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— En la puerta amarilla que hay en el segundo piso, habitación seis, derecho por el corredor, primero a la derecha y luego a la izquierda — repitió el funcionario.

— ¡Te estoy preguntando dónde está la orden!

— ¡No sé, no sé…! ¡El siguiente!…

Rumata oyó que alguien resoplaba al lado mismo de su oreja, y sintió que algo blando y caliente se apoyaba en su espalda. Era Don Pifa, acercándose de nuevo a la mesa.

— ¡No me cabe! — dijo con voz chillona.

El funcionario lo miró turbiamente.

— ¿Nombre? ¿Título? — preguntó.

— ¡Que no me cabe! — repitió Don Pifa, mostrando el brazalete, en el cual apenas si le cabían tres dedos.

— No le cabe, no le cabe… — murmuró el funcionario, y cogió un enorme libro que estaba en la parte derecha de la mesa. El libro tenía un aspecto imponente, y sus negras pastas estaban manchadas de grasa. Don Pifa se inmovilizó por unos segundos, mirando el libra, luego dio un paso atrás y, sin decir palabra, se dirigió hacia la puerta. Los que estaban en la cola empezaron a gritar: «¡Más aprisa! ¿Cuánto tiempo vamos a permanecer aquí?» Rumata también se alejó de la mesa. Vaya lodazal, pensó. Os daría… Pero el funcionario ya había encontrado lo que buscaba, y empezó a mascullar -: Si el antes indicado símbolo no cabe en la mano izquierda del purificado, o si éste no tiene mano izquierda…

Rumata se coló tras la mesa, metió ambas manos en el baúl lleno de brazaletes, cogió un puñado todos los que pudo, y se retiró.

— ¡Hey! — gritó el funcionario con voz inexpresiva -. ¿Cómo os atrevéis…?

— En nombre del Señor — dijo Rumata seriamente.

El funcionario y el hermano Tibak se pusieron de pie como lanzados por un muelle, y respondieron en desacuerdo:

— En nombre Suyo.

Los de la cola miraron a Rumata con envidia y admiración.

Rumata salió de la cancillería y se dirigió a paso lento hacia la Torre de la Alegría. Por el camino fue colocándose los brazaletes en el brazo izquierdo. Sólo le cupieron cinco de los nueve que había tomado, de modo que se encajó los demás en el brazo derecho. El Obispo de Arkanar quería rendirme por el cansancio, iba pensando, pero no se va a salir con la suya. Como los brazaletes sonaban a cada paso, y Rumata llevaba en la mano, de forma bien visible, un papel de aspecto tan imponente como la hoja seis — diecisiete — once, con sus llamativos sellos multicolores, todos los monjes, tanto los de a pie como los de a caballo, que se encontraba a su camino se apartaban apresurada y respetuosamente para dejarle paso. Entre la gente se veía de vez en cuando, a una distancia prudencial, al espía guardaespaldas. Rumata, que golpeaba despiadadamente con la vaina de la espada a los distraídos que se le cruzaban, llegó a la puerta de la torre, le lanzó un bufido a un guardián que quiso interponerse y, tras cruzar el patio, empezó a bajar por unas escaleras resbaladizas, melladas y mal alumbradas por unas humeantes antorchas. Allí empezaba el sánela sanctorum del ex Ministro de Seguridad de la Corona, es decir, la prisión real y las cámaras de tortura.

Los corredores eran abovedados y estaban iluminados por pestilentes antorchas que, cada diez pasos, surgían de unos huecos herrumbrosos practicados a las paredes. Bajo cada antorcha había una puertecilla negra con un ventanuco enrejado. Aquellas puertas eran la entrada de los calabozos y estaban cerradas por fuera con fuertes cerrojos de hierro. Los corredores estaban llenos de gente que se empujaba, corría, gritaba y daba órdenes. Se oían chirridos de cerrojos y portazos. Estaban golpeando a alguien, y el desgraciado se desgañitaba chillando. A otro lo llevaban a rastras, pese a su resistencia. A un tercero intentaban meterlo en un calabozo que ya estaba lleno hasta lo imposible. A un cuarto intentaban sacarlo de otro calabozo, mientras él gritaba como un desesperado: «¡No soy yo, no soy yo!», y se agarraba a los otros presos. Los rostros de los monjes eran diligentes y crueles. Todos tenían prisa, todos estaban haciendo algo importante para el Estado. Rumata, que quería comprender el cómo y el porqué de lo que allí estaba ocurriendo, fue pasando de un corredor a otro, bajando cada vez más. En los pisos inferiores no había tanto bullicio. A juzgar por las conversaciones, allí era donde hacían sus prácticas y se examinaban los alumnos de la Escuela Patriótica. Junto a las puertas de las cámaras de tortura formaban grupos aquellos ignorantes medio desnudos, anchos de pecho, con mandiles de cuero, que hojeaban unos grasientos manuales y de vez en cuando iban a beber agua a un gran depósito. Junto al depósito había una jarra atada con una cadena. De las cámaras surgían horribles gritos, se oían golpes, olía a quemado. Los alumnos se daban explicaciones los unos a los otros.

— El rompehuesos tiene arriba un tornillo así, ¿no? Pues se ha roto. ¿Qué culpa tengo yo de que se haya roto? Pero él me ha echado a empujones, gritándome: «¡Eres estúpido hasta la médula de los huesos! ¡Ve a que te den cinco azotes donde corresponde, y luego vuelve!».

— Habría que saber quién es el que azota. Igual es también un estudiante que hace prácticas. Entonces podríamos ponernos de acuerdo, reunir entre todos unas monedas y dárselas.

— Las Botas del Señor se ponen en los pies, son más anchas y tienen cuñas, mientras que las Manoplas del Mártir son para las manos y tienen tornillos, ¿comprendes?

— ¡Qué risa, hermanos! Entro, miro a ver quién es el que está en las cadenas, y ¿quién pensáis que es? Pues nada menos que Fica el Pelirrojo, el carnicero de mi calle, el que me tiraba de las orejas cada vez que estaba borracho. Te caíste, pensé: ahora vas a ver como también yo sé divertirme.

— ¿Y Pékora Guba? Desde que esta mañana se lo llevaron los monjes no ha vuelto. Ni siquiera ha venido a las prácticas.

— Pues yo tenía que trabajar en la retorcedora de carne, pero… Bueno, me dio la chaladura de darle con una palanqueta en un costado, y le rompí una costilla. El padre Kin, que se da cuenta de lo ocurrido va, me coge por las patillas, y me da un sacrosanto puntapié con la bota en la mismísima punta de la rabadilla… Os juro que vi las estrellas de verdad, hermanos. ¡Cómo me dolió! Y entonces me dijo: «¿Acaso quieres estropearme el material?»

Mirad, mirad, amigos míos, pensaba Rumata, girando despacio la cabeza a uno y otro lado para que el objetivo de su frente captara todos los detalles. Esto no es la teoría. Esto aún no lo ha visto nadie en la Tierra. Mirad, mirad, grabadlo para vuestros documentales históricos… y daos cuenta de lo que vale nuestra época, y rendid homenaje a la memoria de los que tuvieron que pasar por todo esto. Mirad estas caras jóvenes, obtusas, indiferentes, acostumbradas a todas las ferocidades, y no desviéis la vista a otra parte, porque vuestros propios antepasados no eran mejores que éstos.

Una docena de pares de ojos hartos de ver se fijaron en Rumata.

— ¡Hey, mirad, un noble Don! Está blanco…

— ¡Ja!… Claro, los nobles no están acostumbrados…

— En estos casos dicen que hay que darles agua, pero la cadena es corta…