Los movimientos frenéticos y el «no, no, no» se repitieron una vez más. Y luego se oyó dentro de la secadora algo que sonó como un pedo.
Valerie y yo retrocedimos un paso.
– Me parece que está nervioso -dijo Valerie.
Seguramente había algún mecanismo de apertura dentro, pero Kloughn estaba encajado de espaldas a la puerta y no podía acceder a él.
Rebusqué en el fondo del bolso y encontré algunas monedas. Introduje una en la ranura, bajé el calor al mínimo y puse la secadora en marcha.
Los balbuceos de Kloughn se convirtieron en gritos mientras se bamboleaba un poco, pero en general mantenía bastante bien la estabilidad. Al cabo de cinco minutos la secadora detuvo su bamboleo. Hoy en día no te dan mucho más por una moneda de veinticinco centavos.
La puerta se abrió con facilidad y entre Valerie y yo sacamos a Kloughn y le ayudamos a ponerse en pie. Tenía el pelo esponjado, como el plumón de una cría de petirrojo. Estaba calentito y olía bien, igual que la ropa recién planchada. Tenía la cara enrojecida y los ojos vidriosos.
– Creo que me he tirado un pedo -dijo.
– ¿Sabes una cosa? -dijo la señora del jersey azul-. He encontrado mi alianza. No estaba en la secadora después de todo. Me la guardé en el bolsillo y se me olvidó.
– Qué bien -dijo Kloughn con la mirada perdida y un poco de saliva en la comisura de los labios.
Valerie y yo le teníamos sujeto por los sobacos.
– Ahora nos vamos a la oficina -dije a Kloughn-. Intenta andar.
– Todo me da vueltas. Estoy fuera de la máquina, ¿verdad? Sólo estoy un poco mareado, ¿verdad? Todavía oigo el motor. Tengo el motor metido en la cabeza -Kloughn movía las piernas como el monstruo de Frankenstein-. No siento los pies -dijo-. Se me han dormido.
A tirones y empujones conseguimos llevarle al despacho y le sentamos en su silla.
– Ha sido como montarse en una atracción de feria -dijo-. ¿Habéis visto cómo daba vueltas? Era como la casa de la risa, ¿verdad? Como en el parque de atracciones. Yo siempre me subo a todo. Estoy acostumbrado a ese tipo de cosas. Siempre me pongo en primera fila.
– ¿De verdad?
– Bueno, no. Pero lo pienso muchas veces.
– ¿A que es una monada? -dijo Valerie, y le besó en la coronilla de su esponjosa cabeza.
– Caramba -dijo Kloughn con una amplia sonrisa-. Caray.
11
DECLINÉ LA INVITACIÓN a comer de Kloughn y preferí pasarme por la oficina de fianzas.
– ¿Alguna novedad? -pregunté a Connie-. Me he quedado sin fugitivos.
– ¿Y qué pasa con Bender?
– No me gustaría quitárselo a Vinnie.
– Vinnie tampoco lo quiere -dijo Connie.
– No es eso -gritó Vinnie desde dentro de su despacho-. Lo que pasa es que tengo muchas cosas que hacer. Cosas importantes.
– Sí -dijo Lula-, tiene que tocarse las pelotas.
– Será mejor que me traigas a ese tío -gritó Vinnie-. No me hace ninguna gracia perder la fianza de Bender.
– Creo que Bender tiene algo -dijo Lula-. Es uno de esos borrachos con suerte. Es como si tuviera línea directa con Dios. Dios protege a los débiles y a los inútiles, como ya sabéis.
– No es Dios quien protege a Bender -gritó Vinnie-. Bender sigue libre porque tengo en nómina a un par de taradas incompetentes.
– Vale, muy bien -dije-. Vamos a atrapar a Bender.
– ¿Nosotras? -preguntó Lula.
– Sí, tú y yo.
– Ya lo hemos intentado -dijo Lula-. Te estoy diciendo que está bajo la protección de Dios. Y yo no voy a meter las narices en los asuntos de Dios.
– Te invito a comer.
– Voy a por el bolso.
– Una cosa -dije a Connie-. Necesito unas esposas.
– No hay más esposas -gritó Vinnie-. ¿Tú te crees que las esposas caen del cielo?
– No puedo detenerle sin esposas.
– Improvisa.
– Oye -dijo Lula mirando por el gran ventanal de la oficina-, fijaos en el coche que acaba de aparcar al lado del de Stephanie. Dentro van un oso y un conejo. Y el oso es el que conduce.
Todas nos asomamos a la ventana.
– Ah-ah -dijo Lula-, ¿no acaba de tirar el conejo algo en el coche de Stephanie?
Se oyó un ensordecedor ¡buuuuumm!, y el CR-V voló varios metros por el aire y estalló en una llamarada.
– Parece que era una bomba -dijo Lula.
Vinnie salió corriendo de su despacho.
– ¡La hostia! -exclamó-. ¿Qué ha sido eso? -se detuvo y se quedó sin respiración al ver la columna de fuego que se elevaba delante de su oficina.
