— ¿Te refieres a Kira?
— Sí. Y si lo que conozco de Don Reba es cierto, mantenerlo sujeto va a ser una empresa difícil y peligrosa. ¿Comprendes lo que quiero decir?
— Sí, lo comprendo. Pensaré en lo que se puede hacer.
Estaban acostados a oscuras, con las manos entrelazadas. La ciudad estaba en silencio, tan sólo de tarde en tarde se oía el piafar y el cocear de unos caballos, no muy lejos. Rumata se adormecía a ratos, pero se despertaba en seguida cuando Kira retenía la respiración. En sueños, Rumata apretaba fuertemente la mano de la muchacha.
— Estás deseando dormir — dijo Kira en voz muy baja -. Duerme.
— No, no; sigue contándome, te escucho.
— Pero te estás durmiendo a cada instante.
— No importa, sigo escuchándote de todos modos. Estoy muy cansado, pero mi deseo de estar contigo y oírte es mayor que mi cansancio. Cuéntame lo que quieras, todo lo tuyo me interesa.
Ella, agradecida, restregó su nariz contra el hombro de él, le dio un beso en la mejilla y siguió contándole como había venido a verla el chico del vecino, de parte de su padre.
— Mi padre está en cama. Lo han echado de su trabajo y. como despedida, lo han apaleado. Últimamente no come nada, no hace más que beber. Se ha puesto azulado y casi siempre está temblando. El chico me ha dicho también que mi hermano ha vuelto. Está herido, pero contento y borracho, y tiene un uniforme nuevo. Le dio dinero a mi padre, bebió con él, y amenazó con que arrastrarían a todos. Ahora es teniente de un destacamento especial, ha jurado fidelidad a la Orden, y dice que piensa hacerse monje. Mi padre me ha mandado a decir que no vaya por casa, pase lo que pase. Mi hermano a dicho que «le ajustará las cuentas a esa sucia puta pelirroja por haberse liado con un noble.»
Sí, pensó Rumata, no puede volver a su casa. Y tampoco puede seguir aquí, porque si le ocurriera algo… Rumata sintió que una mano helada le estrujaba el corazón al pensar en aquella posibilidad.
— ¿Duermes? — preguntó Kira.
Rumata se despertó y aflojó la presión de su mano.
— No, no. ¿Qué más hiciste?
— Puse orden en tus habitaciones. Tenías un desbarajuste espantoso. Y he encontrado un libro escrito por el padre Gur. En él se habla de un príncipe que se enamoró de una joven preciosa, pero salvaje, que vivía más allá de las montañas. Como ella era completamente salvaje pensaba que el príncipe era un dios, pero a pesar de todo lo quería mucho. Pero luego tuvieron que separarse, y ella murió de pena.
— Es un magnífico libro — dijo él. — A mí me hizo llorar, porque parecía que hablara de nosotros.
— Sí, se refiere a nosotros, y a todos los que se aman mutuamente. Pero a nosotros no nos separarán.
Lo más seguro sería enviaría a la Tierra, pensó Rumata. Pero, ¿qué va a hacer ella allí, sin mí? ¿Y cómo me las arreglaré yo aquí sin ella? Podríamos pedirle a Anka que fuera tu amiga allí. ¿Pero qué haré yo sin ti? No, nos iremos juntos a la Tierra. Yo mismo conduciré la nave, y tú irás sentada a mi lado y yo te iré explicando todo para que no te asustes, para que le tomes cariño a la Tierra desde el primer momento, para que nunca sientas el haber abandonado tu horrible patria. Porque ésta no es tu patria, Kira. Tu patria renegó de ti. Tú has nacido mil años antes de tu tiempo. Y eres buena, leal, abnegada, desinteresada… Personas como tú han nacido en nuestros dos planetas en todas las épocas de sus sangrientas historias. Eran almas nobles y limpias que desconocían el odio y no admitían la crueldad. Eran víctimas. Víctimas inútiles. Mucho más inútiles que Gur el Escritor o Galileo. Porque los que son como tú ni siquiera luchan. Para poder luchar hace falta saber odiar, y vosotros no sabéis. Lo mismo que nosotros ahora…
Rumata volvió a quedarse dormido, y vio a Kira con un cinturón antigravitatorio al borde del tejado plano del Soviet, y a Anka, alegre y burlona, que la empujaba impacientemente para que saltara a un precipicio de kilómetro y medio de profundidad.
— Rumata — dijo Kira -. Tengo miedo.
— ¿De qué, pequeña?
— Tú no haces más que callar. Tengo miedo.
Rumata la atrajo hacia sí.
— Tienes razón — murmuró -. Ahora hablaré yo, y tú me escucharás atentamente. Lejos, muy lejos de aquí, más allá de la saiva, hay un castillo fuerte e inexpugnable. En él vive el alegre y simpático barón de Pampa, el barón más noble y bueno de Arkanar. Pampa tiene una esposa muy bella y cariñosa, que lo ama con locura cuando está normal, pero que no lo puede soportar cuando está borracho.
Rumata calló un momento y escuchó atentamente. Se oía un ruido, como el producido por muchos cascos de monturas y por la respiración agitada de personas y caballos.
— ¿Aquí? — preguntó una voz áspera junto a la ventana.
— Sí, me parece que es aquí.
— ¡Alto!
Se oyó un taconeo por los escalones de la entrada, e inmediatamente varios puños empezaron a golpear la puerta. Kira se estremeció y se abrazó a Rumata.
— Espera, pequeña — dijo él, apartando la colcha.
— Vienen a por mí — susurró Kira -. Lo sabía.
Rumata se soltó de los brazos de Kira y corrió hacia la ventana.
— ¡En nombre del Señor! — gritaron abajo -. ¡Abrid! ¡Si derribamos la puerta será peor!
Rumata descorrió la cortina, y la luz vacilante de las antorchas penetró en la habitación. Abajo se agolpaban muchos jinetes vestidos de negro, con capuchones puntiagudos. Rumata los estuvo contemplando durante varios segundos, y luego se fijó en el marco de la ventana. Como de costumbre, era un marco fijo que no permitía abrirla. Empezaron a golpear la puerta con algo muy pesado. Rumata buscó su espada en la oscuridad y rompió los vidrios con la empuñadura. Se oyó como los trozos caían en el empedrado.
— ¡Eh! — gritó Rumata -. ¿Qué estáis haciendo? ¿Acaso estáis ya hartos de la vida?
Los golpes en la puerta cesaron.
— Siempre han de meter la pata — gruñó alguien abajo -. El noble Don está en la casa. \. — ¿Y eso qué importa? — dijo otro.
— Claro que importa. Es la primera espada del mundo.
— Decían que se había marchado, y que no regresaría hasta mañana.
— ¿Acaso os habéis asustado?
— Asustado no, pero contra él no nos han ordenado nada. Y a lo mejor tenemos que matarlo.
— Lo que hace falta es que no nos hiera él a nosotros.
— Lo ataremos. Lo heriremos primero, y luego lo ataremos. ¡Hey! ¿Quién tiene por aquí una ballesta?
— No nos herirá. Todo el mundo sabe que ha jurado no matar a nadie.