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Unos minutos después, la furgoneta se metía por un camino de grava y se detenía. Todos salimos del vehículo y entramos en una pequeña cabaña de madera. Estaba bien decorada. No en plan caro, pero sí resultaba cómoda y limpia. Me llevaron hasta una silla de la cocina y me dijeron que me sentara. Un rato después, un segundo coche rodó sobre la grava y la tierra del camino. La puerta de la cabaña se abrió y entró Abruzzi. Era el único que no llevaba máscara.

Se sentó en otra silla, frente a mí. Estábamos tan cerca que nuestras rodillas se rozaban y podía sentir el calor de su cuerpo. Alargó una mano y me arrancó la cinta adhesiva de la boca.

– ¿Dónde está? -preguntó-. ¿Dónde está Evelyn?

– No lo sé.

Me dio una bofetada con la mano abierta que me pilló por sorpresa y me tiró de la silla. Cuando caí al suelo estaba aturdida; demasiado confusa para llorar y demasiado asustada para protestar. Sentí el sabor de la sangre y parpadeé para secar las lágrimas.

El de la máscara de Clinton me levantó por las axilas y me volvió a sentar en la silla.

– Te lo voy a preguntar otra vez -dijo Abruzzi-. Te lo voy a seguir preguntando hasta que me contestes. Cada vez que no me contestes te voy a hacer daño. ¿Te gusta el dolor?

– No sé dónde está. Me das demasiada importancia. No se me da tan bien encontrar a la gente.

– Ah, pero eres amiga de Evelyn, ¿no? Su abuela vive en la casa de al lado de tus padres. Conoces a Evelyn de toda la vida. Creo que sabes dónde está. Y creo que sabes por qué quiero encontrarla.

Abruzzi se levantó y se dirigió a la cocina. Encendió el gas, cogió un atizador de la chimenea y lo puso encima de la llama. Probó el atizador con una gota de agua. El agua chisporroteó y se evaporó.

– ¿Qué prefieres primero? -dijo Abruzzi-. ¿Te sacamos un ojo? ¿Hacemos algo sexual?

Si le decía a Abruzzi que Evelyn estaba en Miami iría allí y la encontraría. Probablemente las mataría, a ella y a Annie. Y luego, probablemente, me mataría a mí también, dijera lo que dijera.

– Evelyn está cruzando el país -respondí-. En coche.

– Respuesta incorrecta. Sé que tomó un avión a Miami. Desgraciadamente, Miami es muy grande. Necesito saber en qué parte de Miami está.

El Bolsa me sujetó las manos contra la mesa, el de la máscara de Nixon me arrancó una manga y me sujetó la cabeza, y Abruzzi me aplicó el atizador caliente al brazo. Alguien gritó. Supongo que fui yo. Y me desmayé. Cuando recuperé el sentido estaba en el suelo. El brazo me ardía y la habitación olía como si estuvieran haciendo un asado.

El Bolsa me levantó y me volvió a sentar en la silla. Lo más espantoso de todo aquello era que, de verdad, no sabía dónde estaba Evelyn. Por mucho que me torturaran no podría decírselo. Tendrían que torturarme hasta la muerte.

– Muy bien -dijo Abruzzi-. Una vez más. ¿Dónde está Evelyn?

Se oyó el motor de un coche acelerando fuera y Abruzzi se paró a escuchar. El de la máscara de Nixon se acercó a la ventana y, de repente, una luz cegadora traspasó las cortinas y la furgoneta verde atravesó el ventanal de la fachada, destrozándolo. Hubo un montón de polvo y de confusión. Estaba de pie, sin saber muy bien hacia dónde ir, cuando me di cuenta de que Valerie conducía la furgoneta. Abrí la puerta, me lancé dentro y le grité que saliera de allí. Metió la marcha atrás, salió de la casa de espaldas a unos setenta kilómetros por hora y tomó el camino a toda velocidad.

Valerie todavía tenía la boca y las manos atadas con cinta adhesiva, pero eso no le hacía ir más despacio. Voló por el camino de tierra, entró en la autopista y se acercó a la entrada del puente. Ahora mi miedo era que nos cayéramos al río si no reducía la velocidad. Había trozos de pared enganchados en los limpiaparabrisas, el cristal estaba roto y el morro de la furgoneta destrozado.

Le quité la cinta de la boca y soltó un aullido. Sus ojos seguían desencajados y le moqueaba la nariz. La ropa que llevaba estaba rasgada y sucia. Le grité que fuera más despacio y se puso a llorar.

– Dios mío -dijo entre sollozos-. ¿Qué clase de vida llevas? Esto no es real. Es como en la puta televisión, joder.

– Caramba, Val, has dicho «joder».

– Joder, claro. Estoy alucinando, joder. No puedo creer que te haya encontrado. Me puse a andar sin más. Creía que estaba yendo hacia Trenton, pero iba en dirección contraria. Y entonces vi la furgoneta. Y al mirar por la ventana vi que te estaban quemando. Y habían dejado las llaves en el contacto. Y… y voy a vomitar.

