Le di a Mabel un torpe abrazo, le dije que me enteraría de lo que pudiera y me fui.
Mi madre y mi abuela estaban esperándome a la entrada de la casa de mis padres, con la puerta entreabierta y las narices pegadas al cristal.
– Chist… -dijo mi abuela-. Entra deprisa. Estamos que nos morimos de curiosidad.
– No os lo puedo contar -contesté.
Las dos mujeres resollaron. Aquello era contrario a las leyes del Burg. En el Burg, la sangre siempre manda. La ética profesional no servía para nada cuando se trataba de un jugoso cotilleo entre miembros de la familia.
– Muy bien -dije, entrando-. Da lo mismo que os lo cuente. Os vais a enterar de todas maneras -en el Burg también somos muy reflexivos-. Cuando Evelyn se divorció le impusieron una cosa llamada «fianza de custodia infantil». Mabel puso su casa como garantía. Ahora Evelyn y Annie han desaparecido y a Mabel la está agobiando la compañía de fianzas.
– Oh, Dios mío -dijo mi madre-. No sabía nada.
– Mabel está preocupada por Evelyn y Annie. Evelyn le mandó una nota diciéndole que se iba a ir con Annie durante algún tiempo, pero no ha sabido nada más de ellas desde entonces.
– Si yo fuera Mabel estaría preocupada por mi casa -dijo la abuela-. A mí me parece que puede acabar viviendo en una caja de cartón debajo del puente.
– Le he dicho que la ayudaría, pero la verdad es que esto no es lo mío. No soy investigador privado.
– Podrías pedirle ayuda a tu amigo Ranger -dijo la abuela-. En cualquier caso estaría bien; con lo bueno que está, no me importaría verle pasearse por el vecindario.
Ranger es más un socio que un amigo, aunque también supongo que hay un cierto componente de amistad. Además de una tremenda atracción sexual. Hace unos meses hicimos un trato que me ha tenido obsesionada. Otra de esas cosas mías como lo de saltar desde el tejado del garaje a ver si volaba, sólo que en esta ocasión afectaba a mi dormitorio. Ranger es un cubano-norteamericano con la piel de color café con leche, más bien largo de café, y un cuerpo que sólo puede describirse como «ñam-ñam». Tiene una amplia cartera de clientes, un interminable y misterioso surtido de coches negros de lujo, y unas habilidades que dejan a Rambo a la altura de un aficionado. Estoy bastante segura de que sólo dispara contra los malos y creo que sería capaz de volar como Superman, aunque esta última parte nunca se ha confirmado. Ranger se dedica a la recuperación de fianzas, entre otras cosas. Y Ranger siempre consigue detener a sus fugitivos.
Mi Honda CR-V negro estaba aparcado junto a la acera. La abuela me acompañó hasta el coche.
– Si hay algo que pueda hacer no dejes de decírmelo -se ofreció-. Siempre he pensado que sería una buena detective, dado lo chismosa que soy.
– A lo mejor podrías indagar por el barrio.
– Por supuesto. Y mañana podría ir donde Stiva. Es el velatorio de Charlie Shleckner. He oído que Stiva ha hecho un gran trabajo con él.
Nueva York tiene el Lincoln Center. Florida tiene Disney World. El Burg tiene la Funeraria de Stiva. La Funeraria de Stiva no sólo es el centro de entretenimiento más importante del Burg, también es el centro neurálgico de la red informativa. Si no consigues enterarte de algún chismorreo en la Funeraria de Stiva, es que no hay ningún chismorreo.
Todavía era temprano cuando salí de casa de Mabel, así que pasé con el coche por delante de la casa de Evelyn en la calle Key. Era un pareado muy parecido al de mis padres. Un pequeño porche en la fachada, un pequeño patio detrás y una casa pequeña de dos pisos. En la parte de Evelyn no se veían señales de vida. Ningún coche aparcado delante. Ni luces encendidas detrás de las cortinas corridas. Según la abuela Mazur, Evelyn había vivido en aquella casa mientras estuvo casada con Steven Soder, y se había quedado en ella con Annie cuando él se fue. La propiedad es de Eddie Abruzzi, que alquila los dos domicilios. Abruzzi tiene varias casas en el Burg y un par de edificios de oficinas en el centro de Trenton. No le conozco personalmente, pero tengo entendido que no es precisamente el tío más encantador del universo.
Aparqué y me acerqué andando al porche de la casa de Evelyn. Golpeé ligeramente en la puerta. No hubo respuesta. Intenté espiar por la ventana del salón, pero las cortinas estaban bien cerradas. Me dirigí a un lado de la casa, poniéndome de puntillas para curiosear. No tuve suerte con las ventanas laterales del salón ni con las del comedor, pero mi insistencia fue recompensada en la cocina. Allí las cortinas no estaban corridas. En la encimera, junto al fregadero, había dos boles de cereales y dos vasos. Todo lo demás parecía recogido. Ni rastro de Evelyn ni de Annie. Regresé a la fachada principal y llamé a la casa de los vecinos.