– No es nada, sólo otro de los coches de Stephanie volando por los aires -dijo Lula-. Un enorme conejo le ha tirado una bomba.
– ¿No te revienta que hagan eso? -dijo Vinnie. Y se volvió a su despacho.
Lula, Connie y yo bajamos a la calle a ver cómo ardía el CR-V. Un par de coches patrulla llegaron ululando al lugar, seguidos de una ambulancia y dos coches de bomberos.
Cari Costanza salió de uno de los vehículos de la policía.
– ¿Hay algún herido?
– No.
– Bien -dijo, mientras en su cara se dibujaba una sonrisa-. Entonces puedo disfrutarlo. Me perdí lo de las arañas y el fiambre del sofá.
El compañero de Costanza, Big Dog, se acercó a nosotras.
– Así se hace, Steph -dijo-. Todos nos preguntábamos cuándo te cargarías otro coche. Apenas me acuerdo de la última explosión.
Costanza asintió con la cabeza.
– Hace meses.
Vi a Morelli aparcar detrás de un coche de bomberos. Se bajó de la camioneta y se acercó caminando.
– Dios bendito -dijo, contemplando lo que se estaba transformando a toda velocidad en un montón de chatarra calcinada.
– Era el coche de Steph -explicó Lula-. Lo ha bombardeado un conejo gigante.
Morelli adoptó un gesto de seriedad y me miró.
– ¿Es cierto?
– Lula lo vio.
– Supongo que no quieres ni plantearte la posibilidad de tomarte unas vacaciones -dijo Morelli-. Irte a Florida un mes o dos, por ejemplo.
– Me lo pensaré -contesté-. En cuanto detenga a Andy Bender.
Morelli conservaba el gesto serio.
– Me sería más fácil detenerle si tuviera un par de esposas.
Morelli metió la mano debajo de su jersey y sacó unas esposas. Me las entregó sin decir una palabra, con la misma expresión en la cara.
– Dales un beso de despedida -murmuró Lula detrás de mí.
En términos generales, un Trans Am rojo no es un buen coche para hacer guardias. Afortunadamente, con el nuevo pelo teñido de amarillo canario de Lula y mis ojos sobrecargados de rímel, teníamos toda la pinta de dos mujeres de negocios, de esas que podían estar en un Trans Am rojo enfrente de la casa de Bender.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Lula-. ¿Se te ocurre alguna idea?
Yo estaba observando con prismáticos las ventanas de Bender.
– Creo que hay alguien dentro, pero no consigo ver lo suficiente para saber quién es.
– Podríamos llamar por teléfono y ver quién contesta -dijo Lula-. Lo malo es que me he quedado sin dinero para el móvil y el tuyo ardió en el coche.
– Podríamos ir y llamar a la puerta.
– Sí, me gusta la idea. A lo mejor nos vuelven a tirotear. Tenía la esperanza de que alguien me disparara hoy. Ha sido lo primero que he pensado al levantarme: jo, espero que alguien me pegue un tiro hoy.
– Sólo nos han disparado aquella vez.
– Eso me tranquiliza mucho -dijo Lula.
– Bueno, ¿y qué se te ocurre?
– Se me ocurre que nos vayamos a casa. Ya te lo he dicho: Dios no quiere que pillemos a ese sujeto. Hasta mandó a un conejo para volar tu coche.
– Dios no envió a un conejo a volar mi coche.
– ¿Qué otra explicación le encuentras? ¿Crees que se ve todos los días un conejo conduciendo un coche por la calle?
Abrí la puerta de un empujón y salí del Trans Am. Llevaba las esposas en una mano y el spray de pimienta en la otra.
– Estoy de mal humor -dije a Lula-. Estoy hasta la coronilla de serpientes, arañas y cadáveres. Y ahora no tengo ni coche. Voy a entrar y voy a sacar a Bender a rastras. Y después de entregar su lamentable culo en la comisaría de policía me voy a ir a Chevy's y me voy a tomar uno de esas margaritas de tres litros que hacen.
– Ya -dijo Lula-. Y supongo que quieres que vaya contigo.
Yo ya estaba a mitad del jardín.
– Lo que quieras -dije-. Haz lo que te salga de las narices.
Oía a Lula resoplando detrás de mí.
– Oye, conmigo no te pongas así -decía-. No me digas que haga lo que me salga de las narices. Ya te he dicho lo que quiero hacer. Y ¿ha servido de algo? Pues no.
Llegué a la puerta de la casa de Bender y probé el picaporte. La puerta estaba cerrada por dentro. Llamé con fuerza, tres veces. No hubo respuesta, así que llamé otras tres veces con el puño.
– Abran la puerta -grité-. Agentes de fianzas.
La puerta se abrió y la mujer de Bender se me quedó mirando.
– No es el momento oportuno -dijo.
– Nunca es el momento oportuno -respondí, y la retiré a un lado.