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— Pero comprended — dijo -. Aquel hombre es terrible. Es un brujo cuya aparición en el mundo sólo puede explicarse por un descuido de los dioses. Soy médico, pero no me avergüenza reconocer que si se me presentara la ocasión lo mataría. He oído que han envenenado al Rey… Yo sé con qué lo han envenenado — Rumata se puso en guardia -. Ese Reba se presentó en mi celda y me exigió que le preparara un veneno cuyo efecto no se dejara sentir hasta al cabo de unas horas. Por supuesto, me negué. Me amenazó con la tortura, pero me reí en su cara. Entonces aquel miserable llamó a sus verdugos y les ordenó que trajeran de la calle una docena de niños y niñas menores de diez años. Puso a aquellos ángeles ante mí, tomó mi saco de drogas, y me dijo que iba a probar en los niños todas las drogas, sucesivamente, hasta hallar la que necesitaba. Así fue envenenado el Rey, Don Rumata — le temblaban los labios, pero supo contenerse. Rumata, que se había girado hacia un lado por delicadeza, asintió con la cabeza. Por supuesto. Todo estaba claro. El Rey no hubiera tomado ni una aceituna de manos de su ministro. Así que el canalla obró a través de un charlatán, al que seguramente le ofrecería el título de galeno de la corte si curaba al Rey. Y aquello explicaba por qué Don Reba se había alegrado tanto cuando él lo desenmascaró ante el Rey en la alcoba: porque era difícil imaginar una ocasión más propicia para ofrecerle al Soberano los cuidados de un Budaj impostor. Así toda la responsabilidad recaería sobre Rumata de Estoria, el espía irukano y conspirador. Somos como niños, pensó. En el Instituto habría que organizar unos cursos especiales para el estudio de las intrigas feudales. En esos cursos las calificaciones deberían expresarse en «rebas», o mejor todavía en «decirebas», aunque incluso estas últimas unidades resultarían demasiado grandes.

Al parecer, el hambre del doctor Budaj era considerable. Pero rehusó delicada aunque firmemente los alimentos no vegetales, y aceptó casi exclusivamente las ensaladas y unas empanadillas con confitura. Bebió un vaso de estoria, y sus ojos cobraron brillo y sus mejillas color. Rumata, por su parte, no podía comer. Ante sus ojos crepitaban y humeaban las rojizas antorchas, le parecía que todo a su alrededor hedía a carne quemada, y sentía en la garganta un nudo grande como un puño. Por esto, mientras su huésped satisfacía su apetito, lo esperó de pie junto a la ventana, hablando cortés, lenta y tranquilamente para que Budaj comiera a gusto.

La ciudad se iba animando poco a poco. Empezaba a verse gente por las calles, las voces se iban haciendo más altas, se oía como golpeaban unos martillos y crujían unas maderas. Estaban quitando de los tejados y las fachadas todas las imágenes paganas. Un tendero gordo y calvo llegó a la plaza con un barril de cerveza en un carro, y se puso a venderla a dos ochavos la jarra. Los ciudadanos se iban adaptando. En el portal de enfrente, el espía guardaespaldas estaba metiéndose los dedos en la nariz mientras charlaba con la flaca vecina. Más tarde pasaron unas carretas cuya carga llegaba hasta el segundo piso. Al principio Rumata no se dio cuenta de la clase de carga que era aquélla, pero después vio que por debajo de la estera que la cubría sobresalían manos y pies amoratados o negros, y se retiró apresuradamente de la ventana.

— Lo esencial del hombre — decía Budaj en aquel momento, sin dejar de comer lentamente — es la maravillosa facilidad con que se acostumbra a todo. No hay nada en el mundo a lo que no pueda acostumbrarse. Ni el caballo, ni el perro, ni la rata, tienen esta facilidad de adaptación. Es posible que Dios, cuando creó al hombre, comprendiera las penalidades a las que iba a verse encadenado y por eso le diera una enorme reserva de fuerza y de paciencia. No es fácil decir si esto es bueno o malo. Si el hombre no tuviera esta paciencia y resistencia, todas las personas buenas hubieran muerto ya, y en el mundo no quedarían más que los malvados y los inservibles. Por otra parte, la costumbre de resistir y adaptarse convierte a las personas en animales mudos, que no se distinguen de los demás más que en su anatomía y por poseer menos medios de defensa. Y cada día que pasa engendra nuevo espanto, maldad y violencia.

