Saqué las galletas del horno, las puse en un plato y me las llevé al salón. Encendí la televisión y busqué una película. Irma no había dicho nada de que el mal fario se quedara en el mando, por lo que supuse que no se pegaba a los aparatos electrónicos. Acerqué una silla del comedor hacia el televisor, me comí dos galletas y me puse a ver la película.
A mitad de la película sonó el timbre de la puerta. Era Ranger. Vestido, como siempre, de negro. Con su cinturón de herramientas, como si fuera Rambo. El pelo recogido atrás. Cuando abrí la puerta permaneció en silencio. Las comisuras de su boca se curvaban levemente con la promesa de una sonrisa.
– Cariño, tu sofá está en el descansillo.
– Tiene el mal fario de la muerte.
– Sabía que tenía que haber una buena razón.
Le hice un gesto de desaprobación con la cabeza.
– Eres un presuntuoso -no sólo me había localizado en las carreras; además, su caballo había pagado cinco a uno.
– Hasta los superhéroes necesitan divertirse de vez en cuando -dijo, mirándome de arriba a abajo y entrando en el salón por delante de mí-. Huele como si quisieras marcar tu territorio con galletas de chocolate.
– Necesitaba algo con lo que exorcizar los demonios.
– ¿Algún problema?
– No -no desde que había sacado el sofá al descansillo-. ¿Qué hay de nuevo? Parece que vas vestido para trabajar.
– He tenido que poner orden en un edificio a primera hora de esta noche.
Una vez estuve con él mientras su equipo ponía orden en un edificio. Consistió en tirar a un traficante de drogas por la ventana de un tercer piso.
Tomó una galleta del plato.
– ¿Congeladas?
– Ya no.
– ¿Qué tal os ha ido en las carreras?
– Me encontré con Eddie Abruzzi.
– ¿Y?
– Tuvimos una pequeña charla. No le saqué todo lo que yo esperaba, pero estoy convencida de que Evelyn tiene algo que él desea.
– Yo sé lo que es -dijo Ranger comiéndose la galleta.
Me quedé mirándole, boquiabierta.
– ¿De qué se trata?
Sonrió.
– ¿Cuánto interés tienes por saberlo?
– ¿Estamos jugando?
Negó con la cabeza lentamente.
– Esto no es un juego -me apoyó contra la pared y se acercó a mí. Una de sus piernas se deslizó entre mis piernas y sus labios rozaron ligeramente los míos-. ¿Cuánto interés tienes por saberlo, Steph? -preguntó otra vez.
– Dímelo.
– Lo añadiré a tu deuda.
Como si eso me fuera a importar. ¡Hacía semanas que había superado mi crédito!
– ¿Me lo vas a decir o no?
– ¿Recuerdas que te conté que a Abruzzi le gustan los juegos de guerra? Bueno, pues no se trata sólo de jugar. Colecciona objetos: armas antiguas, uniformes del ejército, medallas militares. Y no sólo los colecciona. Se los pone. Sobre todo cuando juega. Algunas veces cuando está con mujeres, según me han contado. Y otras, cuando va a cobrar una deuda importante. Se dice por ahí que Abruzzi ha perdido una medalla que, supuestamente, perteneció a Napoleón. Se cuenta que Abruzzi intentó comprarle la medalla al tipo que la tenía, pero éste no se la quiso vender, de modo que Abruzzi le mató y se la quitó. Abruzzi guardaba esa medalla en el escritorio de su casa. Se la ponía para competir. Creía que le hacía invencible.
– ¿Y es eso lo que tiene Evelyn? ¿La medalla?
– Eso he oído.
– ¿Cómo se hizo con ella?
– No lo sé.
Se apretó contra mí y el deseo me recorrió el estómago y me abrasó el bajo vientre. Estaba duro por todas partes. Los muslos, la pistola… todo estaba duro.
Bajó la cabeza y me besó en el cuello. Tocó con la lengua el lugar en que me acababa de besar. Y volvió a besarme. Su mano se deslizó por debajo de mi camiseta, con la palma calentando mi piel y sus dedos en la base de mi pecho.
– Hora de pagar -dijo-. Me voy a cobrar la deuda.
Casi me desplomo en el suelo. Me agarró de la mano y tiró de mí hacia el dormitorio.
– La película -dije-. Lo mejor de la película viene ahora -con toda sinceridad, no podía recordar ni un solo detalle de la película. Ni el título ni los actores.
Estaba pegado a mí, la cara a unos milímetros de la mía y su mano en mi nuca.
– Vamos a hacerlo, cariño -dijo-. Va a ser estupendo.
