— ¡Juro que os mataré a todos! — gritó entonces Rumata, y su voz tenía un tono de horrible certeza.
Kira se apretó contra él. Rumata sintió cómo su corazón latía apresuradamente.
— ¡Derribad la puerta, hermanos! — dijo alguien abajo -. ¡En nombre del Señor!
Rumata se giró y observó a Kira. La muchacha lo miraba como antes, con pánico y esperanza mezclados. En sus secos ojos danzaban los reflejos de las antorchas.
— ¿Estás asustada, pequeña? — le dijo tiernamente -. ¿De esa chusma? Ve a vestirte: aquí ya no tenemos nada que hacer — Rumata empezó a colocarse su cota de malla metaloplástica -. Ahora verás: los haré huir como conejos, y luego nos marcharemos. Iremos al castillo de Pampa.
Ella estaba junto a la ventana, mirando hacia abajo. Los rojizos reflejos de las antorchas danzaban por su rostro. Abajo seguían golpeando. Algo crujió. Rumata sintió como el corazón se le oprimía de lástima y ternura. Los echaré a palos, pensó; como si fueran perros. Se agachó para buscar a tientas su segunda espada, y cuando volvió a incorporarse Kira ya no estaba mirando por la ventana, sino aferrándose desesperadamente a la cortina para no caer. — ¡Kira! — gritó.
Corrió hacia ella. Una saeta de ballesta atravesaba su garganta, y otra estaba profundamente enterrada en su pecho. La tomó en brazos, y la llevó rápidamente a la cama.
— ¡Kira! — sollozó. Ella lanzó una mezcla de suspiro y estertor y se envaró. Notó la frenética presión de su mano -. ¡Kira! — repitió. Pero ella no respondió.
Rumata permaneció unos momentos a su lado. Había lágrimas en sus ojos. Luego se levantó penosamente, empuñó las espadas, bajó despacio las escaleras, llegó al vestíbulo, y esperó a que derribaran la puerta.
Epilogo
— ¿Y después? — preguntó Anka.
Pashka apartó los ojos de ella, se dio una palmada en la rodilla, se inclinó y cogió una fresa que crecía allí mismo, bajo sus pies. Anka aguardó.
— Después… — murmuró él -. Nadie sabe lo que pasó después, Anka. Dejó el transmisor arriba, y cuando la casa comenzó a arder los del dirigible de patrulla comprendieron que algo malo ocurría y se dirigieron a Arkanar. Previsoramente, echaron sobre la ciudad unos cuantos cartuchos de gas somnífero. De la casa ya sólo quedaban unos rescoldos, y al principio no supieron qué hacer. No sabían si estaba vivo ni dónde buscarlo. Pero entonces vieron… — Pashka se interrumpió -. Bueno, no tardaron en ver por dónde había pasado.
Pashka hizo una pausa y fue metiéndose en la boca varias fresas, una tras otra.
— Por fin llegaron a palacio… y allí estaba.
— ¿Cómo?
— Dormido por el gas somnífero. En cuanto a los demás… bueno, unos estaban dormidos, y los otros… entre ellos Don Reba. — Pashka miró por unos instantes a Anka y volvió a retirar la vista -. Recogieron a Antón y lo llevaron a la Base. Pero comprende, Anka, él no quiere contar nada. Y, en general; ahora habla muy poco.
Anka estaba sentada, pálida y envarada. Miraba, por encima de la cabeza de Pashka, el claro que había delante de la casa. Los pinos se balanceaban y susurraban suavemente. Unas vaporosas nubes recorrían perezosamente el espacio azul del cielo. — ¿Y la muchacha? — preguntó. — No sé — respondió Pashka secamente. — Oye, Pashka… ¿crees que hice mal en venir? — Al contrario. Creo que se alegrará de verte. — Me parece que debe haberse escondido tras algún matorral desde el que puede vernos sin que nosotros lo veamos a él, y está esperando a que yo me vaya. Pashka se echó a reír.
— En absoluto. Antón no es de los que se esconden en los matorrales. Simplemente, no sabe que estás aquí. Debe estar pescando, como siempre. — Y contigo, ¿cómo se comporta? — De ninguna manera. Me soporta, simplemente. Pero contigo es distinto.
Permanecieron en silencio durante un buen rato.
— Anka — dijo de pronto Pashka -, ¿recuerdas la carretera anisótropa?
Anka frunció el ceño.
— ¿Cuál?
— La anisótropa. Aquélla en que estaba colgado el «ladrillo». ¿Recuerdas? Fuimos los tres.
— Sí, lo recuerdo. Fue Antón quien dijo que era anisótropa.
— Antón siguió entonces la dirección prohibida, y cuando regresó nos dijo que había visto un puente volado y el esqueleto de un fascista encadenado a una ametralladora.
— Sí, lo recuerdo — dijo Anka -. Pero, ¿qué quieres decir con ello?
— A menudo suelo recordar esa carretera — dijo Pashka -. Como si existiera alguna relación… Aquella carretera era anisótropa, como la historia. Por ella no se podía ir hacia atrás. Pero Antón lo hizo… y tropezó con el esqueleto.
— No te comprendo. ¿Qué tiene que ver el esqueleto con esto?
— No lo sé — reconoció Pashka -. Y sin embargo, estos seguro de que ha de existir una relación.
Anka dudó unos instantes y dijo:
— Lo que tienes que hacer es no dejar que Antón piense demasiado. Háblale siempre de algo, aunque sea de tonterías. Haz que discuta.
Pashka suspiró.
— Lo sé. Ya lo hice. Pero a él no le importan mis historias. Me escucha unos momentos, luego se ríe y me dice: «Quédate aquí, Pashka; me voy a dar un paseo», y se va. Y yo me quedo. Al principio me iba tras él, sin que me viera, como un tonto. Ahora simplemente espero a que vuelva. Pero si tú…
Anka se puso en pie en aquel momento. Pashka se giró y se levantó también. Anka concentró su atención en Antón, que avanzaba hacia ellos por el claro, enorme, ancho, rubio, con el rostro sin tostar aún por el sol. Y le pareció que no había cambiado en absoluto. Siempre había sido un poco triste.
Fue a su encuentro.
— Anka — murmuró Antón cariñosamente -. Anka, amiga…
Y le tendió una enorme mano. Anka avanzó tímidamente hacia él, pero de pronto se detuvo. En sus dedos… No, no era sangre; simplemente, jugo de Fresas.
FIN
This file was created
with BookDesigner program
bookdesigner@the-ebook.org
08/03/2010