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— Sería mejor que pensarais menos en las razones de Estado — dijo Rumata — y más en vuestro propio pellejo.

— Lleváis razón — dijo Don Reba, e hizo chasquear los dedos.

Rumata tensó rápidamente los músculos, y volvió a relajarlos. Su cuerpo funcionaba. De detrás de las cortinas salieron otra vez los tres monjes y, con la misma diligencia y precisión que antes, que ponían de manifiesto su enorme preparación, se agruparon en torno al hermano Aba, que seguía sonriendo afablemente, lo sujetaron, y le retorcieron los brazos a la espalda.

— ¡Ay… ay! — gritó el hermano Aba, y su gruesa cara se desfiguró por el dolor y por el terror.

— ¡Vamos, aprisa, no os detengáis! — gritó Don Reba, con visible repugnancia.

El gordinflón resistió rabiosamente mientras lo arrastraban hasta las cortinas. Sus gritos se siguieron oyendo por unos momentos, luego se escuchó un horroroso alarido y todo volvió a quedar en silencio. Don Reba se puso en pie y descargó con cuidado la ballesta. Rumata lo seguía atentamente con los ojos.

Don Reba empezó a pasear por la habitación. Estaba pensativo, y de tanto en tanto se rascaba la espalda con la saeta.

— Está bien, está bien — murmuró con voz suave -. Magnífico… — Daba la impresión de haberse olvidado de Rumata. Sus pasos se fueron haciendo cada vez más rápidos, y al andar movía rítmicamente la flecha, como si fuera una batuta. Luego se detuvo de repente tras la mesa, arrojó la flecha a un lado, se sentó cuidadosamente y con rostro sonriente murmuró -: Cómo los he atrapado, ¿eh? Ni siquiera han podido abrir la boca. En vuestro país esto no hubiera sido posible…

Rumata no respondió.

— Sí… — dijo Don Reba pensativo -. Está bien. Ahora podremos seguir hablando, Don Rumata. ¿O puede que tal vez no seáis Don Rumata… que ni siquiera seáis Don?

Rumata permanecía en silencio, mirando a Don Reba con expresión interesada. Este estaba pálido, se le veían unas venillas rojas en la nariz, y temblaba de excitación. Se notaban sus deseos de dar un puñetazo contra la mesa y gritar: «¡Lo sé, lo sé todo!». ¿Pero qué sabes tú, hijo de perra? Si supieras algo no podríais ni creerlo. ¡Adelante, habla: te escucho!

— Seguid — dijo Rumata -. Os estoy escuchando.

— Vos no sois Don Rumata — declaró Don Reba -. Sois un impostor — y al decir eso lo miró severamente -. Rumata de Estoria murió hace cinco años, y está enterrado en su panteón familiar. Y los santos hace ya mucho tiempo que dieron reposo a su alma que, a decir verdad, no estaba muy limpia de pecados. Bien, ¿vais a confesar solo, o necesitáis que os ayude? — Yo mismo lo confesaré todo — dijo Rumata tranquilamente -. Me llamo Rumata de Estoria, y no permito que nadie dude de mi palabra.

Veamos cómo resulta un poco de irritación, pensó Rumata. Es una lástima que me duela el costado: de otro modo hubiera podido dar más energía a mis palabras.

— Está visto que tendremos que continuar nuestra conversación en otro sitio — dijo Don Reba enojadamente. Su rostro se transformó. Desapareció de él la sonrisita agradable, sus labios se apretaron formando una dura línea recta, y la piel de su frente empezó a latir de una manera extraña y siniestra. Sí, pensó Rumata, es capaz de asustar a cualquiera.

— ¿Es verdad que padecéis hemorroides? — preguntó Rumata, como preocupándose por su salud.

Un relámpago pasó por los ojos de Don Reba, pero la expresión de su rostro no varió. Hizo como si no hubiera oído a Rumata.

