— ¿Puedo creer — bramó de nuevo, mientras sus ojos inyectados en sangre giraban locamente — que sois realmente vos, mi noble amigo? ¡Por fin os encontré!
— Sí, soy yo — dijo Rumata -. Vámonos de aquí, amigo mío. Este no es sitio para vos.
— ¡Cerveza! — rugió el barón -. Por aquí había cerveza. — Empezó a buscar por la cámara, arrastrando las cadenas y sin dejar de hacer ruido -. ¡Durante media noche estuve recorriendo la ciudad! Estos malditos me dijeron que os habían arrestado, y he matado a un montón de gente. Estaba seguro de que os encontraría en esta prisión. Y efectivamente…
Se acercó al verdugo y, de un manotazo, lo apartó a él y a la palangana como si fueran una pluma. Allí estaba el barrilito de cerveza. El barón lo desfondó de un puñetazo, lo levantó en vilo, echó hacia atrás la cabeza e inclinó el barril. Un caudaloso chorro de cerveza inundó su garganta. Un espectáculo encantador, pensó Rumata, mirando admirativamente al barón. Parece un toro, pero me estuvo buscando toda la noche, me quería salvar, y seguramente vino a esta cárcel por su propio pie creyendo que me encontraría aquí. Sí, pese a todo aún quedan en este mundo verdaderas personas, maldita sea… ¡y afortunadamente todo ha terminado bien!
El barón vació el barrilito y lo arrojó al rincón donde se hallaba el funcionario temblando estrepitosamente. Se oyó un chillido de rata.
— Como podéis ver — dijo el barón, limpiándose las barbas con una mano -, ya estoy en condición de seguiros. ¿No importa que esté en cueros?
Rumata miró a su alrededor, se fue hacia el verdugo y le quitó el mandil.
— Poneos esto por ahora.
— Lleváis razón. No estaría bien presentarme ante la baronesa en esta forma.
Por fin salieron de la cámara. No hubo nadie que se atreviera a cerrarles el paso. El corredor iba quedando vacío veinte pasos por delante de ellos.
— Los voy a hacer pedazos — iba rugiendo el barón -. ¡Han ocupado mi castillo! ¡Y han puesto allí a un tal padre Arima! No sé de quién será padre, pero juro por Dios que sus hijos van a convertirse en huérfanos muy pronto. Maldita sea… ¿No os parece, querido amigo, que estos techos son demasiado bajos? Me he desollado la coronilla. Así llegaron al último tramo de escaleras y, sin más contratiempos, lo subieron y salieron a la torre. El espía guardaespaldas se dejó ver un instante y desapareció entre el gentío. Rumata vio a Budaj y le hizo una seña para que le siguiese. La gente que había junto a la puerta se apartó como si hubiera sido cortada con el filo de una espada. Unos gritaban que había escapado un peligroso reo del Estado, otros decían: «¡Ahí va el Diablo Desnudo, el célebre verdugo descuartizador estoriano!».
El barón llegó hasta la mitad de la plaza y se detuvo. El sol le molestaba en los ojos. Había que darse prisa. Rumata echó una ojeada a su alrededor.
— Mi caballo tiene que estar por aquí — dijo el Barón -. ¡Hey! ¿Dónde está mi caballo?
Junto a los postes de amarre de la caballería de la Orden se produjo un cierto revuelo.
— ¡No, ese no! — gritó el Barón -. ¡Aquél, el gris con lunares!
— ¡En nombre del Señor! — gritó Rumata con retraso, y se sacó por la cabeza el tahalí con la espada.
Un monjecito asustado y con la sotana sucia le trajo el caballo al barón.
— Dadle algo para las ánimas, Don Rumata — dijo el barón, montando pesadamente en el animal.
— ¡Alto! — gritaron desde la torre.
Por la plaza venían ya un montón de monjes, boleando sus razas. Rumata le dio la espalda al barón.
— Daos prisa, barón.
— Sí, he de darme prisa, o de lo contrario ese Arima me va a dejar sin bodegas. Os espero mañana o pasado mañana, amigo. ¿Queréis algo para la baronesa?
— Besadle la mano de mi parte. ¡Y daos prisa, maldita sea!
Los monjes estaban ya cerca.
— ¿No corréis ningún peligro? — preguntó el barón, preocupado. — ¡Diablos, no! ¡Corred!
El barón lanzó el caballo al galope contra el grupo de monjes. Algunos cayeron y rodaron por el suelo, otros gritaron. Se formó una polvareda de considerables dimensiones. El barón desapareció tras ella, pero podía oírse aún cómo los cascos de su caballo golpeaban las losas. Rumata miró hacia una calleja donde estaban sentados y moviendo las cabezas como atontados algunos de los monjes que habían rodado por el suelo. En aquel momento una voz dijo a su oído:
— Noble Don, ¿no os parece que os estáis extralimitando?
Rumata se giró. Don Reba lo estaba mirando fijamente, con una sonrisa forzada.
— ¿Extralimitándome? — murmuró Rumata -. La palabra extralimitación no existe para mí. — Y, remedando a Don Reba, añadió -: Además, no veo por qué un noble Don no puede ayudar a otro que ha caído en desgracia.
Un grupo de jinetes, con las picas en ristre, pasó por su lado en persecución del barón de Pampa. El rostro de Don Reba sufrió un cambio.
— Bien, no hablemos de esto — dijo -. ¡Oh, veo que está también aquí el eminente doctor Budaj! ¡Tenéis un aspecto magnífico! Voy a tener que inspeccionar personalmente la prisión. Los reos del Estado, incluso cuando son puestos en libertad, no tendrían que salir de la cárceclass="underline" tendrían que ser sacados.
El doctor Budaj se lanzó hacia él como ciego, pero Rumata se interpuso.
— Decidme, Don Reba, ¿qué opinión tenéis del padre Arima?
— ¿El padre Arima? — dijo Don Reba, enarcando las cejas -. Es un magnífico militar. Ocupa un alto puesto en mi Episcopado. ¿Por qué me hacéis esa pregunta? — Porque, como fiel servidor de Vuestra Ilustrísima — dijo Rumata, inclinándose y sonriendo maliciosamente -, me apresuro a poner en vuestro conocimiento que podéis considerar este alto cargo como vacante.
— ¿Por qué?
Rumata, en vez de contestar, miró hacia la calleja, donde el polvo amarillo aún no se había asentado. Don Reba miró también hacia allá. Su rostro denotaba preocupación.
Ya era pasado mediodía cuando Kira invitó a pasar a la mesa a su noble Don y a su sabio amigo. El doctor Budaj, tras lavarse, vestirse con ropas limpias y afeitarse, tenía un aspecto impresionante. Sus movimientos eran lentos y llenos de dignidad, y sus inteligentes ojos grises miraban con bondad e indulgencia. Lo primero que hizo fue disculparse ante Rumata por el arrebato que tuvo en la plaza.