— No te preocupes, ya se le pasará.
— Si me tocara uno así… Estos contestan a todo lo que les preguntas.
— Hey, hermanos, hablad más bajo, no se vaya a irritar con nosotros. Mirad cuantos brazaletes. Y papeles…
— Nos está mirando. Vámonos de aquí, hermanos. Por lo que pueda ocurrir…
Todo el grupo empezó a retroceder, hasta fundirse en la oscuridad, desde donde siguieron mirando con sus ojos de arañas al acecho. Bueno, basta ya, pensó Rumata, y se dispuso a agarrar por la sotana al primer monje que pasase. En aquel momento vio a tres, no andando de aquí para allá sino ocupados en una tarea muy concreta: apalear a un verdugo que, por lo visto, no estaba realizando su trabajo a conciencia. Rumata se acercó a ellos.
— En nombre del Señor — dijo en voz baja, pero haciendo sonar sus brazaletes.
Los monjes bajaron sus garrotes y lo miraron.
— En nombre Suyo — respondió el más alto de los tres.
— Llevadme al carcelero de guardia — exigió Rumata. Los monjes se miraron unos a otros. El verdugo aprovechó la ocasión para desaparecer discretamente.
— ¿Y para qué lo queréis? — preguntó el monje alto.
Rumata levantó el papel sin decir palabra, lo mantuvo un buen rato ante los ojos del monje, y luego lo volvió a bajar.
— Ah, sí — dijo entonces el monje, que obviamente no había comprendido nada de lo que decía el papel -. Yo soy el carcelero de guardia.
— Perfectamente — dijo Rumata, y enrolló el papel -. Yo soy Don Rumata. Su Ilustrísima me ha entregado al doctor Budaj. Id a por él y traédmelo.
El monje se metió la mano bajo el capuchón y se rascó a placer.
— ¿Budaj? — dijo pensativo -. ¿Qué Budaj? ¿El corruptor de menores?
— No — dijo otro monje -. El corruptor es Rudaj. Además, lo sacaron anoche. El propio padre Kin le quitó los hierros y se lo llevó fuera. Yo…
— ¿Pero qué estupideces son esas? — bramó Rumata, golpeándose la cadera con el papel -. ¡Budaj! ¡El que envenenó al Rey!
— ¡Ah!… — exclamó el carcelero -. Ya sé. ¡Pero seguramente ya debe haber sido empalado! Hermano Pakka, ve al calabozo número doce y mira. ¿Os lo vais a llevar? — preguntó, dirigiéndose a Rumata.
— Por supuesto. Es mío,
— Entonces deberéis entregarme ese papel. Hay que incluirlo en el legajo.
Rumata le dio el papel. El carcelero le dio varias vueltas, mirando los sellos, y exclamó admirado:
— ¡Hay que ver cómo escribe la gente! Bien, noble Don, aguardad un momento: nosotros tenemos que cumplir con nuestro trabajo. ¡Hey! ¿Dónde se ha metido el maldito ese?
Los monjes empezaron a buscar al verdugo. Rumata se alejó de ellos. Finalmente lo encontraron, lo extrajeron de detrás del depósito de agua donde se había ocultado, lo volvieron a tender en el suelo y siguieron dándole de palos, con diligencia pero sin excesiva crueldad. Al cabo de cinco minutos apareció el monje que había ido a por Budaj. Arrastraba tras él, tirando de una cadena, a un anciano flaco, completamente cano, vestido de negro.
— ¡Aquí tenéis a Budaj! — gritó alegremente el monje, desde lejos -. Como veis, aún no lo habían empalado. Está un poco débil, es cierto, pero aún está vivo y sano. Claro que debe tener hambre desde hace no sé cuanto tiempo.
Rumata avanzó a su encuentro, arrebató la cadena de manos del monje y la soltó del cuello del anciano.
— ¿Sois Budaj el irukano?
— Sí — dijo el viejo, mirando desconcertado a su alrededor.
— Yo soy Rumata de Estoria. Seguidme. No os detengáis. — Se giró hacia los monjes y dijo -: En nombre del Señor.
El carcelero enderezó el espinazo, dejó caer una vez más el garrote y respondió con dificultad,:
— En nombre Suyo.
