— Será mejor que no vayas — aconsejó Rumata -. Esos monjes no se andan con bromas. Ya no hay Rey. Quien manda es Don Reba, que ahora es el Obispo de la Orden Sacra. Así que lo mejor que puedes hacer es quedarte en casa y mantener la boca cerrada.
A cada palabra de Rumata, el herrero asentía con la cabeza, mientras sus ojos se iban llenando de tristeza — y desesperación.
— La Orden, decís — susurró el herrero -. ¡Oh, infiernos!… Perdonad. La Orden… ¿quiénes son, los Grises?
— No — respondió Rumata, mirándolo con interés -. Los Grises han sido eliminados. Son los monjes.
— ¡San Miki! ¿Así que también a los Grises? ¡Vaya con la Orden! No está mal el que hayan acabado con los Grises, pero, noble Don… ¿qué será de nosotros? ¿Podremos arreglárnoslas con la Orden?
— ¿Y por qué no? — dijo Rumata -. La Orden también necesita comer y beber. ¡Por supuesto que os las arreglaréis!
El herrero pareció algo más animado.
— Yo también creo que podremos arreglárnoslas — dijo -. Lo principal es no tocar a nadie para que nadie te toque a ti, ¿no os parece, noble Don?
Rumata negó con la cabeza.
— Creo que no — dijo -. Al que no toca a nadie es al que suelen matar primero.
— También es cierto — suspiró el herrero -. ¿Pero qué puede uno hacer? Estoy más solo que un espárrago, y tengo a ocho mocosos colgados de mis pantalones. ¡Madrecita, si por lo menos hubieran matado a mi maestro! Era oficial de los Grises, ¿sabéis? ¿Creéis que es posible que lo hayan matado? Le debía cinco piezas de oro.
— No sé — dijo Rumata -. Puede que lo hayan matado. Pero debes pensar en otras cosas, herrero. Dices que estás más solo que un espárrago, y sin embargo en la ciudad hay diez mil espárragos como tú.
— ¿Y?
— Pues eso: piénsalo — respondió disgustado Rumata, y siguió su camino.
No va a pensar en nada, rezongó. Todavía es pronto para que empiecen a pensar. Y parece que no tendría que haber nada más fáciclass="underline" diez mil herreros como este, armados de un poco de valor, serían capaces de machacar a cualquiera. Pero aún les falta coraje. No tienen otra cosa que miedo. Cada uno piensa únicamente en sí mismo, y tan solo Dios piensa en todos.
Unos arbustos de saúco que había al final de una manzana de casas se movieron repentinamente, y de entre ellos salió al callejón la gruesa figura de Don Tameo. Cuando vio a Rumata lanzó una exclamación de júbilo y, con paso poco firme, fue a su encuentro con los brazos abiertos y las manos manchadas de tierra.
— ¡Noble Don Rumata! — gritó -. ¡Qué alegría! Por lo que veo, también vos vais a la cancillería.
— Efectivamente — respondió Rumata, eludiendo el abrazo.
— ¡Permitidme que os acompañe!
— Es un honor.
Se hicieron mutuas y múltiples reverencias. Era obvio que Don Tameo había empezado a beber el día anterior, y hasta aquel momento aún no se había podido contener. Para que no cupiera ninguna duda al respecto sacó de su amplísimo calzón un frasco de vidrio tallado.
— ¿Queréis, noble Don? — le ofreció respetuosamente a Rumata.
— No gracias; que os aproveche.
— Es ron — insistió Don Tameo -. Ron de verdad, de la metrópoli. Me costó una pieza de oro.
Mientras hablaban descendieron al muladar y, tapándose las narices, cruzaron por entre los montones de basura, perros muertos y charcos hediondos repletos de gusanos blancos. En el aire matutino se oía el ininterrumpido zumbar de miríadas de moscas color esmeralda.
— Es raro — dijo Don Tameo, tapando el frasco -. Es la primera vez que paso por aquí.
Rumata no respondió.
