— ¿Es posible que creáis realmente que este mundo es perfecto? — se sorprendió Rumata -. ¡Después de encontraros frente a Don Reba, después de haber estado en la cárcel…!
— ¡Claro que no, mi joven amigo! En este mundo hay muchas cosas que no me gustan y que querría fueran de otro modo. ¿Pero qué puedo hacer? Para las fuerzas superiores la perfección tiene un aspecto distinto que para mí. ¿Qué sentido puede tener el que un árbol se lamente de su inmovilidad? Y no obstante, lo más probable es que fuera feliz pudiendo huir del hacha del leñador. — ¿Y si fuera posible cambiar la disposición de las fuerzas superiores?
— Eso sólo pueden hacerlo las propias fuerzas superiores.
— Pero imaginad que vos sois Dios.
Budaj se echó a reír.
— Si realmente pudiera imaginármelo, sería Dios.
— Bueno, pero ¿y si pudierais aconsejar a Dios.
— Tenéis una imaginación muy rica — dijo Budaj satisfecho -. Eso es bueno. ¿Sois realmente una persona culta? ¡Magnífico! Me sentiría muy dichoso de poder estudiar con vos.
— Me estáis adulando. Pero, ¿qué le aconsejaríais vos a Dios? ¿Qué cosa pensáis que debería hacer el Todopoderoso para que pudiéramos decir: sí, el mundo ya es ahora completamente bueno?
Budaj, con una aprobadora sonrisa, se recostó en el respaldo de su sillón y cruzó sus manos sobre el vientre. Kira lo observaba con extraordinario interés.
— Bien… — dijo Budaj -. Le diría al Todopoderoso: «Creador, desconozco tus planes y es posible que en ellos no entre el hacer a los hombres buenos y felices. ¡Pero haz que sea así! ¡Es tan fácil! Haz que los hombres tengan el pan, la carne y el vino que necesitan, dales techo y vestido. Haz que desaparezca el hambre, la necesidad, y todo aquello que divide a las personas.»
— ¿Y eso es todo? — preguntó Rumata.
— ¿Os parece poco?
Rumata agitó la cabeza.
— Dios os contestaría: «Eso que me pides no beneficiaría a los hombres, porque los fuertes de vuestro mundo les quitarían a los débiles lo que yo les diera a todos, y a fin de cuentas estos últimos seguirían siendo pobres.»
— Entonces le pediría a Dios que protegiera a los débiles. «Haz que los gobernantes crueles entren en razón», le diría.
— «La crueldad es la fuerza. Si los gobernantes perdieran su fuerza, vendrían otros más crueles a sustituirles.»
Budaj dejó de sonreír.
— «Castiga a los crueles — dijo resueltamente -, para que sirva de ejemplo a los fuertes y no se atrevan a emplear la crueldad con los débiles.»
— «Pero el hombre nace débil, y solamente se hace fuerte cuando a su alrededor no hay otros más fuertes que él. Cuando hayan sido castigados los fuertes crueles, su sitio será ocupado por los débiles más fuertes, que también serán crueles. Habría que castigarlos a todos, y esto es lo que yo no quiero hacer.»
— «Tú ves las cosas más claras, Todopoderoso. Haz entonces que los hombres reciban de todo, de modo que no tengan que quitarse los unos a los otros lo que tú les des.»
— «Eso tampoco beneficiará a los hombres — suspiró Rumata -. Porque si lo reciben todo gratuitamente de mis manos, sin ningún esfuerzo, olvidarán lo que es el trabajo, perderán el gusto de vivir y se convertirán en animales domésticos, a los que tendré que vestir y alimentar eternamente.»
— «¡No se lo des todo de golpe! — dijo Budaj acaloradamente -. ¡Dáselo poco a poco!»
— «Poco a poco pueden conseguir por sí mismos todo lo que les haga falta.»
Budaj se echó a reír, acorralado.
— Sí, ya veo que la cosa no es tan fácil. Antes no se me había ocurrido pensar en todo esto. Me parece que ya lo hemos probado todo. No, aguardad — se inclinó hacia adelante — Aún queda una posibilidad. «Haz que a los hombres les guste el trabajo y el estudio más que cualquier otra cosa, que el trabajo y la sabiduría sean el único sentido de sus vidas.»
También habíamos pensado en hacer esto, pensó Rumata. La hipnoinducción en masa, la remoralización positiva de toda la humanidad. Incluso se pensó en instalar para ello tres satélites hipnoemisores en órbita ecuatorial.
— «Podría hacer eso — dijo -. Pero, ¿vale la pena quitarle toda su historia a la humanidad? ¿Vale la pena cambiar una humanidad por otra? ¿No equivaldría esto a barrer esta humanidad de la faz del planeta y crear otra nueva en su lugar?»
Budaj frunció el ceño y se puso a pensar en silencio. Rumata esperó su respuesta. En la calle volvió a oírse el soñoliento chirrido de carretas. Budaj dijo quedamente:
— «Entonces, Señor, bárrenos de la faz del planeta y crea a otros más perfectos… o déjanos así y permítenos seguir por nosotros mismos nuestro camino.»
— «Mi corazón está lleno de piedad — murmuró Rumata, despacio -. No puedo consentir ninguna de estas dos cosas.»
Y mientras decía esto vio cómo Kira lo miraba con miedo y esperanza a la vez.
IX
Rumata hizo que Budaj se acostara para descansar antes de emprender su largo camino, y se dirigió a su gabinete. El efecto de la sporamina se estaba disipando, y de nuevo empezaban a dolerle las contusiones y a inflamársele las muñecas. Hay que dormir un poco, pensó, y hay que entrar en contacto con Don Kondor. Hay que llamar también al dirigible de patrulla para que adviertan a la Base. Y hay que pensar qué podemos hacer ahora, si es que podemos hacer algo… y qué decisión tomar si ya no se puede hacer nada.
De improviso, Rumata se dio cuenta de que en el gabinete había un monje vestido de negro y con el capuchón calado hasta los ojos. Estaba sentado junto a la mesa, con las manos apoyadas en los altos brazos del sillón y muy encorvado. Bien, bien, pensó Rumata.
— ¿Quién eres y cómo has entrado aquí? — preguntó con voz cansada.
— Buenos días, Don Rumata — dijo entonces el monje, echándose hacia atrás el capuchón.
Rumata agitó la cabeza.
— ¡Vaya sorpresa! — exclamó -. Bienvenido seas, glorioso Arata? ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Qué ha ocurrido?
— Lo de siempre — respondió Arata -. Mi ejército se ha dispersado, la gente se ha dedicado a repartirse la tierra, nadie quiere ir hacia el sur. El duque está reagrupando a sus soldados que quedaron vivos, y muy pronto empezará a colgar a mis campesinos con los pies hacia arriba a todo lo largo de la carretera de Estoria. Lo de siempre.