Rumata miró a Kira. Estaba sentada frente a Budaj, y lo escuchaba atentamente con la mejilla apoyada en las manos. Sus ojos estaban tristes. Se notaba que sentía una gran compasión por todo el mundo.

— Tal vez llevéis razón, respetable Budaj — dijo Rumata -. Pero fijaos en mí, por ejemplo. Soy un simple noble — en la alta frente de Budaj se formaron unas arrugas, y sus ojos parecieron redondearse reflejando asombro y alegría -, pero respeto enormemente a los hombres cultos porque considero que forman la nobleza del espíritu. Por eso me sorprende que, siendo vosotros los únicos poseedores y transmisores de conocimientos tan elevados, seáis tan pasivos. ¿Por qué os dejáis despreciar, encarcelar y quemar en la hoguera con tanta resignación? ¿Por qué os separáis del auténtico sentido de vuestras vidas, es decir, el de adquirir nuevos conocimientos, y de la exigencia práctica de éstas, es decir, la lucha contra el mal?

Budaj apartó un poco el plato vacío que tenía ante sí.

— Me hacéis unas preguntas algo extrañas, Don Rumata. Y es interesante constatar que estas mismas preguntas me las hizo Don Gug, el noble camarero de nuestro duque. ¿Lo conocéis? Lo suponía… ¡La lucha contra el mal! ¿Pero qué es en definitiva el mal? Cada cual entiende el mal a su manera. Para nosotros, los hombres dedicados a la ciencia, el mal es la ignorancia, pero la Iglesia dice que la ignorancia es un bien, y que todos los males provienen del saber. Para el labrador, el mal son los impuestos y las sequías, pero para los que comercian el grano la sequía es un bien. Para los esclavos e! mal es un amo borracho y cruel, para los artesanos el usurero avaro. ¿Contra qué mal hay que luchar, Don Rumata? — Budaj miró con atención a sus oyentes -. Porque el mal es indestructible. No hay hombre capaz de reducir el mal que existe en el mundo. Uno puede conseguir mejorar un poco su propia suerte, pero a costa de empeorar la suerte de los demás. Y siempre habrá Reyes más o menos crueles, y barones más o menos salvajes, y pueblos ignorantes que admiren a sus opresores y que odien a su libertador. Y esto ocurre porque el esclavo comprende mejor a su amo, aunque sea cruel, que a su libertador, puesto que cada esclavo puede imaginar lo que él haría si fuese amo, pero son muy pocos los que pueden imaginarse a sí mismos como desinteresados libertadores. Así es la gente, Don Rumata. Así es el mundo. — El mundo cambia constantemente, doctor Budaj — dijo Rumata -. Hubo tiempos en los que no había Reyes.

— El mundo no puede estar cambiando eternamente — respondió Budaj -, puesto que no hay nada eterno, ni siquiera los cambios… Nosotros desconocemos las leyes del perfeccionamiento, pero es indudable que la perfección será alcanzada, más tarde o más temprano. Observad, por ejemplo, cómo está formada nuestra sociedad. ¡Cómo se alegran nuestros ojos al ver un sistema geométrico tan exacto y regular! Abajo tenéis a los campesinos y a los artesanos, sobre ellos está la aristocracia, después el clero y, finalmente, el Rey. ¡Qué bien imaginado! ¡Qué estabilidad y qué armonioso orden! ¿Qué puede seguir cambiando en este acabado cristal salido de las manos del joyero celestial? Las construcciones más sólidas son las que tienen forma piramidaclass="underline" eso es algo que sabe cualquier arquitecto — Budaj levantó sentenciosamente un dedo -. Los granos que se derraman de un saco no forman una capa plana, sino una pirámide cónica. Cada granito se adhiere a los demás, procurando no rodar hasta abajo. Lo mismo ocurre con la humanidad. Si esta quiere mantenerse como un todo único, las personas tienen que cogerse las unas a las otras y formar inevitablemente una pirámide.