– ¿Podrías pasarte por mi despacho? -preguntó-. Me gustaría hablar contigo.
Crucé la ciudad y recibí otra llamada en el momento en que me encontraba recorriendo la calle de la oficina de Sebring en busca de un sitio donde aparcar.
– Es un mamarracho -dijo Valerie-. No me dijiste que era un mamarracho.
– ¿Quién?
– Albert Kloughn. ¿Y esa manía que tiene de estar pegado a una? A veces puedo sentir su aliento en el cuello, en serio.
– Es inseguro. Intenta pensar en él como en una mascota.
– Un labrador amarillo.
– Más bien un hámster gigante.
– Tenía ciertas esperanzas de que se casara conmigo -dijo Valerie-. Esperaba que fuera más alto.
– Valerie, no se trata de un ligue. Es un empleo. ¿Dónde está ahora?
– Ha pasado a la lavandería. Hay algún problema con la máquina expendedora de detergente.
– Es un buen tipo. Puede que un poquito enervante. Pero no te despedirá por tirar la sopa de pollo. De hecho, te comprará otra cosa para almorzar. Piénsalo.
– Y no tendría que haberme puesto estos zapatos -dijo Valerie-. Voy vestida fatal.
Corté la comunicación y encontré un sitio para aparcar en una calle frente a la oficina de Sebring. Metí una moneda en el parquímetro y me aseguré de que se ponía en marcha. No quería que me pusieran otra multa por aparcamiento indebido. Todavía no había pagado la última.
La secretaria de Sebring me acompañó al piso superior y me condujo a su despacho privado. Sebring me estaba esperando. Y también Jeanne Ellen Burrows.
Alargué mi mano hacia Sebring.
– Un placer volver a verte -dije.
Saludé a Jeanne Ellen con un movimiento de cabeza. Ella me devolvió una sonrisa.
– Supongo que te has quedado sin un trabajo -dije a Jeanne Ellen.
– Sí. Y hoy mismo me voy a Puerto Rico a detener a un fugitivo por encargo de Les. Quería contarte algo de Soder antes de irme. No sé que tendrá de cierto, pero Soder insistía en que Annie estaba en peligro. Nunca me contó de qué se trataba, pero consideraba que Evelyn no estaba capacitada para proteger a la niña. No tuve éxito en localizar a Annie, pero me di cuenta de que Dotty era el contacto… el eslabón más débil. Por eso la vigilaba.
– ¿Y la puerta de atrás? Estaba sin vigilancia.
– Tenía micrófonos en la casa -dijo Jeanne Ellen-. Sabía que estabas dentro.
– ¿Con la casa pinchada y no pudiste encontrar a Evelyn?
– Nunca se mencionó el paradero de Evelyn. Tú me descubriste antes de que tuviera la oportunidad de seguir a Dotty hasta Evelyn.
– ¿Y qué me dices de Soder? ¿De la escena en la librería y en la casa de Dotty?
– Soder era un idiota. Estaba convencido de que, con amenazas, podía hacer que Dotty hablara.
– ¿Por qué me estás contando todo esto?
Jeanne Ellen se encogió de hombros.
– Cortesía profesional.
Dirigí la mirada a Sebring.
– ¿Tienes algún interés especial en todo esto?
– No, a no ser que Soder vuelva de entre los muertos.
– ¿Tú qué opinas? ¿Crees que Annie está en peligro?
– Alguien ha matado a su padre -dijo Sebring-. No es buena señal. A no ser, claro está, que fuera la madre de Annie la que contratara a los asesinos. En tal caso, todo sería miel sobre hojuelas.
– ¿Algunos de los dos sabe cómo encaja Eddie Abruzzi en este rompecabezas?
– Era el dueño del bar de Soder -respondió Jeanne Ellen-. Y Soder le tenía miedo. Si Annie estaba de verdad en peligro, creo que la amenaza podía provenir de Abruzzi. No por nada en concreto; no es más que una sensación que tengo.
– He oído que te encontraste a Soder muerto en tu sofá -dijo Sebring-. ¿Sabes lo que eso significa?
– ¿Que mi sofá tiene el mal fario de la muerte?
Sebring sonrió y sus dientes casi me cegaron.