La puerta se abrió y Carol Nadich me miró desde el interior.
– ¡Stephanie! -dijo-. ¿Qué tal estás?
Carol y yo fuimos al instituto juntas. Cuando nos graduamos, consiguió un trabajo en la fábrica de botones y dos meses más tarde se casaba con Lenny Nadich. De vez en cuando nos encontramos en la carnicería de Giovichinni, pero, aparte de eso, hemos perdido el contacto.
– No sabía que vivías aquí -dije-. Venía a preguntar por Evelyn.
Carol levantó los ojos al cielo.
– Todo el mundo está buscando a Evelyn. Y, para serte sincera, espero que nadie la encuentre. Salvo tú, claro. No le desearía a nadie que le encontraran los otros capullos.
– ¿Qué otros capullos?
– Su ex marido y sus amigos. Y el casero, Abruzzi, y sus esbirros.
– ¿Evelyn y tú erais amigas?
– Tan amigas como era posible serlo de Evelyn. Nosotros vinimos a vivir aquí hace dos años, antes del divorcio. Se pasaba el día tomando pastillas y por las noches bebía hasta que perdía el sentido.
– ¿Qué clase de pastillas?
– Unas que le recetaba el médico. Para la depresión, creo. Comprensible, puesto que estaba casada con Soder. ¿Le conoces?
– No mucho.
Vi a Steven Soder por primera vez hace nueve años, en la boda de Evelyn, y me cayó mal de inmediato. En los breves contactos que pude mantener con él a lo largo de los años siguientes, no encontré nada que hiciera cambiar mi primera mala impresión.
– Es un hijo de puta manipulador. Y maltratador -dijo Carol.
– ¿Pegaba a Evelyn?
– Que yo sepa, no. Sólo la maltrataba psicológicamente. Le oía gritarle a todas horas. Le decía que era estúpida. Estaba un poco rellenita y él la llamaba «la vaca». Y un día, de repente, la dejó y se fue a vivir con otra mujer. Joanne no sé qué. Fue lo mejor que le pudo pasar a Evelyn.
– ¿Tú crees que Evelyn y Annie estarán bien?
– Por Dios, espero que sí. Las dos se merecen un respiro.
Dirigí la mirada a la puerta de Evelyn.
– Supongo que no tendrás la llave.
Carol negó con la cabeza.
– Evelyn no se fiaba de nadie. Estaba muy paranoica. Creo que ni siquiera su abuela tenía llave. Y no me dijo adonde se iba, en caso de que ésa fuera la siguiente pregunta. Un día simplemente cargó un puñado de bolsas en el coche y se largó.
Le di a Carol una de mis tarjetas y me dirigí a casa. Vivo en un apartamento de un edificio de ladrillo de tres plantas, a unos diez minutos del Burg… cinco si llego tarde a cenar y pillo bien los semáforos. El edificio se construyó en un momento en el que la energía era barata y la arquitectura estaba inspirada en la economía. Mi cuarto de baño es naranja y marrón, el frigorífico verde aguacate y las ventanas fueron fabricadas antes del Climalit. A mí me vale. El alquiler es razonable y los otros inquilinos no están mal. El inmueble está habitado mayoritariamente por ancianos de rentas modestas. Los ancianos son, por regla general, buena gente… siempre que no les dejes ponerse al volante de un coche.
Aparqué en el estacionamiento y entré por la puerta de doble acristalamiento que da paso a un pequeño vestíbulo. Me sentía rellena de pollo, patatas, salsa, pastel de chocolate y bizcocho de café de Mabel, así que me salté el ascensor y subí las escaleras en penitencia. Vale, sólo es un piso, pero por algo se empieza, ¿no?
Cuando abrí la puerta del apartamento, mi hámster, Rex, me estaba esperando. Rex vive dentro de una lata de sopa instalada en un acuario de cristal que tengo en la cocina. Dejó de correr en su rueda cuando encendí la luz y se me quedó mirando con los bigotes temblorosos. Me gusta pensar que con ello quiere decir «bienvenida a casa», pero seguramente es más «¿quién cono ha encendido la luz?». Le di una pasa y un pedacito de queso. Se metió la comida en los carrillos y desapareció dentro de la lata de sopa. Y hasta ahí llega la relación con mi compañero de piso.
Hubo un tiempo en que Rex compartía su condición de compañero de piso con un poli de Trenton llamado Joe Morelli. Morelli es dos años mayor que yo, quince centímetros más alto y tiene una pistola más grande que la mía. Empezó a mirar debajo de mi falda cuando yo tenía seis años y nunca ha conseguido librarse de esa fea costumbre. Últimamente hemos tenido algunas diferencias de opinión y, en la actualidad, el cepillo de dientes de Morelli no está en mi cuarto de baño. Desgraciadamente es mucho más difícil sacar a Morelli de mi corazón que de mi cuarto de baño. Aunque hago lo que puedo.