Rumata miró a Budaj, y vio que el pobre viejo se apoyaba en la pared y apenas si podía tenerse en pie.
— Me siento mal — dijo, haciendo una mueca dolorosa que pretendía ser una sonrisa -. Perdonad, noble Don.
Rumata lo sostuvo por debajo del brazo y se lo llevó medio a rastras. En cuanto estuvieron fuera del alcance de la vista de los monjes, sacó una pastilla de sporamina y se la dio a Budaj. Este la miró con desconfianza.
— Tragadla — dijo Rumata -. Os sentiréis mejor inmediatamente.
Budaj, sin dejar de apoyarse en la pared, cogió la tableta, la miró, la olisqueó, levantó sus peludas cejas, abrió la boca y la probó con la punta de la lengua.
— Tragadla sin temor — dijo Rumata, sonriendo.
Budaj obedeció.
— Mmmm… — dijo -. Yo pensaba saberlo ya todo acerca de medicinas. — Calló, prestando atención a las sensaciones que iba experimentando -. Interesante. ¿Qué es, bazo disecado de jabalí? Pero no, no sabe a putridez.
— Vamos — dijo Rumata.
Siguieron por el corredor, subieron una escalera, pasaron por otro corredor y subieron otra escalera. Y de repente, Rumata se detuvo como si lo hubieran clavado en el suelo. Un rugido profundo y familiar conmovió las bóvedas de la prisión. En las entrañas de la cárcel, gritando a voz en cuello, lanzando maldiciones monstruosas, blasfemando, insultando a la Orden Sacra, a Don Reba y a muchas cosas más, se hallaba su buen amigo el barón de Pampa, señor de Bau, Suruga, Gatta y Arkanar. También has caído, pensó Rumata apesadumbrado, Me había olvidado de ti. Mientras que tú, en mi caso, no te hubieras olvidado de mí. Se quitó dos brazaletes, se los puso a Budaj en sus flacas manos y le dijo:
— Id subiendo, pero no salgáis más allá de la puerta. Esperadme en algún sitio apartado. Si alguien os dice algo, mostrad estos brazaletes y comportaos insolentemente.
El barón de Pampa seguía rugiendo como un rompehielos atómico entre las nieblas polares. Su ronco eco se repetía en las bóvedas. La gente que había en los corredores se inmovilizó, escuchando con veneración aquellos improperios. Muchos se santiguaron para alejar a los espíritus del mal. Rumata bajó a toda prisa dos tramos de escalera, arrollando a los monjes que encontraba a su paso, atravesó como un rayo el montón de alumnos de la Escuela Patriótica, y de un puntapié abrió de par en par la puerta de la cámara de donde surgían los gritos. A la vacilante luz de las antorchas distinguió a su amigo Pampa. El poderoso barón estaba atado a la pared, manos y piernas en cruz, cabeza abajo. Su rostro estaba ya negro por la afluencia de sangre. Tras una destartalada mesa se hallaba sentado un funcionario, tapándose los oídos, mientras un verdugo, reluciente de sudor y con aspecto de sacamuelas, revolvía en una palangana de hierro unas rechinantes herramientas.
Rumata cerró cuidadosamente la puerta, se acercó al verdugo por detrás, y le golpeó la cabeza con la empuñadura de la espada. El verdugo dio media vuelta, se llevó las manos a la cabeza y cayó sentado en la palangana. Rumata desenvainó entonces la espada y de un tajo hendió la mesa y los papeles que tenía delante el funcionario. Tras esto, todo quedó tranquilo. El verdugo siguió sentado en su palangana, hipando en silencio, y el funcionario demostró su gran agilidad corriendo a cuatro patas hasta el rincón más alejado de la celda y acurrucándose allí. Rumata se acercó al barón, que lo estaba mirando entusiasmado desde su posición invertida, agarró las cadenas que sujetaban sus piernas, dio un par de tirones y las arrancó de la pared. Luego puso cuidadosamente los pies del barón en el suelo. El barón dejó de rugir, se quedó unos instantes inmóvil en una postura extraña, y de repente dio un fuerte tirón y liberó sus manos.