Выбрать главу

— Por aquí — dijo la imperativa voz.

Se abrió una pequeña puerta. Rumata tuvo que agacharse para pasar por ella y entrar en un amplio local, alumbrado por una docena de candiles. En medio de la habitación estaban tumbados o sentados sobre una vieja alfombra varios hombres ensangrentados. Algunos de ellos parecían estar muertos o desmayados. Casi todos estaban descalzos y vestidos con destrozadas camisas de dormir. A lo largo de las paredes había milicianos de coloradas mejillas, furiosos y ensoberbecidos por la victoria, apoyándose en sus hachas y segures. Ante ellos se paseaba, con las manos a la espalda, un oficial con espada y uniforme gris de grasiento cuello. El acompañante de Rumata, un hombre alto vestido con una capa negra, se dirigió al oficial y le dijo algo al oído. El oficial asintió con la cabeza, miró con interés a Rumata, y desapareció tras unas cortinas de colores que había en el extremo opuesto del local.

Los soldados también mostraron su interés por Rumata. Uno de ellos, que tenía un ojo enormemente hinchado, dijo:

— ¡Buena piedra lleva el noble Don!

— Sí, es una piedra digna de un Rey. Y la diadema es de oro macizo.

— Ahora los reyes somos nosotros.

— ¿Se la quitamos?

— ¡Quietos! — dijo quedamente el hombre de la capa negra.

Los milicianos se miraron sorprendidos.

— ¿Quién es ese tipo? — preguntó el soldado del ojo hinchado.

En lugar de responder, el de la capa negra le giró la espalda y se situó al lado de Rumata. Los milicianos lo miraron escrutadoramente.

— ¡Hey, si parece un cura! — dijo el del ojo hinchado -. ¡Hey, cura, ¿quieres que te dé una puñada en la frente?

Los demás se echaron a reír a carcajadas. El del ojo hinchado escupió en sus manos, tomó el hacha y avanzó hacia Rumata. Vas a recibir una sorpresa, pensó éste, echando un poco hacia atrás su pierna derecha.

— ¿A quién he estado combatiendo siempre? — prosiguió el miliciano, deteniéndose ante Rumata y el hombre de la capa negra -. A los curas, a todos esos ilustrados y a los artesanos. En una ocasión…

El de la capa negra levantó una mano, con la palma hacia arriba. Junto al techo sonó un chasquido. ¡Zip! El del ojo hinchado se derrumbó de espaldas, dejando caer el hacha. En medio de la frente tenía hincada una flecha de ballesta, corta y robusta, con un denso mechón de plumas. La estancia quedó en silencio. Los otros milicianos retrocedieron, mirando aterrorizados las claraboyas del techo. El hombre de la capa bajó la mano y ordenó secamente:

— ¡Llevaos a esa carroña! ¡Aprisa!

Varios milicianos cogieron al muerto por los pies y las manos y se lo llevaron medio a rastras. De detrás de las cortinas salió el oficial Gris e hizo una seña invitando a entrar.

— Vamos, Don Rumata — dijo el de la capa negra.

Rumata avanzó hacia las cortinas, rodeando el grupo de prisioneros. No comprendo absolutamente nada, pensó. Apenas pasó las cortinas se vio inmovilizado en la oscuridad, registrado, despojado de la vacía vaina de su espada y empujado hacia la luz. Inmediatamente se dio cuenta de dónde estaba. Era el gabinete de Don Reba en los aposentos lilas. Don Reba estaba sentado en el mismo sitio en que lo viera aquella mañana, en la misma postura, exageradamente envarado, con los codos sobre la mesa y los dedos entrelazados. Seguramente tiene hemorroides, pensó repentinamente Rumata. A la derecha de Don Reba estaba sentado el padre Tsupik, con aspecto grave y pensativo y los labios apretados, y a la izquierda un gordinflón de sonrisa amable con las insignias de capitán en su uniforme gris. En el gabinete no había nadie más. Cuando entró Rumata, Don Reba dijo amablemente y en voz baja:

— Amigos, aquí tenéis al noble Don Rumata.

El padre Tsupik hizo una mueca despectiva. El gordinflón movió la cabeza con benevolencia.

— Este es nuestro antiguo y muy consecuente enemigo — dijo Don Reba.

— Si es enemigo, se le cuelga — dijo con voz ronca el padre Tsupik.

— ¿Qué pensáis vos, hermano Aba? — preguntó Don Reba, inclinándose hacia el gordinflón.

— ¿Yo?… Me parece que… — el hermano Aba sonrió indeciso, como si fuera un niñito inocente, y abrió sus cortos brazos -. Me da lo mismo. Pero creo que no debemos colgarlo. Quizá sería mejor quemarlo vivo, ¿no creéis Don Reba?

— Sí, quizá — dijo Don Reba, pensativo.

— Se cuelga a la chusma, a la gente baja — siguió diciendo el hermano Aba, con su sonrisa angelical -. Debemos seguir ocupándonos de que el pueblo siga respetando las diferencias sociales. Don Rumata es el vástago de una antiquísima casa, un gran espía irukano… Creo que es irukano, ¿me equivoco? — cogió un papel de sobre la mesa y lo miró con ojos miopes -. Así es, sí. Y también soano. ¡Así que con mayor motivo!

— Bueno, entonces que lo quemen — dijo el padre Tsupik.

— De acuerdo — asintió Don Reba -. Que lo quemen.

— Pero creo que Don Rumata puede aliviar si quiere su suerte — insinuó el hermano Aba -. ¿Me comprendéis, Don Reba?

— No del todo.

— ¿Y sus riquezas? La casa de los Rumata posee riquezas legendarias. — Tenéis razón — dijo Don Reba.

El padre Tsupik bostezó, tapándose discretamente la boca con una mano, y miró los cortinajes lilas que había a la derecha de la mesa.

— Bien, empecemos entonces a actuar de acuerdo con las normas — continuó Don Reba tras un suspiro.

El padre Tsupik seguía mirando de reojo a los cortinajes. Se veía claramente que estaba esperando algo, y que el interrogatorio no le importaba en absoluto. ¿Qué comedia es ésta?, se preguntó Rumata. ¿Qué significa todo esto?

— Noble Don Rumata — dijo entonces Don Reba -, para nosotros sería un gran placer escuchar las respuestas que podáis dar a algunas de las preguntas que deseamos haceros.

— Antes desatadme las manos — dijo Rumata.

El padre Tsupik se inquietó y comenzó a morderse los labios. El hermano Aba movió desesperadamente la cabeza.

Don Reba miró primero al hermano Aba y luego al padre Tsupik.

— Comprendo que os inquietéis, amigos — dijo -. Pero teniendo en cuenta algunas circunstancias que Don Rumata seguramente debe sospechar… — y al decir aquello recorrió con la vista la serie de claraboyas que había en el techo -, creo que podemos acceder. ¡Desatadle las manos! — ordenó, sin levantar la voz.

Rumata notó cómo alguien se acercaba a él por detrás, y cómo unos dedos blandos tocaban sus manos y cortaban con facilidad las cuerdas. El hermano Aba sacó de debajo de la mesa una enorme ballesta de combate y la colocó ante él, sobre un montón de papeles. Las manos de Rumata colgaron inertes a sus costados. Casi no las sentía.

— Empecemos — dijo Don Reba enérgicamente -. ¡Decidnos vuestro nombre, estirpe y títulos!