– El mal fario no se puede lavar -dijo-. Una vez que se instala en el sofá, allí se queda para siempre.
Salí del despacho con aquella alegre nota final. Entré en el coche y me tomé un respiro para repasar todas las novedades. ¿Qué significaba todo aquello? No significaba gran cosa. Reforzaba mi temor de que Evelyn y Annie no sólo huían de Soder, sino también de Abruzzi.
Valerie volvió a llamar.
– Si salgo a comer con Albert, ¿será como estar ligando?
– Sólo si te desgarra la ropa.
Colgué y puse el coche en marcha. Iba a regresar al Burg y a hablar con la madre de Dotty. Era el único contacto que tenía con Evelyn. Si la madre de Dotty me decía que Dotty y Evelyn estaban bien y que volvían a casa, daría por cerrado el caso. Me iría al centro comercial y me haría la manicura.
La señora Palowski abrió la puerta y dio un respingo al verme en su porche.
– Dios mío -dijo. Como si el mal fario fuera contagioso.
Le dediqué una sonrisa de confianza y un ligero saludo con los dedos.
– Hola. Espero no ser inoportuna.
– En absoluto, querida. Me he enterado de lo de Steven Soder. No sé ni qué pensar.
– Yo tampoco -dije-. No sé por qué lo dejaron en mi sofá -hice una mueca de disgusto-. Imagínese. Al menos no lo mataron allí. Lo metieron ya muerto -en cuanto lo dije me sonó sin sentido. Dejar un cadáver serrado por la mitad en el sofá de una chica no suele ser un acto fortuito-. La cuestión, señora Palowski, es que necesito hablar con Dotty. Tenía la esperanza de que se hubiera enterado de lo de Soder y se hubiera puesto en contacto con usted.
– Pues la verdad es que sí. Me ha llamado esta mañana y le he dicho que tú la andabas buscando.
– ¿Le ha dicho cuándo pensaba volver?
– Ha dicho que iba a estar fuera algún tiempo. Eso es todo.
Me quedé sin manicura.
La señora Palowski se envolvió en sus propios brazos con fuerza.
– Evelyn ha metido a Dotty en todo este lío, ¿verdad? No es el estilo de Dotty dejar el trabajo y sacar a Amanda del colegio para irse de excursión al campo. Creo que pasa algo malo. Me enteré de lo de Steven Soder y me fui directamente a misa. Pero no a rezar por él. Por mí se puede ir al infierno -se santiguó-. Recé por Dotty.
– ¿Tiene alguna idea de dónde puede estar su hija? Si intentaba ayudar a Evelyn, ¿dónde puede haberla llevado?
– No lo sé. Le he estado dando vueltas, pero no se me ocurre nada. Dudo que Evelyn tenga mucho dinero. Y Dotty tiene siempre lo justo. Por eso no me las imagino cogiendo un avión. Ayer Dotty dijo que tenía que parar un momento en el centro comercial y comprar algunas cosas de camping que le faltaban, o sea que a lo mejor está realmente de acampada. A veces, antes del divorcio, Dotty y su marido iban al camping que hay en Washington Crossing. No me acuerdo del nombre, pero estaba cerca del río y se podían alquilar pequeñas caravanas.
Conocía aquel camping. Había pasado por delante de él un millón de veces al ir a New Hope.
Bueno, ahora ya estaba en el buen camino. Tenía una pista. Podía ponerme a investigar en el camping. Lo único malo era que no me apetecía investigar sola. En esta época del año estaba demasiado solitario. Demasiado fácil para que Abruzzi me tendiera una emboscada. Por eso, respiré profundamente y llamé a Ranger.
– Sí -contestó Ranger.
– Tengo una pista sobre Evelyn y me vendría bien un poco de respaldo.
Veinte minutos más tarde aparcaba en el estacionamiento de Washington Crossing y Ranger se detenía a mi lado. Conducía un brillante todoterreno negro con llantas desmesuradas y faros extras encima de la cabina. Cerré mi coche y me instalé en el asiento del copiloto. El interior del coche era como si Ranger se comunicara con Marte habitualmente.
– ¿Cómo anda tu salud mental? -preguntó-. Me he enterado de lo de Soder.
