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— Comprendo — dijo Rumata. Se recosió en el sola, puso las manos detrás de su cabeza y miró a Árala. Hacía veinte años, cuando Antón hacía modelos y jugaba a Guillermo Tell, aquel hombre era llamado Árala e! Hermoso, y seguramente su aspecto era muy distinto del que tenía ahora.

Por aquel entonces, Árala el Hermoso no tenía en su magnífica y ancha frente aquel horrible estigma de color lila, porque aquella marca se la hicieron después de la insurrección de los navieros soanos, cuando tres mil esclavos artesanos desnudos, arrastrados hasta los astilleros de Soán desde todos los rincones del Imperio y torturados hasta perder el instinto de conservación, escaparon del puerto una noche de tormenta y pasaron por Soán como una ola, dejando tras de sí muerte y luego, y no se detuvieron hasta llegar a las afueras de la ciudad, donde se encontraron con la infantería Imperial esperándoles protegida por sus relucientes armaduras.

Y, naturalmente, Arata el Hermoso tenía dos ojos. El ojo derecho se lo saltaron de un mazazo cuando el ejército campesino de veinte mil hombres que perseguía por la metrópoli a las milicias de los barones se topó, en campo abierto, con cinco mil soldados de la guardia Imperial, y fue rápidamente dividido, cerrado y pateado por las claveteadas herraduras de los camellos de combate.

Y Arata el Hermoso debía ser esbelto como un junco. Porque su joroba y su actual apodo databan de la insurrección plebeya que tuvo lugar en el ducado de Ubán, que se encontraba a dos mares de allí, cuando tras siete años de pestes y sequías cuatrocientos mil esqueletos vivientes armados de horcas y pértigas mataron a los nobles y pusieron cerco al duque de Ubán en su propia morada. El duque, cuya débil inteligencia se vio fortalecida por el peligro que lo amenazaba, dictó un perdón general para sus subditos, bajó cinco veces el precio de las bebidas alcohólicas, y prometió dar libertades. Arata se dio cuenta de que aquello era el fin, y empezó a explicar y a exigir a todos que no cayeran en el engaño; pero fue cogido por sus propios cabecillas, que pensaban que la ambición puede romper el saco, y apaleado con barras de hierro hasta que lo dieron por muerto y lo echaron a un albañal.

El fuerte anillo de hierro que llevaba en la muñeca derecha sí lo tenía cuando le llamaban Árala el Hermoso. Aquel anillo era la manilla que lo encadenaba al remo de una galera pirata. Arata rompió la cadena, le dio al capitán Egu el Amable un golpe en la sien con aquel mismo anillo, se apoderó de la nave y luego de toda la escuadra pirata, e intentó crear una república libre en el mar. Pero aquella empresa terminó en una orgía de sangre y borracheras, porque Arata era aún muy joven, no sabía odiar y pensaba que la libertad por sí misma era suficiente para que los esclavos se sintieran semejantes a dioses.

Arata era un sedicioso profesional, vengador por la gracia de Dios, un personaje bastante extraño en aquella edad media. La evolución histórica crea a veces lucios como aquél, y los arroja a los remolinos sociales para que las gordas carpas no puedan vivir tranquilas a costa del plancton. Árala era la única persona en aquel mundo por la que Rumata no sentía odio ni lástima, y en sus sueños febriles de hombre de la Tierra que había tenido que vivir allí cinco años entre sangre y hedor, Rumata se veía a sí mismo como Arata, que después de pasar por todos los infiernos del universo tenía el gran derecho de matar a los asesinos, torturar a los verdugos y traicionar a los traidores.

— Hay ocasiones en que me parece que todos somos impotentes — dijo Arata -. Soy el eterno cabecilla de los rebeldes, y sé que toda mi fuerza está en mi extraordinaria vitalidad. Pero esta fuerza no puede con mi impotencia. Mis victorias se transforman como por arte de magia en derrotas. Mis amigos de armas se tornan en mis enemigos, los más valientes huyen y los más fieles me traicionan o mueren. Y como no tengo más que mis manos, no puedo alcanzar los ídolos dorados que se ocultan en las fortalezas.

— ¿Cómo has llegado a Arkanar? — preguntó Rumata.

— He venido con los monjes.

— ¿Estás loco? ¿No comprendes lo fácil que es identificarte?

— Sí, pero no entre un montón de monjes. Entre los oficiales de la Orden, la mitad están tan chiflados y mutilados como yo. Los inválidos son los preferidos de Dios.

— ¿Y qué piensas hacer ahora?

— Lo de siempre. Conozco bien a la Orden Sacra. Antes de un año la gente de Arkanar no tendrá más remedio que salir de sus escondrijos y luchar por las calles con el hacha en la mano. Entonces los acaudillaré para que sepan a quién tienen que golpear y no persigan a todos sin distinción o se maten entre sí.

— ¿Necesitas dinero?

— Siempre necesito dinero. Y armas… — hizo una pausa, y luego añadió con voz insinuante -: Don Rumata, no sabéis la desilusión que me llevé cuando supe quién erais. Odio a los curas. Por eso, fue muy amargo para mí saber que sus mentirosos cuentos eran verdad. Pero el pobre rebelde tiene que sacar partido de todo lo que puede. Los curas dicen que los dioses son dueños de los rayos. Don Rumata, necesito desesperadamente esos rayos para poder derribar las murallas de las fortalezas.

Rumata suspiró profundamente. Cuando salvó a Arata con el helicóptero, éste le pidió explicaciones. Rumata intentó entonces contarle algo de su vida, y una noche incluso le mostró una pequeñísima estrella que apenas podía divisarse en el firmamento, y le dijo que aquella estrella era el Sol. Pero el rebelde tan sólo sacó en claro una cosa: que los malditos curas llevaban razón, que más allá del sólido mundo real viven dioses, felices y omnipotentes. Y desde entonces, cada vez que Arata hablaba con Rumata le planteaba el mismo argumento: tú eres un dios, y puesto que existes, lo mejor que puedes hacer es darme algo de tu fuerza.

Y cada vez Rumata tenía que callar o desviar la conversación.

— Don Rumata — dijo el rebelde -, ¿por qué no queréis ayudarnos?

— Espera un poco. Antes querría saber cómo has entrado aquí.

— Eso no tiene importancia. Soy el único que conoce ese camino. No eludáis mi pregunta. ¿Por qué no queréis darnos algo de vuestra fuerza?

— No hablemos de eso.

— Creo que precisamente debemos hablar de eso. Yo no os llamé. Nunca he rezado a nadie. Fuisteis vos quien vino a mí. ¿O lo hicisteis tan sólo por distraeros?

Qué difícil es ser dios, pensó Rumata. Impacientemente, respondió:

— No me comprendes. He intentado veinte veces explicarte que no soy ningún dios. Pero tú no me crees. Además, nunca podrás comprender por qué no te puedo ayudar con armas…

— ¿Acaso no tenéis rayos?

— No puedo darte rayos.

— Eso ya me lo habéis dicho veinte veces. Quiero saber por qué no me los podéis dar. — No lo entenderías.

— Eso depende de cómo me lo explicarais.