pisoteada, surgían, impulsados por una fuerza misteriosa, y se abrían camino en su conciencia mundos felices fíenos de personas magníficas y de sentimientos conmovedores. Y en algún otro rincón, nadie sabía cómo, estaría pasando aquella noche el doctor Budaj, quebrantado, acosado, de rodillas quizá, pero vivo. ¡Hermanos míos!, pensó Rumata, ¡yo soy vuestro, somos carne de vuestra carne! Y de repente sintió que él no era el dios que protegía con sus manos a los gusanillos de luz de la razón, sino el hermano que ayuda a su hermano, el hijo que salva a su padre. «Tengo que matar a Don Reba.» «¿Por qué?» «Porque él mata a mis hermanos.» «No sabe lo que se hace.» «Pero mata el futuro.» «El no tiene la culpa, es hijo de su época.» «Es decir, ¿no sabe que es culpable? Pero yo sí lo sé.» «¿Y qué vas a hacer con el padre Tsupik? Daría cualquier cosa por que alguien matara a Don Reba. ¿Qué vas a hacer con él? ¿Por qué no respondes? ¿Y con los que hay aguardando tras él? Habría que matar a muchos, ¿verdad?.» «No sé, es posible que a muchos. Unos tras otros. Todos los que levanten la mano contra el futuro.» «Eso ya lo hicieron otros. Envenenaron, tiraron bombas, pero no consiguieron nada.» «Por supuesto que lo consiguieron. Gracias a ellos se pudo elaborar la estrategia revolucionaria.» «Pero tú no necesitas eso. Lo que tú quieres es matar.» «Sí, eso es lo que quiero.» «¿Y sabes hacerlo?» «Ayer maté a Doña Okana. Cuando fui a verla con la pluma blanca tras la oreja sabía que esto le costaría la vida. Lo único que siento es que la maté inútilmente. Como puedes ver, ya casi me han enseñado incluso a matar.» «Pero eso es malo. Y además es peligroso. ¿Recuerdas a Serguéi Kozhin, George Lenny y Sabina Krüger?» Rumata se pasó la mano por la frente: estaba húmeda. «Sí, se pone uno a pensar, a pensar, a pensar… y termina inventando la pólvora.»
Se levantó y abrió la ventana de par en par. Los grupos de luces acababan de ponerse en movimiento a través de la ciudad a oscuras. Se separaban formando hileras, y aparecían y desaparecían entre las invisibles casas. Un sonido extraño se produjo entonces en la ciudad, algo así como un lejano aullido polifónico. En un instante se produjeron dos incendios que iluminaron los tejados de las casas vecinas. En el puerto se notaba cierta agitación. Los acontecimientos habían empezado. Dentro de unas horas quedaría en claro lo que representaba la unión del ejército Gris con el ejército nocturno, la unión absurda de los tenderos con los salteadores de caminos, quedaría claro lo que pretendía Don Reba y en qué consistía su nueva provocación. Concretamente, se sabría a quién iban a pasar a cuchillo aquella noche. Lo más probable es que hubiera comenzado la noche de las espadas largas, es decir, de la aniquilación de los mandos Grises que se habían extralimitado y al mismo tiempo de los barones que se hallaran en la ciudad y de los aristócratas menos adeptos. ¿Dónde estará Pampa?, pensó Rumata. Si no lo cogen durmiendo, se defenderá.
No pudo seguir pensando. Empezaron a oírse nerviosos golpes dados con el puño en la puerta, y una voz empezó a gritar:
— ¡Abrid, la guardia! ¡Abrid!
Rumata descorrió los cerrojos. Un hombre semidesnudo y pálido de terror irrumpió en la estancia, se aferró al cuello del jubón de Rumata y gritó temblando:
— ¿Dónde está el príncipe? ¡Budaj ha envenenado al Rey! ¡Los espías irukanos han provocado una insurrección en la ciudad! ¡Salvad al príncipe!
El hombre, Ministro del Patrimonio real, una persona poco inteligente pero muy leal, empujó a Rumata y penetró en la alcoba del príncipe: Inmediatamente se oyeron gritos de mujeres. Pero en aquel mismo momento un grupo de milicianos, ceñudos y sudorosos forzaron la puerta interponiendo sus herrumbrosas hachas. Rumata sacó la espada.
— ¡Atrás! — dijo fríamente.
A sus espaldas oyó un quejido corto y ahogado provinente de la alcoba. Mal van las cosas, pensó Rumata. No comprendo nada de lo que está ocurriendo. Se deslizó hacia un rincón, y se parapetó tras una mesa. Los milicianos fueron penetrando en la habitación. Serían unos quince, y jadeaban fatigosamente. Al frente de ellos iba un teniente de ajustado uniforme gris con la espada desenvainada.
— ¡Don Rumata! — dijo el teniente con entrecortada voz -. ¡Quedáis arrestado! ¡Entregad vuestra espada!
Rumata se echó a reír.
— ¡Cogedla! — respondió, mirando de soslayo hacia la ventana.
— ¡Detenedlo! — ordenó el oficial.
Quince cebados mamelucos armados con hachas no eran demasiados para un esgrimidor cuya técnica no sería dominada allí hasta dentro de tres siglos. El grupo avanzaba y retrocedía. Varias hachas yacían ya por el suelo. Dos milicianos se retiraron prudentemente, con sus desconyutados brazos fuertemente apretados contra la barriga. Rumata era un maestro en la defensa en abanico, que hace que el acero en rotación forme ante los atacantes una barrera continua que parece imposible franquear. Los Grises resoplaban y se miraban indecisos los unos a los otros. Apestaban a cerveza y a cebolla.