Y me besó. El beso se hizo más profundo, más urgente y más íntimo. Yo tenía las manos apoyadas sobre su pecho y sentía sus músculos vigorosos y los latidos de su corazón. O sea que tiene corazón, pensé. Eso es buena señal. Por lo menos debe tener algo humano.
Dejó de besarme y me metió en el dormitorio. Se quitó las botas, dejó caer el cinturón de herramientas y se desnudó. La luz era escasa, pero suficiente para ver que lo que Ranger prometía con su ropa de trabajo puesta se mantenía cuando se la quitaba. Era todo músculos firmes y piel oscura. Su cuerpo tenía unas proporciones perfectas. Su mirada era intensa e intencionada.
Me quitó la ropa y me tendió en la cama. Y de repente estaba dentro de mí. Una vez me dijo que acostarme con él me incapacitaría para estar con otros hombres. En aquel momento pensé que era una advertencia ridicula. Ya no me parecía nada ridicula.
Cuando acabamos, nos quedamos un rato tumbados el uno junto al otro. Luego recorrió todo mi cuerpo con una mano.
– Ha llegado el momento -dijo.
– ¿De qué?
– No creerías que ibas a pagar la deuda tan fácilmente, ¿verdad?
– Huy, huy, huy ¿ha llegado el momento de las esposas?
– No necesito esposas para esclavizar a una mujer -dijo Ranger besándome un hombro.
Me besó suavemente en los labios y luego bajó la cabeza para besarme la barbilla, el cuello, la clavícula. Siguió bajando, besándome el relieve de los pechos y los pezones. Me besó el ombligo y el estómago, y luego puso la boca en mi… ¡oh, Dios mío!
A la mañana siguiente, seguía en mi cama. Estaba pegado a mí, sujetándome contra él con un brazo. Me despertó el sonido de la alarma de su reloj. Apagó la alarma y se separó de mí para ver el busca que había dejado en la mesilla, al lado de la pistola.
– Tengo que irme, cariño -dijo. Y al momento siguiente estaba vestido. Y al siguiente se había ido.
¡Mierda! ¿Qué había hecho? Lo había hecho con el Mago. ¡Hostias! Bueno, tranquilidad. Vamos a analizarlo con sensatez. ¿Qué acababa de pasar? Que lo habíamos hecho. Y que se había ido. Se había ido de una manera ligeramente brusca, pero, por otro lado, era Ranger. ¿Qué esperaba? Y la noche anterior no había sido nada brusco. Había sido… asombroso. Suspiré y me levanté de la cama. Me di una ducha, me vestí y fui a la cocina a decirle buenos días a Rex. Pero Rex no estaba allí. Rex estaba viviendo con mis padres.
El piso parecía vacío sin él, así que decidí pasarme por casa de mis padres. Era domingo, y existía el aliciente añadido de los donuts. Mi madre y mi abuela siempre compraban donuts a la vuelta de la iglesia.
La niña caballo galopaba por toda la casa vestida con la ropa de la catequesis. Al verme, dejó de galopar y me miró con expresión meditabunda.
– ¿Ya has encontrado a Annie?
– No -le contesté-. Pero he hablado por teléfono con su madre.
– La próxima vez que hables con su madre, dile que Annie se está perdiendo muchas cosas en el colegio. Dile que me han puesto en el grupo de lectura de los Corceles Negros.
– Ya estás contando mentiras -dijo la abuela-. Te han puesto en el grupo de los Pájaros Azules.
– Yo no quiero ser un pájaro azul -protestó Mary Alice-. Los pájaros azules son una caca. Quiero ser un corcel negro.
Y se fue galopando.
– Me encanta esa cría -dije a la abuela.
– Sí. Me recuerda muchísimo a ti cuando tenías su edad. Una gran imaginación. Lo ha sacado de mi familia. Aunque se saltó una generación con tu madre. Tu madre, Valerie y Angie son unos pájaros azules sin remedio.
Cogí un donut y me serví una taza de café.
– Tienes un aspecto distinto -dijo la abuela-. No consigo saber qué es. Y no has dejado de sonreír desde que has entrado.
Maldito Ranger. Había reparado en la sonrisa al lavarme los dientes. ¡No se me borraba!
– Es increíble lo que puede hacer por ti dormir bien una noche -dije a la abuela.
Valerie se acercó a la mesa perezosamente.
– No sé qué hacer con Albert -dijo.
– ¿No tiene una casa con dos cuartos de baño?
– Vive con su madre y tiene menos dinero que yo.
Hasta el momento, ninguna sorpresa.
– Los hombres buenos son difíciles de encontrar -dije-. Y cuando los encuentras, siempre tienen algo malo.
Valerie rebuscó en la bolsa de los donuts.
– Está vacía. ¿Dónde está mi donut?
– Se lo ha comido Stephanie -dijo la abuela.