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— No te vayas, Rumata — le dijo Kira -. No salgas. Quédate en casa.

— Tengo que irme, pequeña.

— Tengo miedo. Quédate. Pueden matarte.

— ¿Qué tonterías estás diciendo? ¿Por qué habrían de matarme? Todos me temen.

Ella se echó de nuevo a llorar. Lloraba en silencio, humildemente, como si temiera que él se enojara. Rumata la sentó sobre sus rodillas y acarició su cabello.

— Lo más horrible ya ha pasado — dijo -. Además, pronto nos iremos de aquí.

Ella se tranquilizó un poco y se apretó contra él. Muga estaba a su lado, indiferente, moviendo la cabeza y sosteniendo el calzón con cascabeles de oro para su amo.

— Pero antes de irnos hay que dejar arregladas muchas cosas aquí — prosiguió Rumata — Esta noche han matado a mucha gente. Hay que averiguar quién ha muerto y quién está vivo, y hay que ver la manera de salvar a los que están en peligro.

— Tu siempre ayudas a todos, pero ¿quién te ayuda a ti?

— El que ayuda a los demás es feliz. Y a nosotros también nos ayudan amigos muy poderosos.

— En estas circunstancias no puedo pensar en los demás — dijo ella -. Hoy has venido medio muerto. ¿Crees que no me he dado cuenta de que te han golpeado? Y a Uno lo han matado. ¿Qué estaban haciendo entonces tus poderosos amigos? ¿Por qué no impidieron esta matanza? No creo en lo que dices.

Intentó marcharse, pero él la sujetó con fuerza.

— Esta vez han llegado un poco tarde — dijo Rumata -. Pero esto no quiere decir que no se interesen por nosotros y no nos protejan. ¿Por qué hoy no me crees? Siempre me has creído. Tú misma dices que llegué medio muerto y… ¡mírame ahora!

— No quiero mirarte — dijo ella, ocultando su rostro -. No quiero volver a llorar.

— Veamos, ¿qué me han hecho? ¿Algunos arañazos? Eso no es nada. Lo peor ya ha pasado. Por lo menos para ti y para mí. Pero hay personas muy buenas, magníficas, para quienes aún perdura el terror. Tengo que ayudar a esas personas.

Kira dejó escapar un profundo suspiro, besó a Rumata en el cuello y se separó suavemente de él.

— Ven esta noche — suplicó -. ¿Vendrás?

— Sí, vendré. Vendré antes de la noche, y seguramente con alguien. Espérame a la hora de comer.

Kira se sentó en un sillón y contempló cómo él se vestía. Rumata se puso el calzón de los cascabelillos Muga tuvo que hincarse de rodillas ante él para abrocharle las múltiples hebillas y botones, se volvió a poner la cota de mallas sobre la camiseta limpia y, preocupado aún, dijo: — No te enojes, pequeña. Comprende que debo irme. ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¡No ir es imposible!

Ella se incorporó y dijo pensativa:

— ¿Sabes? hay veces que no llego a comprender por qué no me pegas.

Rumata, que en aquel instante se estaba abrochando una camisa de magnífica gorguera, se quedó atónito.

— ¿Qué quieres decir con esto? — preguntó -. ¿Acaso a ti se te podría pegar?

— Tú eres bueno — prosiguió ella, casi sin escucharle -. Pero eres aún mucho más: eres un hombre extraño. Algo así como un arcángel… Cuando tú estás a mi lado me siento valiente. Algún día te preguntaré una cosa. Ahora aún no, pero cuando todo esto haya pasado… ¿me contarás tu vida?

Rumata pareció no oírla. Muga le estaba ayudando a ponerse el jubón color naranja con lazos a rayas rojas. El se lo ajustó con repugnancia y se apretó el cinto.

— Sí — dijo por fin -. Alguna vez te lo contaré todo, pequeña.

— Entonces esperaré — dijo ella seriamente -. Y ahora vete y no me hagas caso.

Rumata se acercó a ella y le dio un fuerte beso en la boca con sus labios partidos. Luego se quitó el brazalete de hierro de la muñeca y se lo entregó.

— Ponte esto en el brazo izquierdo — le dijo -. No es probable que hoy vuelvan a venir por aquí, pero por si vinieran enséñales esto.

Ella lo siguió con la mirada mientras se iba, y él sabía perfectamente que se estaba diciendo a sí misma: «No sé si eres el diablo, un hijo de Dios o un hombre venido de los legendarios países ultramarinos, pero moriré si no regresas». Y Rumata le agradeció infinitamente aquel silencio porque, aún pese a él, le era tan difícil marcharse como si desde una verde y soleada orilla tuviera que arrojarse de cabeza al más inmundo de los albañales.

VIII

Para ir a la cancillería del Obispo de Arkanar evitando los encuentros con las patrullas de monjes, Rumata decidió hacer el recorrido pasando por las huertas y patios de las casas. Aquello le obligaba a pasar medio ocultándose por los angostos patinillos, enredándose con los trapos puestos a secar, metiéndose por los boquetes que había en las vallas, dejándose enganchados en sus clavos muchos de sus magníficos lazos y trozos de ricos encajes de Soán, y corriendo a cuatro patas por entre los sembrados de patatas. A pesar de todo ello, no pudo escapar al ojo avizor de las huestes negras. Al salir a una estrecha y retorcida calleja que daba a un muladar tropezó con dos monjes taciturnos y algo bebidos. Rumata intentó eludirlos, pero ellos sacaron sus espadas y le cerraron el paso. Echó mano a la empuñadura de su acero. Entonces los monjes improvisaron un silbato con tres dedos y empezaron a pedir auxilio. Rumata inició una retirada hacia el agujero de donde acababa de salir. Y en aquel instante salió de aquel mismo agujero un hombrecillo vivaracho, cuyo rostro no llamaba la atención, que rozó a Rumata con el hombro, corrió al encuentro de los monjes y les dijo unas palabras. Estos, sin aguardar más, arremangaron sus sotanas, dejando al descubierto sus largas piernas con medias lilas, y echaron a correr hasta ocultarse tras las casas más próximas. El hombrecillo los siguió sin volver la cabeza.

Está claro, pensó Rumata, es un espía guardaespaldas. Y por lo visto no se preocupa de ocultarse. Es obvio que el Obispo de Arkanar es previsor. Sería interesante saber qué teme más: que yo haga algo, o que me ocurra algo a mí. Rumata siguió al espía con la mirada, y luego torció hacia el lado que conducía al muladar. Este daba a la parte posterior de la cancillería del ex Ministerio de Seguridad de la Corona, y era de esperar que en él no hubiera patrullas.

El callejón estaba desierto, pero empezaba a oírse cómo rechinaban los postigos, golpeaban las puertas, lloraba un niño y cuchicheaban entre sí los vecinos. Tras una empalizada casi podrida asomó una cara flaca, cansada y negra de hollín, cuyos asustados ojos observaron fijamente a Rumata.

— Perdonad, noble Don, pero ¿no podríais decirme qué es lo que ocurre en la ciudad? Soy el herrero Kikus, apodado el Cojo. Tendría que ir a la herrería, pero tengo miedo.