— En nombre del Señor — dijo secamente el de a caballo, con una pronunciación rara.
— En nombre Suyo — refunfuñó Rumata, y siguió su camino, pasando junto a otro jinete que estaba intentando alcanzar con la pica la tallada figura de un alegre diablillo que había en la cornisa de una casa. Tras el postigo medio arrancado de una ventana del segundo piso se distinguió por unos momentos la silueta de un grueso rostro muerto de miedo. Debía ser el de alguno de aquellos tenderos que hasta hacía tres días gritaban: «¡Viva Don Reba!» mientras bebían cerveza, y oían placenteramente el resonar de las botas claveteadas machacando la calle. ¡Qué ignorancia!
¿Y qué le habrá ocurrido a mi casa?, pensó de repente, y aceleró el paso. El último trozo de calle lo pasó casi corriendo. La casa estaba intacta. En los escalones de la puerta estaban sentados dos monjes, con los capuchones echados hacia atrás y las mal afeitadas cabezas expuestas al sol. Cuando vieron llegar a Rumata se pusieron en pie.
— En nombre del Señor — dijeron al unísono.
— En Su nombre — respondió Rumata -. ¿Qué estáis haciendo aquí?
Los monjes hicieron una inclinación, poniendo las manos sobre sus vientres.
— Vos habéis llegado — dijo uno de ellos -, y nosotros nos vamos. — Bajaron los escalones, y se marcharon sin apresurarse, encorvados y con las manos metidas en las mangas de sus hábitos.
Rumata los siguió con la vista, y recordó cómo antes había visto miles de veces aquellas humildes figuras con sotanas negras. Pero antes no arrastraban por el polvo las vainas de sus grandes espadas. No caímos en la cuenta de ello, pensó. ¡Qué error! Cómo se divertían los nobles Dones cuando se encontraban con algún monje solitario: se colocaban uno a cada lado, y empezaban a contar historias obscenas. Y yo, idiota, me fingía borracho e iba tras ellos riéndome a carcajadas y alegrándome de que el Imperio no fuera víctima del fanatismo religioso. ¿Pero qué podía hacerse? Sí, ¿qué podía hacerse?
— ¿Quién es? — preguntó desde dentro una temblorosa voz.
— ¡Abre, Muga! ¡Soy yo! — dijo Rumata en voz baja.
Sonaron los cerrojos, se entreabrió la puerta, y Rumata entró en el vestíbulo. Vio que todo estaba como de costumbre y suspiró. El viejo Muga, tan respetuoso como siempre, se apresuró a. coger el casco y la espada.
— ¿Cómo está Kira?
— Se encuentra bien: está arriba.
— Magnífico — dijo Rumata, quitándose el tahalí -. Y Uno, ¿por qué no está aquí? Muga cogió el tahalí.
— Uno está muerto. Lo han matado. Está en el cuarto de la servidumbre.
Rumata cerró los ojos.
— ¿Uno muerto? ¿Quién ha sido?
Pero no esperó la contestación. Se dirigió casi corriendo al cuarto de la servidumbre. Uno estaba tendido sobre una mesa, cubierto hasta la cintura con una sábana. Tenía las manos entrelazadas sobre el pecho, los ojos abiertos y la boca deformada en una horrible mueca. Los criados rodeaban la mesa con las cabezas bajas, escuchando los susurros del monje sentado en un rincón. La cocinera gemía suavemente. Rumata, sin apartar la vista del muchacho, intentó desabrocharse el cuello del jubón. Los dedos no le obedecían.
— Canallas… — murmuró Rumata -. Todos ellos canallas…
Se tambaleó, se acercó a la mesa, miró a los ojos del muchacho, levantó un poco la sábana y la dejó caer de nuevo inmediatamente.
— Sí, es tarde… demasiado tarde. Ya no hay remedio. ¡Canallas…! Decid, ¿quién lo mató? ¿Los monjes?
