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– ¡Lárguese! -grité-. ¡No hay nadie en casa!

Entonces empezaron a llamar con los nudillos. Y a tocar el timbre. Tiré la almohada y me levanté de la cama. Fui hasta la puerta con paso decidido, la abrí de un tirón y miré con furia.

– ¿Qué?

Era Kloughn.

– Es sábado -dijo-. He traído donuts. Yo desayuno donuts todos los sábados por la mañana.

Miró más atentamente.

– ¿Te he despertado? Madre mía, no tienes muy buena pinta al levantarte, ¿verdad? No me extraña que no te hayas casado. ¿Siempre duermes con chándal? ¿Cómo consigues que el pelo se te levante de esa manera?

– ¿Qué te parecería romperte la nariz por segunda vez? -pregunté.

Kloughn pasó por mi lado y se metió en el apartamento.

– He visto el coche en el aparcamiento. ¿Lo ha encontrado la policía? ¿Tienes mis esposas?

– No tengo tus esposas. Y vete de mi casa. Largo.

– Sólo necesitas un café -dijo Kloughn-. ¿Dónde tienes los filtros? Yo también me levanto hecho un cascarrabias. Y en cuanto tomo un café, vuelvo a ser persona.

¿Por qué a mí?, pensé.

Kloughn sacó el café del frigorífico y puso la cafetera en marcha.

– No estaba seguro de si los cazarrecompensas trabajaban los sábados -dijo-, pero he pensado que más vale prevenir que lamentar. Y aquí me tienes.

Estaba muda.

La puerta de entrada seguía abierta y oí que alguien, detrás de mí, golpeaba suavemente en el quicio. Era Morelli.

– ¿Interrumpo algo? -preguntó.

– No es lo que parece -dijo Kloughn-. Simplemente he traído donuts de mermelada.

Morelli me echó un vistazo.

– Horripilante.

Le miré con los ojos entornados.

– He pasado una mala noche.

– Eso me han contado. Por lo visto te vino a visitar un gran pájaro. ¿Un búho?

– ¿Y?

– ¿Hizo algún estropicio?

– Nada digno de mención.

– Ahora te veo más que cuando estábamos viviendo juntos -dijo Morelli-. ¿No estarás organizando todas estas movidas sólo para que me pase por aquí, verdad?

6

OH, Dios, no sabía que vosotros habíais vivido juntos -dijo Kloughn-. Oye, yo no quiero meterme en medio ni nada por el estilo. Sencillamente trabajamos juntos, ¿verdad?

– Verdad -dije.

– ¿O sea, que éste es el tío con el que estás comprometida? -preguntó Kloughn.

Una sonrisa se insinuó en la comisura de la boca de Morelli.

– ¿Estás comprometida?

– Algo así -respondí-. Ahora no quiero hablar de eso.

Kloughn dijo en tono de disculpa:

– Todavía no se ha tomado un café.

Morelli partió un trozo de un donut.

– ¿Tú crees que el café servirá de algo?

Los dos me miraron.

Con un brazo estirado señalé la puerta.

– Fuera.

Cuando salieron, di un portazo y corrí el cerrojo de seguridad. Me apoyé en la puerta y cerré los ojos. Morelli estaba estupendo. Camiseta y vaqueros, y una camisa de franela roja sin abrochar, como si fuera una chaqueta. Y, además, olía muy bien. Su aroma aún permanecía en mi recibidor, mezclado con el de los donuts de mermelada. Aspiré profundamente y tuve un ataque de lujuria. Después me di un pescozón mental. ¡He dejado que se vaya! ¿En qué estaba pensando? Ah, sí, ya recuerdo. Estaba pensando en que acababa de decir que estaba horripilante. ¡Horripilante! Tenía un calentón por un tipo que pensaba que yo era horripilante. Aunque, por otra parte, se había pasado para comprobar si me encontraba bien.

Mientras daba vueltas a estos pensamientos me dirigí al cuarto de baño. Ya me encontraba totalmente despejada. Ahora estaba dispuesta a enfrentarme al día. Encendí la luz y vi mi imagen en el espejo. ¡Aaaaarg! Horripilante.

Se me ocurrió que el sábado era un buen día para seguir a Dotty. No tenía ninguna razón especial para pensar que estaba ayudando a Evelyn. Era sólo una intuición. Pero a veces una intuición es todo lo que necesitas. Las amistades infantiles tienen algo especial. Pueden dejarse de lado por motivos de conveniencia, pero casi nunca se olvidan.

Mary Lou Molnar ha sido mi amiga desde que tengo memoria. La verdad es que, hoy en día, no se puede decir que tengamos mucho en común. Ahora es Mary Lou Stankovik. Está casada y tiene un par de crios. Y yo vivo con un hámster. Aun así, si tuviera que contarle un secreto a alguien, sería a Mary Lou Stankovik. Y si yo fuera Evelyn, recurriría a Dotty Palowsky.

