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Rumata se frotó perplejo la nuca. Aquello sí que era una buena sorpresa. De modo que para eso habían estado preparando el terreno aquellos desgraciados tenderos. ¡Eso sí era una provocación!

Don Reba reía triunfalmente.

— Aún no me he presentado realmente a vos — dijo, con la misma temblorosa voz de antes -. ¡Don Reba, Siervo del Señor, Obispo y Gobernador General de la Orden Sacra en la región de Arkanar!

Era de prever, pensó Rumata. Donde impera la gente gris, siempre acaban mandando las fuerzas negras de la reacción. ¡Oh, vosotros, sociólogos, qué varapalo merecéis! Rumata, con las manos a la espalda, empezó a balancearse sobre las puntas de los pies.

— Estoy cansado — dijo con repugnancia -. Quiero dormir un poco y lavarme con agua caliente para quitarme la sangre y las babas de vuestros matones. Mañana… mejor dicho, hoy… una hora después de la salida del sol, me pasaré por vuestra cancillería. La orden de libertad de Budaj deberá estar preparada.

— ¡Hay veinte mil como ésos! — gritó don Reba, señalando con la mano la ventana.

Rumata frunció el ceño.

— Hablad más bajo, por favor — dijo -. Y recordad, Don Reba, que sé perfectamente que vos no sois obispo ni nada parecido. Os estoy viendo como si fuerais transparente. Y por eso puedo deciros que no sois más que un traidor despreciable y un mal intrigante… — Don Reba se pasó la lengua por los labios al oír esto, y sus ojos se volvieron vidriosos -. Soy implacable — continuó Rumata -. Y responderéis con vuestra cabeza por cada infamia que se cometa contra mí y contra mis amigos. Tened presente cuánto os odio. Sin embargo, estoy dispuesto a soportaros si aprendéis a apartaros a tiempo de mi camino. ¿Está claro?

Don Reba improvisó una suplicante sonrisa y se apresuró a decir:

— Yo no deseo más que una cosa: que estéis conmigo, Don Rumata. Sé que no puedo mataros. No sé por qué, pero no puedo.

— Porque me teméis.

— Es posible. O porque vos seáis el diablo o el hijo de Dios. ¿Quién sabe? A lo mejor sois un hombre llegado de esos poderosísimos países ultramarinos que dicen que existen. No quiero ni asomarme a la sima de donde hayáis podido salir, porque la cabeza empieza a darme vueltas y temo incurrir en herejía. Pero a pesar de todo podría mataros en cualquier momento: ahora… mañana… ¿me entendéis?

— No me importa — dijo Rumata.

— Entonces, ¿qué es lo que os importa?

— No hay nada que me importe. Me gusta divertirme, eso es todo. No soy ni dios ni demonio. No soy más que el noble Don Rumata de Estoria, un alegre cortesano con muchos caprichos y no menos prejuicios, pero que está acostumbrado a ser libre en todos los sentidos. ¡Recordad bien esto!

Don Reba, recobrando su compostura, se limpió el sudor con el pañuelo e inició una amable sonrisa.

— Me gusta vuestra obstinación — dijo -. A fin de cuentas, también vos aspiráis a la implantación de unos ideales. Respeto estos ideales, aunque no los comprenda. Me siento satisfecho de nuestro cambio de impresiones. Tal vez llegue un día en que vos me deis a conocer vuestras opiniones, y no está excluido el que yo me vea obligado a cambiar las mías. Los hombres solemos cometer errores. Puede que yo esté equivocado, y que el fin al que aspiro no sea el que mejor merece que se trabaje por él con el celo y el desinterés con que lo estoy haciendo. Soy hombre de amplios horizontes, y esto me permite hacerme a la idea de que es probable que alguna vez trabaje con vos, hombro con hombro.

— Es probable — dijo Rumata, y se dirigió hacia la puerta. Cerdo asqueroso, pensó. Lo último que necesito es un colaborador así. ¡Y hombro con hombro!