Rumata avanzó hacia el monje del rincón, lo alzó en vilo y lo miró fieramente a la cara.
— ¡Di!, ¿quién lo mató? ¿Los vuestros? ¡Habla!
— No, no han sido los monjes — dijo Muga a sus espaldas -. Fueron los Grises.
Rumata siguió mirando al delgado rostro del monje, a sus pupilas que se iban dilatando poco a poco por el terror.
— En nombre del Señor — exhaló el monje, y Rumata lo soltó, se sentó a los pies del muerto y se echó a llorar. Lloraba con el rostro oculto entre las manos y escuchaba la voz monótona de Muga. Este le contó cómo, tras el toque de la segunda guardia, llamaron a la puerta en nombre del Rey, y Uno gritó que no abrieran. Pero a pesar de todo tuvieron que abrir, porque los Grises amenazaron con prenderle fuego a la casa. Entonces irrumpieron en el vestíbulo, maltrataron y ataron a los criados, y luego empezaron a subir las escaleras. Uno, que estaba junto a las puertas de los aposentos, empezó a disparar con las ballestas. Tenía dos y pudo disparar dos veces, pero una de ellas erró el tiro. Los Grises le lanzaron un cuchillo, y Uno cayó. Entonces lo arrastraron escaleras abajo, y comenzaron a darle patadas y a pegarle con las hachas. En aquel momento entraron en la casa los monjes, mataron a dos Grises, desarmaron a los demás, les echaron lazos al cuello y se los llevaron arrastrando por la calle.
Muga dejó de hablar, pero Rumata siguió aún bastante tiempo sentado, con los codos apoyados en la mesa, a los pies de Uno. Por fin se levantó peladamente, se limpió con la manga las lágrimas que humedecían su barba de dos días, besó al muchacho en la helada frente y, moviendo con dificultad las piernas, empezó a subir despacio las escaleras.
Estaba agotado por el cansancio y por la emoción que acababa de sufrir. Terminó de subir como pudo, atravesó la sala, se arrastró hasta su cama y se desplomó en ella boca abajo. Kira llegó corriendo. Rumata estaba tan rendido que ni siquiera pudo ayudarla mientras lo desnudaba. Ella se echó a llorar al verlo tan maltrecho, le quitó las botas, el destrozado uniforme y la cota de mallas metaloplástica, y su llanto aumentó de intensidad al contemplar cómo tenía el cuerpo. Rumata sentía dolor en todos los huesos, como si hubiera recibido una sobrecarga. Kira le frotó el cuerpo con una esponja empapada en vinagre. Sin abrir los ojos, Rumata empezó a sisear entre los encajados dientes.
— Podía haberle matado — musitó -. Sí, estaba a su lado. Hubiera podido aplastarlo con solo mis manos. ¿Qué vida es esta, Kira? Vámonos de aquí. Este experimentó se está llevando a cabo conmigo y no con ellos…
Ni siquiera se daba cuenta de que estaba hablando en ruso. Kira lo miró asustada, con los ojos llenos de lágrimas, y le dio un beso en la mejilla. Luego lo cubrió con una sábana vieja, puesto que Uno murió sin comprar las nuevas, y se apresuró a ir abajo para prepararle un poco de vino caliente. Rumata se sentó en la cama y, profiriendo quejidos por el dolor que sentía en todo el cuerpo, fue descalzo hasta el gabinete, abrió el cajón secreto de la mesa, buscó el botiquín y se tomó varias tabletas de sporamina. Cuando volvió Kira, con el humeante tazón sobre la pesada bandeja de plata, Rumata estaba de nuevo acostado de espaldas sobre la cama, mientras sentía cómo le iba desapareciendo el dolor y disminuyendo el zumbido de su cabeza, y cómo su cuerpo iba recuperando poco a poco las fuerzas. Tras beberse el contenido del tazón se sintió repuesto, llamó a Muga y le ordenó que preparara su ropa para vestirse.