Rumata separó un poco la mesa y se deslizó cuidadosamente hacia la ventana. Desde las filas traseras alguien le lanzó un cuchillo, pero no le alcanzó. Rumata se echó a reír, puso un pie en el antepecho de la ventana y dijo:
— Si os acercáis de nuevo os cortaré las manos. Ya me conocéis.
Lo conocían, por supuesto. Lo conocían perfectamente, y nadie intentó moverse de su sitio, a pesar de las voces e improperios que les dirigía el oficial, que no por ello era menos cauto. Rumata acabó de ponerse de pie sobre el antepecho de la ventana y siguió amenazando con la espada, pero en aquel instante alguien desde el patio le arrojó una pesada jabalina que fue a golpearle de lleno en la espalda. El impacto fue terrible. La jabalina no pudo perforar la cota de malla metaloplástica, pero hizo que Rumata cayera del antepecho al suelo de la estancia. Aunque no perdió la espada, quedó casi indefenso. Los milicianos se lanzaron en bloque sobre él. Juntos debían pesar más de una tonelada, pero se estorbaban mutuamente, y consiguió ponerse en pie. Le dio un puñetazo a un par de labios babosos, mientras apresaba con el codo a un tipo que empezó a chillar como un conejo. Rumata daba sin cesar golpes con los codos, los puños y los hombros (ya hacía tiempo que no se sentía tan libre), pero no consiguió quitarse de encima a sus enemigos. Hizo un terrible esfuerzo y, arrastrando tras sí un montón de cuerpos humanos, se dirigió hacia la puerta. Por el camino tuvo que agacharse para soltarse de los que se agarraban a sus piernas. Luego sintió un seco golpe en un hombro y se desplomó de espaldas. Bajo él se debatieron algunos aplastados. Rumata volvió a ponerse en pie, dando golpes cortos con todas sus fuerzas y haciendo que los milicianos salieron despedidos hacía las paredes, braceando y pateando. Ante él apareció la desfigurada cara del teniente, que llevaba por delante una ballesta descargada, y en aquel momento se abrió la puerta y vio venir a su encuentro un nuevo grupo de jetas sudorosas. Le echaron una red, sus piernas se enredaron con las cuerdas y se vio derribado.
Dejó de defenderse. Prefirió economizar fuerzas. Durante algún tiempo lo patearon eficaz y silenciosamente, respirando de modo acompasado. Luego lo cogieron por los pies y lo arrastraron. Mientras lo llevaban de esta forma pasaron por delante de la puerta de la alcoba del príncipe, que estaba abierta. Rumata pudo ver al Ministro del Patrimonio clavado a la pared, atravesado por una pica, y un montón de sábanas ensangrentadas en la cama. Esto es un golpe de Estado, pensó. Pobre chico. Perdió el conocimiento mientras lo arrastraban hacia abajo por la escalera.
VII
A Rumata le pareció que estaba tendido en un montículo cubierto de hierba, y que veía pasar sobre él unas nubes blancas por un cielo muy azul. Se sentía enormemente tranquilo, pero en otro montículo a su lado sentía un punzante dolor de huesos. El dolor estaba al mismo tiempo fuera y dentro de él, principalmente en su costado izquierdo y en la nuca. Alguien gritó: «¿Está muerto acaso? ¡Si es así os corto la cabeza!». Entonces una masa de agua helada se desplomó sobre él desde el cielo. Y efectivamente estaba tendido de espaldas y mirando al cielo, pero no en un montículo sino en medio de un charco, y el cielo no era azul sino negro y pesado como el plomo y lleno de reflejos rojizos. «Tonterías», dijo otra voz. «Está vivo. Vedlo: parpadea.» El que está vivo soy yo, pensó Rumata. Soy yo el que parpadea. ¿Pero por qué hablan así?
Alguien se movió junto a Rumata, chapoteando pesadamente en el agua. Sobre el cielo se recortó la negra silueta de una cabeza con un casco puntiagudo.
— Bien, noble Don: ¿deseáis ir andando, o preferís que os llevemos a rastras?
— Desátame los pies — dijo malhumoradamente Rumata, sintiendo como le dolían los partidos labios. Se pasó la lengua por ellos y pensó: vaya labios; deben parecer un par de buñuelos. Empezaron a desatarle las piernas, dándole tironazos y retorciéndoselas sin la menor contemplación. Mientras, a su lado seguían hablando:
— ¡Cómo lo hemos dejado!
— ¿Y qué otra cosa podíamos hacer? Por poco se nos escapa. Está embrujado, las flechas rebotan en él.
— Yo conocí a un tipo así. Aunque le golpearas con el hacha, ni se enteraba.
— Pero sería un campesino.
— Sí, era un campesino.
— Eso es otra cosa. Este de aquí es de sangre azul.
— ¡Oh, mal rayo os parta! Habéis hecho unos nudos que no hay quien los desate. ¡Acercad una luz!
— ¡Córtalos con el cuchillo!
— ¡Muchachos, no lo desatéis! Si se ve libre puede emprenderla con nosotros otra vez. A mí por poco me rompe la cabeza.
— Lo más probable es que no tenga fuerzas para empezar de nuevo.
— Vosotros pensad lo que queráis, pero yo le di con una jabalina de verdad. No es la primera vez que atravieso así una cota de mallas.
Una voz imperativa gritó desde la oscuridad:
— ¿Termináis ya?
Rumata sintió que ya tenía las piernas libres, hizo un esfuerzo y se sentó. Varios forzudos milicianos contemplaban en silencio cómo se revolvía en el charco. Rumata apretó los hombros y notó que tenía los brazos retorcidos de tal forma a su espalda que le era imposible comprender dónde estaban los codos y dónde las manos. Reunió todas sus fuerzas y se puso en pie de un salto. Al hacerlo sintió un horroroso dolor en el costado. Los milicianos se echaron a reír.
— ¿Qué, piensas escaparte?
— ¡Oh, no lo hagas, estamos ya muy cansados!
— ¿Os gusta el sabor de la derrota? — ¡Basta! — gritó una voz imperativa, saliendo de la oscuridad -. Venid acá, Don Rumata.
Rumata se dirigió hacia la voz, tambaleándose de un lado para otro. Un hombre con una antorcha emergió de la oscuridad y echó a andar ante él. Rumata pudo reconocer el sitio donde se encontraba. Era uno de los patios interiores del Ministerio de Seguridad de la Corona, que se hallaba cerca de las caballerizas reales. Si me llevan hacia la derecha, pensó Rumata, voy a la Torre, a un calabozo; si a la izquierda, a la cancillería. Agitó la cabeza y se animó a sí mismo: esto no es nada, lo principal es que estoy vivo y que aún puedo luchar. Torcieron hacia la izquierda. Por lo visto va a haber una investigación previa. Es extraño. Si vamos por este camino, ¿de qué me pueden acusar? Es cierto: de haber traído hasta aquí al envenenador, a Budaj, y de conspirar contra la Corona; también pueden achacarme la muerte del príncipe y, como es natural, me considerarán un espía de Irukán, de Soán, de los bárbaros, de los barones, de la Orden Sacra… Es increíble que aún esté vivo. Ese descolorido hongo debe haber maquinado algo nuevo.