Eran casi las diez cuando llegué a South River. Pasé por delante de la casa de Dotty y aparqué un poco más abajo, en la misma calle. El coche de Dotty estaba delante de la casa. En la acera había un Jeep rojo. No era el coche de Evelyn. Ella tenía un Sentra gris de hace nueve años. Empujé el asiento para atrás y estiré las piernas. Si hubiera sido un hombre el que acechara la casa habría resultado sospechoso. Afortunadamente, nadie prestaba demasiada atención a una mujer.

La puerta principal se abrió y de ella salió un hombre. Los dos niños de Dotty salieron detrás de él y le rodearon correteando. Él les agarró de la mano y todos juntos fueron hasta el Jeep y se metieron dentro.

El ex marido en día de visita.

El Jeep se alejó y cinco minutos después Dotty cerró la casa y se metió en su Honda. La seguí discretamente mientras salía de la urbanización en dirección a la autopista. No esperaba que la siguieran. Ni una sola vez miró por el retrovisor.

Fuimos directamente a uno de los centros comerciales de la carretera 18 y aparcamos delante de una librería. Observé a Dotty salir del coche y cruzar el aparcamiento hasta la tienda. Llevaba las piernas desnudas, un vestido de verano y una rebeca de punto. Yo habría tenido frío con aquella indumentaria. El sol brillaba, pero el aire era fresco. Supongo que a Dotty se le había acabado la paciencia para esperar el buen tiempo. Empujó la puerta y se dirigió directamente a la zona de la cafetería. Podía verla a través del ventanal del escaparate. Pidió un café solo y se lo llevó a una mesa. Se sentó de espaldas al escaparate y miró alrededor. Consultó el reloj y dio un sorbo al café. Esperaba a alguien.

Por favor, que sea Evelyn. Me facilitaría tanto las cosas…

Salí del coche y recorrí la corta distancia que me separaba de la librería. Me puse a curiosear la sección de detrás de la cafetería, oculta tras los estantes de libros. No conocía personalmente a Dotty, pero me preocupaba que ella me reconociera a mí. Recorrí la tienda con la mirada en busca de Annie y de Evelyn. Tampoco quería que me vieran ellas.

Dotty levantó la mirada de su café y la fijó en alguien. Seguí la dirección de sus ojos pero no vi ni a Annie ni a Evelyn. Estaba tan empeñada en que serían ellas que casi no distinguí al pelirrojo que se dirigía hacia Dotty. Era Steven Soder. Mi primera reacción fue salirle al paso. No sabía qué hacía allí, pero lo iba a estropear todo. Evelyn saldría corriendo si le veía. Y de repente lo comprendí, como el genio de la ciencia que soy: Dotty estaba esperándole.

Soder pidió un café y se lo llevó a la mesa de Dotty. Se sentó enfrente de ella y se arrellanó en la silla. Una postura arrogante. Veía su cara y no era amable.

Dotty se inclinó hacia adelante y le dijo algo a Soder. Él sonrió, con una sonrisa torcida que parecía más una mueca, y asintió con la cabeza. Mantuvieron una breve conversación. Soder apuntó con un dedo a la cara de Dotty y dijo algo que la hizo palidecer. Luego se levantó, hizo un comentario final y se fue. Su café se quedó intacto en la mesa. Dotty se recompuso, comprobó que Soder había desaparecido de vista y también se fue.

Seguí a Dotty hasta el aparcamiento. Ella se metió en su coche y yo corrí al mío. Un momento. No está. Sí, es verdad que a veces soy algo descuidada, pero normalmente recuerdo dónde he dejado el coche. Recorrí la fila de arriba abajo. Y las filas de al lado. El coche no estaba.

Dotty salió de su sitio en el aparcamiento y se dirigió a la salida. Un estilizado coche negro siguió de cerca al de Dotty. Jeanne Ellen.

– ¡Maldita sea!

Metí la mano en el bolso, busqué el teléfono móvil y marqué con violencia el número de Ranger.

– Llama a Jeanne Ellen y pregúntale qué ha hecho con mi coche -le dije a Ranger-. ¡Ahora mismo!

Un minuto después me llamaba Jeanne Ellen.

– Puede que haya visto un CR-V negro delante de la tienda de platos preparados -me dijo.

Apreté el botón de desconexión con tal fuerza que me rompí una uña. Volví a meter el teléfono en el bolso y recorrí furiosa el centro comercial en dirección a la tienda de comida preparada. Encontré el coche y lo examiné. No había arañazos que delataran por dónde había forzado la cerradura Jeanne Ellen. No había cables sueltos de hacer el puente. Había entrado en el coche y lo había movido sin dejar ni una señal de su presencia. Éste era un truco que Ranger podía llevar a cabo sin esfuerzo, y que yo no podía ni soñar en lograr. El hecho de que Jeanne Ellen pudiera hacerlo me reventaba.