— Siempre sentí admiración por Don Reba — prosiguió Don Tameo -. Estaba convencido de que al final derrocaría al despreciable monarca, nos trazaría nuevos caminos y abriría ante nosotros nuevas perspectivas — y al decir esto, Don Tameo, que ya iba bastante sucio, metió un pie en un profundo charco de aguas amarillo — verdosas y tuvo que sujetarse a Rumata para no caerse dentro -. ¡Sí! — continuó entusiásticamente, una vez hubo pisado nuevamente tierra firme -. Nosotros, la joven aristocracia, siempre estaremos con Don Reba. ¡Por fin ha llegado la indulgencia que esperábamos! Figuraos, Don Rumata: llevo ya una hora entera andando por callejuelas y huertas, y aún no he visto ni a un solo cerdo Gris. Hemos barrido la escoria Gris de la faz de la tierra. ¡Qué bien se respira ahora en este Arkanar renacido! En lugar de los zafios insolentes, de los cínicos tenderos y de los patanes, en las calles tan solo se ven ahora siervos del Señor. Algunos aristócratas se pasean ya abiertamente por delante de sus casas, sin temor a que cualquier ignorante con un mandil emboñigado los pueda salpicar con su roñoso carro. Ya no hay que abrirse paso entre los carniceros y los drogueros de ayer. Protegidos por la bendición de la gran Orden Sacra (a la que yo siempre tuve un gran respeto y, no quiero ocultarlo, un gran cariño), llegaremos a un florecimiento nunca visto, y entonces ningún patán se atreverá a mirar a un noble Don sin un permiso especial firmado por el Inspector Provincial de la Orden. Estoy pensando precisamente en presentar una memoria al respecto…
— ¡Qué hedor! — gruñó Rumata.
— Sí, es algo terrible — asintió Don Tameo, volviendo a tapar el frasco -. Y sin embargo, ¡qué bien se respira en el Arkanar renacido! Y el precio del vino ha bajado a la mitad…
Don Tameo consiguió dejar seco el frasco antes de que llegaran a la cancillería. Lo tiró al aire, y aquello lo puso muy contento. Se cayó dos veces, con la particularidad de que la última no quiso limpiarse, puesto que, según dijo, era un gran pecador, sucio por naturaleza, y como tal debía presentarse. De vez en cuando recitaba a gritos su memoria:
— ¿No creéis que está bien expresado? — exclamaba -. Ved, por ejemplo, esta frase, queridos nobles Dones: «para que los hediondos paletos…» ¡Qué brillante idea, ¿eh?!
Cuando llegaron al patio trasero de la cancillería, Don Tameo se abrazó al primer monje que vio y, bañado en lágrimas, empezó a pedirle que le absolviera de todos sus pecados. El monje hacía esfuerzos por quitarse de encima a aquel loco que lo estaba asfixiando, e incluso intentó silbar pidiendo ayuda, pero Don Tameo se aferró a su sotana y ambos rodaron por el suelo, sobre un montón de desperdicios. Rumata se alejó, mientras a sus espaldas oía un silbido intermitente y unos gritos desaforados:
— ¡Para qué los hediondos paletos…! ¡La bendición…! ¡De todo corazón…! ¡Sentía cariño!, ¿entiendes, animal? ¡Cariño!
En la plaza que había delante de palacio, a la sombra de la cuadra de la Torre de la Alegría, se encontraba ahora un destacamento de monjes a pie armados con mazas herradas. Los cadáveres habían desaparecido. El viento matutino levantaba en la plaza columnas de polvo amarillento. Bajo el amplio tejado cónico de la torre los cuervos graznaban y se peleaban entre sí. La torre había sido construida hacía doscientos años por un antepasado del difunto Rey, con fines exclusivamente militares. Tenía unos sólidos cimientos divididos en tres pisos, que servían de almacenes de víveres para caso de sitio. Con el tiempo, la torre fue convertida en prisión. Pero durante un terremoto los techos se derrumbaron y hubo que trasladar la cárcel a los sótanos. Antes de que aquello ocurriera, una de las reinas de Arkanar se quejó a su augusto esposo de que los lamentos de los torturados que le llegaban desde la torre le impedían divertirse convenientemente. El Rey dio entonces orden de que durante todo el día una banda militar tocase música alegre en la torre. Fue entonces cuando recibió su actual nombre. Desde hacía mucho tiempo la torre no era más que su esqueleto de piedra, y las cámaras de tortura habían sido trasladadas a los pisos más profundos de los sótanos, y ya no tocaba ninguna banda, pero los habitantes de la ciudad seguían llamándola la Torre de la Alegría.