— Entiendo, entiendo — dijo Rumata -. Y seguramente has pensado que algún noble Don podrá ayudarte a pasar el puesto fronterizo.
Kiun no respondió.
— ¿O acaso crees que este noble Don no sabe quién es el alquimista Kiun de la Calle de la Hojalata?
Kiun siguió callado. Creo que no he hablado como debía, pensó Rumata. Entonces se levantó, apoyándose en los estribos, y gritó, imitando la voz del pregonero de la Real Plaza:
— ¡Se te acusa y eres culpable de horrorosos e imperdonables crímenes contra Dios, la Corona y la Seguridad!
Kiun seguía callando.
— ¿Y si este noble Don adorara a Don Reba y fuera fiel de todo corazón a la palabra y obra de las Milicias Grises? ¿No crees que esto pueda ser posible?
Kiun no pronunciaba palabra. A la derecha de la carretera fue destacándose de la oscuridad la quebrada sombra de una horca. Del travesaño pendía un cuerpo desnudo, colgado por los pies. No hay modo de sacarle nada, pensó Rumata. Tiró de las bridas, cogió a Kiun por un hombro y lo hizo girarse hacia él.
— ¿Y si te cuelgo ahora mismo al lado de ese vagabundo? — dijo, mirando el pálido rostro y las oscuras fosas de sus ojos -. Yo personalmente. Pronto y con facilidad. Con una buena cuerda arkanareña. En nombre de los ideales. ¿Por qué no hablas de una vez, sabihondo Kiun?
Kiun seguía sin responder. Pero castañeteaba los dientes y se retorcía bajo la mano de Rumata como una lagartija atrapada bajo una bota. En aquel momento algo cayó a la cuneta de la carretera, y se oyó un chapoteo. Y, como si quisiera ahogar ese ruido, Kiun comenzó a gritar desesperadamente:
— ¡Cuélgame! ¡Cuélgame, traidor!
Rumata tomó aliento y soltó a Kiun.
— No temas — dijo -. Sólo era una broma.
— Mentira, mentira… — refunfuñó Kiun -. ¡Por todas partes mentira!
— No te irrites — dijo Rumata -. Será mejor que recojas lo que tiraste antes de que se moje.
Kiun aguardó un poco, balanceándose medio sollozando y sacudiendo inútilmente su capa con las manos, hasta que por fin se metió en la cuneta. Rumata le esperó, encorvado en su silla. Esto quiere decir que tiene que ser así, pensó; que no hay otra salida…
Kiun salió de la cuneta, ocultando bajo su capa lo que le había caído.
— Libros, ¿verdad? — preguntó Rumata.
Kiun negó con la cabeza.
— No — dijo con voz ronca -. Tan sólo un libro. Mi libro.
— ¿De qué trata?
— Temo que no os interese, noble Don.
Rumata suspiró.
— Cógete al estribo. Vamos.
Caminaron en silencio durante largo rato.
— Oye, Kiun — dijo finalmente Rumata -. No tengas miedo. Todo fue una broma.
— ¡Qué mundo tan bueno! — profirió amargamente Kiun -. ¡Qué mundo tan alegre! Todos bromean, y todo el mundo lo hace del mismo modo. Incluso el noble Don Rumata.
Rumata se sorprendió.
— ¿Sabes como me llamó?
— Por supuesto que lo sé — dijo Kiun -. Os reconocí por la diadema que lleváis en la frente. Y me alegré de encontraros en la carretera.
Por eso me llamó traidor, pensó Rumata.
— Creí que eras un espía — dijo -. Tengo la costumbre de matar a los espías.
— Un espía… — repitió Kiun -. Sí, claro. «¡En estos tiempos es tan fácil y remunerador ser espía! Nuestro águila, el noble Don Reba, procura saber lo que hablan y cómo piensan todos los súbditos del Rey. ¡Ya me gustaría ser espía! Aunque no fuera más que el humilde confidente de la taberna La Alegría Gris. ¡Qué cosa tan honrosa sería! A las seis de la tarde entraría en el salón de bebidas, y me sentaría en mi mesita. El dueño se apresuraría a servirme personalmente la primera jarra. Podría beber cuanto quisiera. La cerveza la paga Don Reba… es decir, no la paga nadie. Mientras bebiera, estaría escuchando. A veces haría como que tomaba notas de las conversaciones, y la pobre gente vendría a mí asustada proponiéndome su amistad y su bolsa. En sus ojos no vería más que lo que yo querría: una lealtad perruna, un temor respetuoso, y un admirable odio impotente. Podría entonces sobar a las jovencitas y estrechar entre mis brazos a las mujeres delante de sus maridos, sin que estos hicieran más que sonreírme servilmente.» Un magnífico razonamiento, ¿verdad, noble Don? Lo escuché de boca de un muchacho de unos quince años, un alumno de la Escuela Patriótica.
— ¿Y qué le dijiste? — se interesó Rumata.
— ¿Qué le podía decir? No me hubiera entendido. Por eso le conté cómo las gentes de Vaga Kolesó les rajan la barriga a los confidentes que cogen y les echan dentro pimienta, y cómo los soldados borrachos meten a los espías en sacos y los ahogan en los albañales. Pero él no me creyó. Me dijo que en la Escuela no les habían dicho nada de eso. Entonces saqué un papel y escribí nuestra conversación, pensando en aprovecharla para mi libro, pero él creyó que era para delatarlo y se orinó en los pantalones de miedo.
Entre los arbustos empezaron a verse las luces del albergue de Baco el Esqueleto. Kiun se calló.
— ¿Qué ocurre? — preguntó Rumata.
— Hay allí una patrulla de Milicianos Grises — murmuró Kiun.
— ¿Y qué? — dijo Rumata -. Ahora escucha otro razonamiento, estimado Kiun: «Nosotros apreciamos a estos sencillos y toscos muchachos, nuestras bestias grises de combate, porque los necesitamos. Desde ahora el pueblo tendrá que morderse la lengua si no quiere que se la arrollen a la garganta y la cuelguen luego de un árbol» — Rumata se echó a reír a carcajadas, porque lo que acababa de decir le había salido perfecto, en la mejor tradición de los Acuartelamientos Grises.
Kiun se encogió como si quisiera meter la cabeza entre los hombros.
«- La lengua de la gente sencilla ha de saber cuál es su sitio. Dios no le dio la lengua al pueblo para que charle, sino para lamer las botas de su amo, que como tal le fue dado por los siglos de los…»
En el poste que había a la entrada del albergue estaban atados los ensillados caballos de la patrulla de Milicianos Grises. La ventana estaba abierta, y se oían roncas y maldicientes voces, y el entrechocar de la taba contra la mesa. En la puerta estaba el propio Baco el Esqueleto, que cerraba completamente el paso con su descomunal panza. Vestía un chaquetón de cuero con las mangas remangadas, y sostenía un machete en su peluda mano. Posiblemente había estado cortando carne de perro para sus huéspedes y, sudando aún por el esfuerzo, había salido a refrescarse un poco. En la escalera estaba medio acurrucado un miliciano con el hacha de combate entre las rodillas. El mango del hacha empujaba su cara hacia un lado. Se notaba que había bebido mucho, y su aire era melancólico. Al ver al noble Don, tragó saliva y gritó con voz afónica: