– ¡Corre, pedazo de cabrón! -aullaba-. ¡Corre, corre, corre, maldito hijo de puta!
Yo no estaba muy segura de lo que quería. Por un lado quería que ganara, pero me temía que si ganaba se pondría insoportable con el rollo del horóscopo.
Los caballos cruzaron la línea de meta y Lula no dejaba de saltar.
– ¡Sí! -gritaba-. ¡Sí, sí, sí!
La miré.
– Has ganado, ¿verdad?
– Puedes apostar el culo a que sí. Veinte a uno. Debo de ser la única genio en todo este puñetero sitio que ha apostado por esa maravilla de cuatro patas. Voy por mi dinero. ¿Vienes conmigo?
– No, me voy a quedar aquí. Quiero buscar a Abruzzi ahora que esto se va despejando de gente.
13
PARTE DEL PROBLEMA era que veía a toda la gente de barrera de espaldas. Ya es bastante difícil reconocer a alguien que conoces íntimamente de esa manera. Casi imposible localizar a una persona que sólo has visto dos veces y muy brevemente.
Lula se dejó caer en el asiento de mi lado.
– No te lo vas a creer – dijo-. Acabo ver los ojos del diablo.
Tenía su recibo de apuestas agarrado fuertemente en una mano e hizo la señal de la cruz.
– Santa Madre de Dios. Fíjate. Me estoy santiguando. ¿Pero qué hago? Soy baptista. Los baptistas no hacemos ese rollo de la cruz.
– ¿Los ojos del diablo? -pregunté.
– Abruzzi. Me he encontrado con Abruzzi. Venía de recoger el dinero y de hacer otra apuesta, y me di de bruces con él, como si fuera el destino. Me miró de arriba a abajo y yo le miré a los ojos y casi me meo en los pantalones. Cuando veo esos ojos siento como si la sangre se me helara.
– ¿Te ha dicho algo?
– No. Me ha sonreído. Ha sido espantoso. Una de esas sonrisas que son como un corte en la cara que no alcanza a los ojos. Y, con una tranquilidad escalofriante, se ha dado la vuelta y se ha alejado.
– ¿Estaba solo? ¿Cómo iba vestido?
– Estaba con ese tal Darrow otra vez. Creo que Darrow debe de ser su guardaespaldas. Y no sé cómo iba vestido. Cuando estoy a dos metros de Abruzzi es como si se me paralizara el cerebro. Esos espeluznantes ojos me anulan por completo -Lula se estremeció-. Diosssss -dijo.
Al menos ya sabía que Abruzzi estaba allí. Y que estaba con Darrow. Volví a recorrer con la mirada la gente de la barrera. Empezaba a reconocer a algunos. Se iban a hacer las apuestas y volvían a su lugar preferido.
Era gente de Jersey. Los más jóvenes iban vestidos con camisetas y vaqueros o pantalones de trabajo. Los mayores llevaban pantalones de poliéster Sansabelt y polos de punto de tres botones. Sus expresiones eran animadas. Los de Jersey no son muy comedidos. Y sus cuerpos estaban acolchados con una buena capa protectora a base de pescado frito y grasa de bocadillos de salchicha.
Con el rabillo del ojo vi a Lula santiguarse otra vez.
– Me reconforta -dijo al darse cuenta de que la observaba-. Creo que es posible que los católicos hayan acertado con esto.
Empezó la tercera carrera y Lula se levantó de su asiento como un cohete.
– ¡Corre, Elección de Dama! -gritó-. ¡Elección de Dama! ¡Elección de Dama!
Elección de Dama ganó por media cabeza y Lula se quedó anonadada.
– He vuelto a ganar -dijo-. Aquí pasa algo raro. Yo no gano nunca.
– ¿Por qué has apostado a Elección de Dama?
– Era obvio. Yo soy una dama. Y tenía que elegir.
– ¿Tú crees que eres una dama?
– Joder, claro -dijo Lula.
Esta vez salí con ella de las gradas y la acompañé a las ventanillas. Se movía con cautela, mirando a todas partes, intentando evitar otro encuentro con Abruzzi. Yo miraba con la intención contraria.
Lula se paró y se puso rígida.
– Ahí está -dijo-. En la ventanilla de cincuenta dólares.
Yo también le había visto. Era el tercero de la cola. Darrow estaba detrás de él. Sentí que todos los músculos de mi cuerpo se contraían. Era como si me tensara desde los ojos hasta el mismísimo esfínter.
Fui hasta donde estaba y me planté delante de su cara.
– Hola -dije-. ¿Se acuerda de mí?
– Por supuesto -dijo Abruzzi-. Tengo tu retrato enmarcado encima de la mesa de mi despacho. ¿Sabes que duermes con la boca abierta? La verdad es que resulta muy sensual.
Me quedé inmóvil para no mostrar ninguna emoción. Lo cierto era que me dejaba sin respiración. Y me provocaba una punzada de repulsión que me revolvía el estómago. Esperaba que dijera algo de las fotos. Pero no esperaba aquello.
– Supongo que tiene que organizar esas bromas estúpidas para compensar que no está teniendo ningún éxito en localizar a Evelyn -dije-. Ella tiene algo que usted quiere y no puede obtenerlo, ¿verdad?
Ahora le tocó a Abruzzi quedarse parado. Durante un aterrador instante creí que me iba a pegar. Luego recuperó la compostura y la sangre volvió a correr por su rostro.
– Eres una putilla estúpida -dijo.
– Sí -respondí-. Y además soy su peor pesadilla -de acuerdo, era una frase como de película mala, pero siempre había querido decirla-. Y no me impresiona nada lo del conejo. Estuvo bien la primera vez, cuando metieron a Soder en mi apartamento, pero empieza a resultar manido.
– Tú dijiste que te gustaban los conejos -dijo Abruzzi-. ¿Ya no te gustan tanto?
– Espabile -le contesté-. Búsquese otro pasatiempo.
Y giré sobre mis talones y me largué.
Lula me esperaba a la entrada del túnel que llevaba a nuestros asientos.
– ¿Qué le has dicho?
– Le he dicho que no apostara a Sueño de Melocotón en la cuarta.
– Y un cuerno -replicó Lula-. No es frecuente ver a un hombre ponerse tan pálido.
Cuando llegamos a los asientos las rodillas me flaqueaban y las manos me temblaban tanto que me costaba sujetar el programa.
– ¡Dios! -dijo Lula-. ¿No estarás teniendo un ataque al corazón o algo parecido, verdad?
– Estoy bien -respondí-. Es la emoción de las carreras.
– Ya, eso me imaginaba.
– No es porque me asuste Abruzzi -se me escapó una risita histérica.
– Claro, ya lo sé -dijo Lula-. A ti no te asusta nada. Eres una cazarrecompensas fuerte y dura.
– Exactamente -afirmé. Y me concentré en estabilizar la respiración.
– Tendríamos que hacer esto más a menudo -dijo Lula saliendo de mi coche y abriendo el Trans Am.
Estaba aparcado en la calle, enfrente de la oficina. La oficina estaba cerrada, pero la librería nueva del edificio de al lado seguía abierta. Las luces estaban encendidas y se veía a Maggie Masón desembalando libros en el escaparate.
– Perdí en la última carrera -dijo Lula-, pero aparte de eso he tenido un día muy bueno. Me lo he tomado con calma. La próxima vez podríamos ir a Freehold y así no tendríamos que preocuparnos por encontrarnos a ya sabes quién.
Lula se fue en su coche, pero yo me quedé allí. Ahora estaba como Evelyn. Sin un lugar seguro donde vivir. A falta de algo mejor, me fui al cine. A media película me levanté y me salí. Me metí en el coche y me fui a casa. Aparqué en el estacionamiento y no me permití dudar un instante al volante. Salí del CR-V, lo cerré con el control remoto y me dirigí, decidida, a la puerta trasera que daba al vestíbulo. Subí en ascensor al segundo, recorrí el pasillo y abrí la puerta de mi apartamento. Inspiré profundamente y entré. Estaba muy silencioso. Y oscuro.
Encendí las luces… todas las luces que había en la casa. Pasé de una habitación a otra, sorteando el sofá del mal fario. Volví a la cocina, saqué seis galletas de la bolsa de galletas de chocolate congeladas y las puse encima de una hoja de papel de hornear. Las metí en el horno y me quedé allí, esperando. Al cabo de cinco minutos toda la casa olía a galletas caseras. Animada por el aroma, me dirigí al salón y miré al sofá. Parecía perfecto: ni manchas, ni huellas del cadáver.
«¿Ves, Stephanie?», me dije a mí misma. «El sofá está bien. No hay motivos para tenerle miedo».
«¡Ja!», me susurró al oído una Irma invisible. «Todo el mundo sabe que el mal fario no se ve. Y, créeme, este sofá tiene un mal fario de lo peor y más gordo que haya visto en mi vida. Este sofá tiene la madre de todo el mal fario».
Intenté obligarme a sentarme en él, pero no fui capaz de lograrlo. Soder y el sofá estaban firmemente unidos en mi cabeza. Sentarse en aquel sofá era como sentarse en el regazo serrado por la mitad de Soder. El apartamento era demasiado pequeño para que conviviéramos el sofá y yo. Uno de los dos tendría que marcharse.
– Lo siento -dije al sofá-. No es nada personal, pero has pasado a mejor vida.
Me incliné sobre uno de sus extremos y empujé el sofá por el salón y por el pequeño vestíbulo de enfrente de la cocina, hasta sacarlo por la puerta y dejarlo en el descansillo. Lo coloqué contra la pared, entre mi apartamento y el de la señora Karwatt. Luego entré corriendo en casa, cerré la puerta y solté un suspiro. Sabía que el mal fario no existía. Lamentablemente, eso era en el plano intelectual. Y el mal fario es una realidad emocional.