— Con cinco minutos tengo bastante — respondió Rumata, conteniendo a duras penas su irritación -. Os he hablado tanto de este asunto que ahora con unos minutos sobra. De acuerdo con la teoría básica del feudalismo — sus ojos se fijaron furiosos en Don Kondor -, este movimiento ordinario de los ciudadanos contra los barones — Rumata desvió la mirada hacia Don Gug — se ha convertido en una intriga provocadora de la Orden Sacra que ha transformado Arkanar en una base de agresión feudal — fascista. Y mientras nosotros nos rompemos la cabeza intentando inútilmente situar una figura tan contradictoria, compleja y enigmática como la de nuestro águila Don Reba a la altura de Richelieu, Necker, Tokugawa leyasu y Monk, resulta que no es más que un patán imbécil que ha vendido y traicionado todo lo que podía vender y traicionar, se ha enredado en sus propias empresas, se ha visto abrumado por un miedo cerval y se ha puesto en manos de la Orden Sacra para que lo salve. Dentro de medio año lo matarán, pero la Orden seguirá aquí. Las consecuencias que puede traer esto para los territorios de más allá del estrecho y para todo el Imperio son difíciles de imaginar. En cualquier caso, todo el trabajo que hemos realizado durante veinte años dentro de los límites del Imperio se ha derrumbado. Bajo el poder de la Orden no será fácil moverse. Lo más probable es que Budaj sea la última persona a la que yo pueda salvar. En adelante, no vamos a tener a quién ayudar. Eso es todo.
Don Gug partió la herradura, miró unos instantes, asombrado, los dos trozos, y terminó arrojándolos a un rincón.
— Efectivamente, no nos hemos dado cuenta — dijo -. Pero tal vez no sea tan horrible como tú imaginas, Antón.
Rumata lo miró fijamente, pero no dijo nada.
— Debías haber quitado de en medio a Don Reba — dijo Don Kondor.
— ¿Qué significa eso de «quitar de en medio»?
El rostro de Don Kondor se llenó de manchas púrpuras.
— ¡Quitarlo de en medio físicamente! — exclamó con acento brusco.
— ¿Quieres decir matarlo?
— ¡Sí, si es necesario! ¡Raptarlo! ¡Desplazarlo! ¡Encerrarlo! Debías haber hecho algo y no buscar el consejo de dos idiotas que no entendían ni palabra de lo que estaba pasando.
— Yo tampoco lo entendía.
— Pero al menos lo presentías.
Hubo un corto silencio.
— ¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Algo como la matanza de Barkán? — preguntó Don Kondor, a media voz y mirando hacia otra parte.
— Sí, algo parecido. Aunque mejor organizado.
Don Kondor se mordió los labios.
— ¿Es tarde ya para quitarlo de en medio?
— Ya no tiene objeto — dijo Rumata -. En primer, lugar, porque otros se encargarán de este trabajo, y en segundo lugar, porque hacerlo ahora aún sería peor. A él, por lo menos, lo tengo en mis manos.
— ¿Cómo?
— Me teme. Sospecha que detrás de mí hay otra gran fuerza. Hasta me ha ofrecido su colaboración.
— ¿Sí? — susurró Don Kondor -. Entonces no hará falta.
Don Gug dijo, tartamudeando:
— Camaradas… ¿estáis hablando seriamente?
— ¿De qué? — preguntó Don Kondor.
— De todo eso… Matar, eliminar físicamente… ¿Os habéis vuelto locos?
— El noble Don ha sido herido en el talón — dijo Rumata en voz muy baja.
Don Kondor habló marcando exageradamente las palabras:
— Cuando se presentan circunstancias extraordinarias, tan sólo las medidas extraordinarias pueden dar resultado.
Don Gug movía los labios sin decir nada y miraba sucesivamente a sus dos compañeros.
— ¿Sa… sabéis hasta dónde se puede llegar por este camino? — dijo.
— Cálmate, por favor — dijo Don Kondor -. No ocurrirá nada. Y por ahora ya basta. ¿Qué vamos a hacer con la Orden? Propongo bloquear la región de Arkanar. ¿Qué pensáis de ello, camaradas? Pero decidid aprisa: tengo que marcharme.
— Yo aún no he pensado nada — respondió Rumata -. Y Pashka aún menos. Hay que pedir consejo a la Base. Hay que esperar. Podemos reunimos dentro de una semana y tomar una determinación.
— De acuerdo — dijo Don Kondor, levantándose -. Vamos.
Rumata se echó a Budaj al hombro y salió de la isba. Don Kondor iba alumbrándole el camino con una linterna. Llegaron al helicóptero, y Rumata depositó a Budaj en el asiento trasero. Don Kondor, haciendo un tremendo ruido con la espada y enredándose en su capa, se sentó en el sillón del piloto.
— ¿Puedes llevarme hasta casa? — preguntó Rumata -. Estoy deseando dormir de una vez por todas.
— Por supuesto — gruñó Don Kondor -. Pero date prisa.
— Ahora mismo vuelvo — dijo Rumata, y corrió hacia la isba.
Don Gug seguía sentado frente a la mesa, con la mirada fija ante él y acariciándose la barbilla. El padre Kabani estaba a su lado, diciendo:
— Eso es lo que ocurre siempre, amigo mío. Uno procura hacer las cosas del mejor modo posible, y siempre resulta que es el peor.
Rumata cogió su espada y el tahalí.
— Suerte, Pashka — dijo -. Y no te preocupes. Lo único que nos ocurre es que estamos cansados e irritados.
Don Gug movió dubitativamente la cabeza.
— Ten cuidado, Antón — dijo -. Ten mucho cuidado. El tío Sasha lleva aquí muchos años y sabe lo que se hace. Pero tú…
— Yo lo único que quiero es dormir — dijo Rumata -. Padre Kabani, tened la bondad de llevar mis caballos al barón de Pampa. Decidle que iré a verle dentro de unos días.
Afuera se oyó el girar de las hélices. Rumata se despidió con un gesto de la mano y salió de nuevo de la isba. A la luz de los potentes faros del helicóptero, los matorrales de helechos gigantes y los blancos troncos de los árboles tenían un aspecto espantosamente siniestro. Rumata subió a la cabina y cerró la puerta.
La cabina olía a ozono, al plástico de la tapicería y a agua de colonia. Don Kondor hizo ascender el aparato y lo dirigió con mano segura siguiendo la carretera de Arkanar. Yo no podría pilotar así ahora, pensó Rumata con envidia. Tras él, Budaj chasqueaba tranquilamente la lengua mientras dormía.
— Antón — dijo Don Kondor -. No quisiera ser indiscreto ni mucho menos dar motivos para que creas que me quiero meter en tus cosas particulares. Sin embargo…
— Adelante — dijo Rumata, que supuso inmediatamente de qué se trataba -. Te escucho.
— Nosotros somos exploradores — dijo Don Kondor -. Por eso, todo lo que realmente queramos debemos tenerlo lejos de aquí, en la Tierra, o dentro de nosotros mismos, para que nadie pueda arrancárnoslo y llevárselo como rehén.