— Habéis empleado mal a Budaj — dijo éste último -. Budaj es un magnífico especialista… ¿O debería decir eral — añadió significativamente.

Por los descoloridos ojos de Don Reba volvió a cruzar un relámpago. Oh, pensó Rumata; Budaj está vivo.

— Entonces, ¿os negáis a confesar? — dijo Don Reba.

— ¿A confesar qué?

— Que sois un impostor.

— Mi respetable Don Reba — dijo Rumata sentenciosamente -, esas cosas hay que demostrarlas. ¿No comprendéis que me estáis ofendiendo?

El rostro de Don Reba adoptó una expresión engañosamente dulzona.

— Mi querido Don Rumata… por el momento os llamaré así. No acostumbro a demostrar nada a nadie. Lo que haya que demostrar se demuestra en la Torre de la Alegría. Para eso mantengo a toda una serie de especialistas bien pagados que, valiéndose de la retorcedora de carne de San Mika, de la bota de Nuestro Señor, de las manoplas de la Mártir Pata o del asiento… perdón, del sillón de Totz el Conquistador, pueden demostrar todo lo que sea necesario: que existe Dios o que no existe, que la gente anda cabeza abajo o de lado… ¿Me comprendéis? Existe toda una ciencia que se dedica a esa clase de demostraciones. Entended, ¿para qué voy a molestarme en demostrar lo que sé perfectamente? Por otra parte, vuestra confesión no encierra ningún peligro.

— Para mí no — dijo Rumata -. Pero sí para vos.

Don Reba quedó un rato pensativo.

— Bien — dijo finalmente -, por lo visto voy a tener que empezar yo. Veamos en qué asuntos ha estado complicado el noble Don Rumata de Estoria durante los cinco años de su vida de ultratumba en el reino de Arkanar. Luego me explicaréis qué sentido tiene todo esto, ¿de acuerdo?

— No deseo prometeros nada de antemano — dijo Rumata -, pero os escucharé atentamente.

Don Reba, tras buscar en uno de los cajones de su mesa, extrajo un trozo de papel fuerte, levantó las cejas, lo miró y dijo:

— Como vos sabéis, yo, Ministro de Seguridad de la Corona de Arkanar, tomé ciertas medidas contra los llamados intelectuales, sabios y demás gente inútil y peligrosa para el Estado. Estas medidas tropezaron con una increíble reacción. Mientras todo el pueblo, de modo unánime, conservando su fidelidad al Rey y a las tradiciones de Arkanar, me ayudaba en todo, es decir, entregaba a los que se ocultaban, se tomaba la justicia por su mano y señalaba a los sospechosos que escapaban a mi atención, una fuerza desconocida pero enérgica nos quitaba de las manos a los delincuentes más importantes, más perversos y más repugnantes, y los llevaba fuera de las fronteras del Reino. De esta forma pudieron escapar el astrólogo ateo Baguir Kissenski; el alquimista Sinda, que como pudo demostrarse tenía relaciones con el espíritu del mal y con las autoridades de Irukán; el abominable panfletista y alterador del orden Tsurén, y otros muchos de menor rango. Así pudo ocultarse el brujo loco y mecánico Kabani. Alguien gastó montañas de oro intentando impedir que se cumpliera la voluntad del pueblo con relación a los espías y envenenadores sacrílegos, ex galenos de la corte de Su Majestad. También hubo alguien que, en unas circunstancias que hacen recordar al enemigo de la especie humana, liberó de sus guardianes al monstruo de la depravación, corruptor de almas populares y cabecilla de la insurrección campesina Arata el Jorobado. — Don Reba hizo una pausa, la piel de su frente se estremeció, y miró significativamente a Rumata. Este elevó sus ojos al techo y sonrió. Recordó el día en que se llevó a Arata el Jorobado valiéndose de un helicóptero. Los guardianes se quedaron alucinados al ver el aparato. Y a Arata le ocurrió lo mismo. Fue un buen golpe.