— Rumata, de la estirpe de los Rumata de Estoria, caballeros cortesanos desde hace veinticinco generaciones.
Rumata miró a su alrededor, se sentó en el sofá y empezó a darse masaje en las manos. El hermano Aba le apuntó con la ballesta, resoplando nerviosamente.
— ¿Qué era vuestro padre?
— Consejero Imperial, y leal servidor y amigo del Emperador.
— ¿Vive?
— No. Murió.
— ¿Hace mucho?
— Hace once años. — ¿Cuántos años tenéis?
Rumata no tuvo tiempo de responder. Se oyó un ruido tras las cortinas. El hermano Aba miró disgustado hacia allá. El padre Tsupik se levantó y se echó a reír sarcásticamente.
— Esto no es todo, nobles Dones… — comenzó a decir con maliciosa alegría.
En aquel momento, tres hombres, que Rumata no esperaba ver allí, y evidentemente el padre Tsupik tampoco, surgieron de detrás de las cortinas. Eran tres frailes enormes, con hábitos negros y capuchones echados sobre los ojos. Los tres avanzaron rápidamente y, sin hacer ruido, cogieron al padre Tsupik por los codos.
— ¿Eh?… No… — empezó a mascullar el padre Tsupik. Su rostro se volvió blanco como la cera. Indudablemente, lo que esperaba era algo muy distinto.
— ¿Qué pensáis vos, — hermano Aba? — se interesó Don Reba, inclinándose tranquilamente hacia el gordinflón.
— Está claro — respondió el interpelado -, ¿Qué duda cabe?
Don Reba hizo un leve movimiento con la mano. Los monjes levantaron del suelo al padre Tsupik y se lo llevaron tan silenciosamente como habían venido. Rumata hizo un gesto de repugnancia. El hermano Aba se frotó sus blandas manos y dijo resueltamente:
— Todo ha salido a pedir de boca, ¿no os parece, Don Reba?
— Sí, no ha estado mal — asintió Don Reba -. Pero sigamos. ¿Cuántos años tenéis, Don Rumata?
— Treinta y cinco.
— ¿Cuándo llegasteis a Arkanar?
— Hace cinco años.
— ¿De dónde vinisteis?
— De Estoria, donde vivía en mi casa solariega.
— ¿Por qué cambiasteis de residencia?
— Las circunstancias me obligaron a ello. Así que busqué una ciudad capaz de competir en esplendor con la capital de la metrópoli.
Rumata sintió cómo finalmente la sangre empezaba a fluir por las venas de sus hinchadas manos, pero siguió dándose masaje.
— ¿Qué circunstancias fueron ésas?
— Tuve un duelo, y maté en él a un miembro de la augusta familia.
— ¡Vaya! ¿A quién concretamente?
— Al hijo de los duques de Ekín.
— ¿Qué motivó el duelo?
— Una mujer.
Rumata tenía la impresión de que todas aquellas preguntas no significaban nada, que eran una parodia idéntica a lo que sería el procedimiento de ejecución de su condena a muerte. Cada uno de nosotros tres está esperando algo, pensó. Yo espero a que me empiecen a reaccionar las manos. El hermano Aba es estúpido y espera a que empiece a caer a sus pies el oro del tesoro patrimonial de la casa de los Rumata. Y Don Reba también espera algo. Pero… ¿y esos monjes? ¿Desde cuándo hay monjes en palacio? ¡Y además diestros y decididos!
— ¿Cómo se llamaba esa mujer?
¡Vaya preguntas!, pensó Rumata. Es difícil imaginarlas más estúpidas. Bien, procuraré animar un poco la cosa.
— Doña Rita.
— No esperaba de vos esa respuesta. Os la agradezco.
— Siempre a vuestras órdenes.
Don Reba hizo una pequeña inclinación de reconocimiento.
— ¿Habéis estado alguna vez en Irukán?
— No.
— ¿Estáis seguro?
— Y vos también.
— ¡Queremos saber la verdad! — dijo Don Reba en tono sentencioso. El hermano Aba asintió con la cabeza -. ¡Tan solo la verdad!
— ¡Oh! — dijo Rumata -. Yo creía que… — y dejó la frase en suspenso.
— ¿Qué es lo que creíais?
— Que lo que estabais persiguiendo era echar mano de mis bienes patrimoniales. Aunque en realidad no comprendo cómo pensáis conseguirlo.
— ¡Por donación! — gritó el hermano Aba. Rumata se echó a reír de la forma más insolente que pudo.
— Sois estúpido, hermano Aba, o como demonios os llaméis… Se nota que sois tendero. ¿No sabéis acaso que el mayorazgo no puede pasar a manos ajenas? El hermano Aba se enfureció, pero se contuvo. — No deberíais hablar en ese tono — dijo Don Reba con benevolencia.
— ¿No queréis acaso saber la verdad? — replicó Rumata -. Pues ahí la tenéis: el hermano Aba es estúpido y tendero.
El hermano Aba ya se había repuesto. — Me parece que nos hemos desviado de nuestro objetivo — dijo con una sonrisa -. ¿No lo creéis así, Don Reba?
— Sí, lleváis razón, como siempre — respondió Don Reba -. ¿Y en Soán, habéis tenido ocasión de estar? — preguntó a Rumata.
— Sí, en Soán sí he estado. — ¿Con qué motivo? — Fui a visitar la Academia de Ciencias. — Una extraña conducta para un joven de vuestra posición.
— Fue un capricho.
— ¿Conocéis a Don Kondor, Juez General de Soán?
Rumata se puso en guardia.
— Sí. Es un viejo amigo de mi familia. — Y una persona nobilísima, ¿no es cierto?
— Sí; muy respetable.
— ¿Y sabéis que Don Kondor es uno de los que han tomado parte en la conspiración contra Su Majestad?
Rumata irguió la cabeza.
— No olvidéis, Don Reba — dijo con soberbia -, que para nosotros, es decir, para la primitiva aristocracia de la metrópoli, todos los soaneses e irukanos, al igual que los de Arkanar, no son más que vasallos de la Corona Imperial -. Rumata cruzó desdeñosamente las piernas y se giró hacia un lado.
Don Reba lo miró pensativo.
— ¿Sois rico?
— Podría comprar todo Arkanar, pero no me gustan los muladares.
Don Reba suspiró.
— Mi corazón sangra — dijo -, cuando pienso en la necesidad de cortar un brote tan magnífico de un linaje tan ilustre. Sería un crimen, si no estuviera dictado por razones de Estado.