– Todavía tiemblo.
– Yo tengo un remedio.
Ay, madre.
Metió la marcha y se dirigió a la salida.
– Ya sé lo que estás pensando -dijo-. Y no me refería a eso. Iba a sugerirte algo de trabajo.
– Ya lo sabía.
Me miró y sonrió.
– Estás loca por mí.
Era cierto. Que Dios me ayude.
– Vamos hacia el norte -dije-. Existe una posibilidad de que Dotty y Evelyn estén en las caravanas del camping.
– Conozco bien ese camping.
La carretera estaba desierta a esas horas del día. Dos carriles que serpenteaban paralelos al río Delaware atravesando la campiña de Pensilvania. Grupos de árboles y racimos de casas preciosas bordeaban la carretera. Ranger conducía en silencio. Su busca sonó dos veces, y las dos veces leyó el mensaje y no contestó. Las dos veces se guardó para sí lo que decía el mensaje. Un comportamiento normal en Ranger. Llevaba una vida secreta.
El busca sonó por tercera vez. Ranger se lo soltó del cinturón y leyó el mensaje. Luego limpió la pantalla, volvió a guardarse el busca y siguió con la mirada fija en la carretera.
– Hola -dije.
Dirigió los ojos a mí.
Ranger y yo éramos como agua y aceite. Él era el Hombre Misterioso y yo Doña Curiosidad. Ambos lo sabíamos. Ranger lo soportaba con una actitud moderadamente divertida. Yo lo soportaba apretando los dientes.
Bajé la mirada a su busca.
– ¿Jeanne Ellen? -pregunté. No pude evitarlo.
– Jeanne Ellen está camino de Puerto Rico -dijo Ranger.
Nos miramos a los ojos un instante, y luego volvió a concentrar su atención en la carretera. Fin de la conversación.
– Menos mal que tienes un buen culo -dije-. Porque desde luego puedes ser muy borde.
– El culo no es mi mejor parte, cariño -dijo Ranger sonriéndome.
Y aquello sí que daba por terminada la conversación. No tuve respuesta.
Diez minutos después llegábamos al camping. Estaba situado entre la carretera y el río, y pasaba completamente desapercibido. No tenía ningún cartel indicador. Y no tenía nombre, que nosotros supiéramos. Un camino de tierra bajaba a una pradera de casi media hectárea. En la orilla del río había desperdigadas una serie de cabanas y de caravanas destartaladas, todas ellas con una mesa de picnic y una parrilla en el exterior. En aquel momento tenía cierto aire de abandono. Y producía una ligera sensación de riesgo e intriga, como un campamento gitano.
Ranger recorrió la entrada, inspeccionando los alrededores.
– Ni un coche -dijo.
Metió el vehículo en el camino y aparcó. Introdujo la mano debajo del salpicadero, sacó una Glock y nos apeamos.
Examinamos sistemáticamente todas las cabanas y caravanas, intentado abrir las puertas, mirando por las ventanas, comprobando si las parrillas se habían usado recientemente. La cerradura de la cuarta cabaña estaba rota. Ranger llamó una vez con los nudillos y abrió la puerta.
La habitación central tenía una pequeña cocina en un extremo. Nada de alta tecnología. Fregadero, fogón y un frigorífico de los años cincuenta. El suelo estaba revestido de linóleo sucio. Al fondo había un sofá grande, una mesa y cuatro sillas. La otra habitación de la cabaña era un dormitorio con dos pares de literas. Éstas tenían colchones, pero no había ni sábanas ni mantas. El cuarto de baño era minúsculo. Un lavabo y un retrete. Ni ducha ni bañera. La pasta de dientes que encontramos en el lavabo parecía reciente.
Ranger recogió del suelo una pinza del pelo de color rosa, de niña.
– Se han marchado -dijo.
Examinamos el frigorífico. Estaba vacío. Salimos de allí e inspeccionamos las cabanas y caravanas restantes. Todas estaban cerradas. Inspeccionamos el contenedor de basura y encontramos una sola bolsa de desperdicios.
– ¿Tienes alguna otra pista? -preguntó Ranger.
– No.
– Vamos a pasarnos por sus casas.