Frenó ruidosamente a un lado de la carretera, abrió la puerta y vomitó.

Después de eso, yo me hice cargo del volante. No podía llevar a Valerie a casa en aquellas condiciones. A mi madre le daría un patatús. Y me daba miedo ir a mi apartamento. No tenía teléfono, así que no podía ponerme en contacto con Ranger. Sólo quedaba Morelli. Puse rumbo al Burg y a la casa de Morelli y, sólo por probar, me desvié una manzana para pasar por delante de Pino's.

El coche de Morelli seguía allí, y el Mercedes de Ranger y su Range Rover negro. Morelli, Ranger, Tank y Héctor estaban en el aparcamiento. Llevé la furgoneta hasta un lado del coche de Morelli y Valerie y yo salimos tambaleándonos.

– Está en Pensilvania -dije-. En una casa junto a un camino de tierra. Iba a matarme, pero Valerie entró en la casa con la furgoneta y conseguimos largarnos.

– Joder, ha sido espantoso -dijo Valerie; los dientes le castañeteaban-. Estaba asustadísima, joder -se miró las muñecas, todavía inmovilizadas con la cinta adhesiva-. Tengo las manos atadas: -observó, como si no se hubiera dado cuenta hasta ese momento.

Héctor sacó una navaja y nos cortó las cintas. Primero a mí y luego a Valerie.

– ¿Cómo quieres que lo hagamos? -preguntó Morelli a Ranger.

– Tú llévate a Steph y a Valerie a casa -contestó.

Ranger me miró y nuestros ojos se encontraron por un instante. Entonces Morelli me echó un brazo por encima y me ayudó a subir a su coche. Tank acomodó a Valerie a mi lado.

Morelli nos llevó a su casa. Hizo una llamada de teléfono y apareció ropa limpia. De su hermana, supuse. Estaba demasiado cansada para preguntarlo. Valerie se arregló y la llevamos a casa de mis padres. Nos paramos un instante en la sala de urgencias del hospital para que me vendaran la quemadura y volvimos a casa de Morelli.

– Clávame un tenedor -dije a Morelli-. Estoy muerta.

Morelli cerró la puerta de su casa con llave y apagó las luces.

– Quizá debieras plantearte la posibilidad de hacer un trabajo menos peligroso, como ser bala de cañón humana o muñeco de banco de pruebas.

– Estabas preocupado por mí.

– Sí -dijo Morelli, acercándome a él-. Estaba preocupado por ti.

Me abrazó con fuerza y descansó su mejilla en mi cabeza.

– No he traído pijama -dije. Sus labios me rozaron la oreja.

– Bizcochito, no lo vas a necesitar.

Desperté en la cama de Morelli con el brazo ardiéndome salvajemente y el labio superior hinchado. Morelli me tenía firmemente abrazada. Y Bob estaba al otro lado. El timbre del despertador sonaba junto a la cama. Morelli alargó un brazo y lo tiró de la mesilla.

– Va a ser uno de esos días… -dijo.

Se levantó de la cama y media hora después estaba vestido y en la cocina. Llevaba zapatillas de deporte, vaqueros y una camiseta. Tomaba café y una tostada apoyado en la encimera.

– Ha llamado Costanza mientras estabas en el cuarto de baño -dijo, dando un sorbo al café y mirándome por encima del borde de la taza-. Uno de los coches patrulla encontró a Eddie Abruzzi hace una hora más o menos. Estaba en su coche, en el aparcamiento del mercado de frutas y verduras de los granjeros. Al parecer, se ha suicidado.

Miré a Morelli estupefacta. No podía creer lo que acababa de oír.

– Dejó una nota -siguió Morelli-. Decía que estaba deprimido por unos asuntos de negocios.

Hubo un largo silencio entre los dos.

– No ha sido un suicidio, ¿verdad? -dije en tono de pregunta, cuando quería ser una afirmación.

– Soy policía -contestó Morelli-. Si creyera que no es un suicidio tendría que investigarlo.

Ranger había matado a Abruzzi. Estaba tan segura de ello como de que estaba allí de pie. Y Morelli también lo sabía.

– Vaya -dije en voz baja.

Morelli me miró.

– ¿Te encuentras bien?

Dije que sí con la cabeza.

Se acabó el café y dejó la taza en el fregadero. Me abrazó con fuerza y me besó.

Dije «vaya» otra vez. Ahora con más sentimiento. Morelli sí que sabía besar.

Cogió la pistola de la repisa de la cocina y se la encajó en la cintura.

– Hoy me llevaré la Ducati y te dejo la camioneta. Y cuando vuelva del trabajo tenemos que hablar.

– Madre mía. Más charlas. Hablar nunca nos lleva a nada.

– Vale, a lo mejor no deberíamos hablar. A lo mejor sólo deberíamos dedicarnos al sexo salvaje.

Por fin, un deporte que me gustaba.