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Por lo general, los alrededores de la torre siempre estaban desiertos. Pero aquel día reinaba allí una gran agitación; a la torre eran conducidos, llevados o arrastrados milicianos Grises con los uniformes destrozados, vagabundos piojosos y harapientos, ciudadanos medio desnudos y aterrorizados, mujeres que gritaban como desesperadas, y bandas enteras de desharrapados del ejército nocturno. Al mismo tiempo, por algunas de las salidas secretas sacaban con ganchos cadáveres, los echaban en carros y se los llevaban de la ciudad. Una cola larguísima de nobles y ciudadanos acomodados, que salía de la puerta abierta de la cancillería, presenciaba llena de pánico y confusión aquella escena.

En la cancillería dejaban entrar a todo el mundo, y a alguno lo llevaban escoltado. Rumata consiguió entrar a empujones. Dentro, el aire era irrespirable. Tras una mesa, sobre la que había muchas listas, estaba sentado un funcionario de rostro amarillo — grisáceo. Llevaba una pluma de ganso sujeta tras la oreja derecha. El solicitante de turno, el noble Don Keu, se atusó el bigote y dio su nombre.

— ¡Quitaos el sombrero! — dijo el funcionario, sin levantar la vista de los papeles.

— Los Keu pueden permanecer cubiertos incluso ante el Rey — dijo orgullosamente Don Keu.

— Ante la Orden nadie puede permanecer cubierto.

Don Keu enrojeció, su rostro hirvió de ira, pero se quitó el sombrero. El funcionario pasó su uña larga y amarilla por la lista.

— Keu… Keu… — iba susurrando -. Keu… ¿Calle Real, número doce?

— Sí — respondió Don Keu con voz irritada.

— Número cuatrocientos ochenta y cinco, hermano Tibak. El hermano Tibak, que estaba sentado en la mesa de al lado, orondo y rojo por el asfixiante calor, buscó en sus papeles, se secó el sudor de su calva, se levantó y leyó monótonamente:

— «Número cuatrocientos ochenta y cinco. Don Keu, Calle Real, número doce. Por difamación del nombre de su ilustrísima el Obispo de Arkanar Don Reba, producida en el baile de palacio, hace dos años, recibirá tres docenas de azotes en las partes blandas, previamente desnudadas, y además besará los zapatos a Su Ilustrísima.»

El hermano Tibak se sentó.

— Seguid por este pasillo — dijo el funcionario -. Los azotes los recibiréis a la derecha. Los zapatos están a la izquierda. ¡El siguiente!…

A Rumata le sorprendió enormemente que Don Keu no protestase. Por lo visto, mientras permanecía en la cola, había presenciado cosas peores. Don Keu carraspeó con dignidad, se atusó el bigote, y echó a andar por el pasillo. El siguiente, el abotagado gigante que era Don Pifa, ya se había quitado el sombrero.

— Pifa… Pifa… — murmuró el funcionario, mientras recorría la lista con el dedo -. ¿Calle de los Lecheros, número dos?

Don Pifa profirió un sonido gutural.

— Número quinientos cuatro, hermano Tibak.

El hermano Tibak volvió a secarse el sudor y se puso en pie.

— «¡Número quinientos cuatro, Don Pifa, Calle de los Lecheros, número dos — leyó -. No tenéis culpas ante Su Ilustrísima. Por consiguiente, estáis limpio.»

— Don Pifa — dijo el funcionario -, tomad el símbolo de la purificación. — Mientras hablaba, tomó de un baúl que había junto a su sillón un brazalete de hierro y se lo entregó a Don Pifa -. Ponéoslo en el brazo izquierdo, y mostradlo cuando os lo requieran los soldados de la Orden. ¡El siguiente!… Don Pifa profirió otro sonido gutural y se alejó, mirando el brazalete. El funcionario ya estaba murmurando el siguiente nombre.

Rumata le echó una ojeada a la cola. Había allí muchos conocidos. Algunos estaban ricamente vestidos, como de costumbre, y otros se hacían los pobres, pero todos ellos estaban increíblemente manchados de barro. Hacia la mitad de la cola, Don Sera, en voz alta y por tercera vez durante los últimos cinco minutos, estaban diciendo:

— ¡No veo por qué razón un noble Don no puede recibir un par de azotes de parte de Su Ilustrísima!

Rumata esperó a que enviaran al siguiente pasillo adelante (un pescadero bastante conocido: cinco azotes, sin besos, por su forma de pensar poco entusiasta), y entonces se abrió paso hasta la mesa y, sin andarse con rodeos, puso la mano sobre el montón de papeles que el funcionario tenía delante.

— Perdón — dijo -. Vengo a por la orden de libertad del doctor Budaj. Soy Don Rumata.

— Rumata… Rumata… — empezó a susurrar el funcionario, apartando la mano de Rumata y pasando su uña por la lista.

— ¿Qué estás haciendo, chupatintas? — exclamó Rumata -. ¿Acaso no me has oído? ¡Vengo a por la orden de libertad del doctor Budaj!

— Rumata… Rumata… — parar aquella máquina era algo imposible -. Aquí está. Calle de los Caldereros, número ocho. El número dieciséis, hermano Tibak.

Rumata notó cómo a sus espaldas todo el mundo contenía la respiración. A decir verdad, tampoco él se sentía muy a gusto. El hermano Tibak, rojo y sudoroso, se puso en pie.

— «Número dieciséis, Don Rumata, Calle de los Caldereros, número ocho — recitó -. Por sus extraordinarios servicios a la Orden se le expresa el agradecimiento personal de Su Ilustrísima y se le autoriza a recibir la orden de libertad del doctor Budaj, según la cual puede disponer de él como le plazca. Formulario seis-diecisiete-once.»

El funcionario sacó inmediatamente una hoja de debajo de las listas y se la entregó a Rumata.

— Id a la puerta amarilla que hay en el segundo piso, habitación seis; seguid recto por el corredor, primero a la derecha, después a la izquierda. ¡El siguiente!…

Rumata echó un vistazo al formulario, y vio que no era la orden de libertad de Budaj sino el permiso para obtener un pase para el departamento especial número cinco de la cancillería, donde debería recibir otro pase para el Secretariado de Negocios Secretos.

— ¿Qué me has dado, alcornoque? — gritó Rumata -. ¿Dónde está la orden?