La ciudad estaba aterrada. El rojizo sol del amanecer alumbraba lúgubremente las desiertas calles, las ruinas humeantes, los postigos arrancados y las puertas rotas. Los trozos de vidrio mezclados entre el polvo despedían reflejos sangrientos. Una nube de cuervos había caído sobre la ciudad, como si fuera un campo raso. Las plazoletas y las encrucijadas estaban tomadas por jinetes vestidos de negro que formaban parejas y tríos. Aquellos soldados vigilaban atentamente cualquier movimiento a través de las rendijas de sus capuchas, girando lentamente el cuerpo sobre sus cabalgaduras. De unos postes improvisados pendían sobre ya apagadas hogueras cuerpos carbonizados sujetos con cadenas. Parecía como si lo único que quedara vivo en la ciudad fueran los cuervos y aquellos asesinos enlutados.

Rumata recorrió la mitad del camino hasta su casa con los ojos cerrados. Le dolía horriblemente el magullado cuerpo, y no podía respirar bien. ¿Son acaso realmente hombres esos seres?, iba pensando. ¿Hay en ellos algo de humano? Mientras matan a unos en plena calle, otros permanecen escondidos en sus casas, esperando sumisamente a que llegue su turno. Y cada uno piensa: «que cojan a quien quieran, pero que no me toquen a mí». Los unos matan a sangre fría, y los otros tienen la sangre fría de esperar a que los maten. Esta sangre fría es lo más horrible. Hay diez personas, muertas de miedo, esperando dócilmente, y una sola que se acerca a ellas, elige su víctima, y la mata a sangre fría frente a las demás. Tienen el alma empañada, y cada hora de dócil espera se la ensucia mucho más. En este mismo momento, dentro de estas casas que parecen muertas, están naciendo canallas, delatores, criminales… porque millares de personas acobardadas para toda su vida están enseñando implacablemente a sus hijos a ser cobardes, y éstos harán lo mismo con los suyos, y así sucesivamente. No puedo más. Un poco más de esto, y me volveré loco o me convertiré en uno como ellos. Un poco más, y dejaré de comprender cuál es mi misión aquí. Tengo que descansar… tengo que volverle la espalda a todo esto, tengo que tranquilizarme.

«…a finales del año del Agua — así llamado en la nueva nomenclatura -, los procesos centrífugos en el antiguo Imperio se hicieron muy importantes. Aprovechando esta circunstancia, la Orden Sacra, que representaba los intereses de los grupos más reaccionarios de la sociedad feudal, y que aspiraba a detener a toda costa la disipación…» Pero, cuando escribáis esto, ¿quién de vosotros sabrá cómo olían los cuerpos de las personas quemadas en la hoguera? ¿Quién habrá visto a una pobre mujer desnuda, con el vientre rajado, tirada en medio de la calle? ¿Quién de vosotros, niños y niñas del futuro que miraréis estas lecciones en el estereovisor pedagógico de las escuelas de la República Comunista de Arkanar habrá contemplado ciudades en las que la gente calla mientras los cuervos graznan?

Algo duro y punzante apoyándose contra su pecho apartó a Rumata de estos pensamientos. Abrió los ojos y vio ante sí a un jinete negro. La punta de su larga pica, de ancha y afilada hoja en forma de sierra, era lo que empujaba su pecho. El jinete miró silenciosamente a Rumata a través de las rendijas de su capuchón. Por debajo de éste solamente se podía ver una boca de finos labios y una pequeña barbilla. Debo hacer algo, pensó Rumata. Pero, ¿qué? ¿Tirarlo del caballo? No. El jinete apartó despacio la pica para asestar el golpe. ¡Ah, sí! Rumata levantó con desgana su brazo izquierdo y tiró hacia arriba de la manga para dejar al descubierto el brazalete de hierro que le habían entregado al salir de palacio. El jinete lo miró, levantó la pica y lo dejó pasar.