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Pasé la mañana durmiendo y a primera hora de la tarde fui a la piscina, donde me encontré con el grupo de españoles. Nadé, como de costumbre, hasta sentirme agotada, ya no para cansarme más y poder dormir mejor, sino por una necesidad casi histérica de batallar, golpear el agua, y vencer mi propia resistencia. He estado a un paso de convertirme en una fanática del deporte, pero me ha faltado voluntad. No obstante, algunas veces resulto una nadadora bastante convincente.

Después de recorrer la piscina varias veces, vi, a través de las gafas, a la señora alemana en el mismo lugar en el que estaba hacía ya dos tardes y, como entonces, me estaba observando con sus indagadores ojos azules.

Cuando salí del agua, había trasladado su hamaca junto a las nuestras y hablaba animadamente con mis compatriotas. Tenía una máquina de fotos en el regazo, pero esta vez no se trataba de la Polaroid sino de una Nikon. Estaba interesada en el retrato y nos pidió que posáramos para ella. Nuestras caras eran muy interesantes.

No me entusiasma que me hagan fotografías, que suelen devolverme una decepcionante imagen de mí misma que tiendo a considerar, en un súbito ataque de vanidad maltratada, un poco injusta. Pero todos aceptaron y parecía absurdo negarse.

Fuimos desfilando uno por uno ante el bordillo de la piscina.

– Por favor -decía ella-, mira al objetivo y piensa en algo bueno.

El ancho río marrón que parecía detenido a las espaldas del Taj Mahal llenó en aquel momento mi cabeza. ¿Era algo bueno?

Me duché, me arreglé y fui a hacer unas compras alrededor del hotel. Cuando volví, me encontré con un mensaje de Ishwar. James Wastley había llegado. Me esperaban, los dos, en el bar, a las ocho. No faltaba mucho para la hora de la cita y decidí encaminarme hacia el bar, mientras miraba los escaparates de las tiendas del pasillo. Entonces me crucé con la alemana, otra vez la alemana, y creo que empecé a sospechar que nos seguía, dada su persistente voluntad de unirse a nosotros. No era sólo que se pareciera a Gisela Von Rotten, y que ese parecido, como todos los parecidos, resultara inquietante, era que había algo raro en su forma de mirar directamente a los ojos, como si quisiera encontrar en las personas algo de cuya existencia sólo ella estuviera enterada. Me preguntó si me dirigía al bar e insistió en invitarme a una copa. Tenía que probar el famoso cóctel Imperial. Yo ya lo había probado, aunque no le di ninguna explicación. Y, de todos modos, me dirigía al bar y necesitaba tomar algo que me animase, porque empezaba a sentirme sin fuerzas, y la perspectiva del encuentro que me aguardaba aún me debilitaba más.

Nos sentamos como viejas amigas en un rincón del bar, sobre sillones de cuero negro que, como el resto de la decoración, trataban de sugerir la idea de un pub inglés.

– Qué facilidad tienen los españoles para hacer amigos -dijo la alemana-.Llevo años viniendo a este hotel y apenas conozco a nadie. A uno de los chicos hindúes que cenaron la otra noche con ustedes lo he visto en compañía de un inglés. A ése sí lo conozco. Cené una vez con él. Es un hombre muy interesante, muy educado. Estuvimos hablando de ópera. Me gustan mucho las óperas. Siendo alemana no resulta raro, ¿verdad? -rió-.Las óperas son solemnes y grandiosas. Puro espíritu alemán. Alemán e italiano, desde luego. No hay que olvidar a los italianos, desde luego que no. Me gustan ustedes, los españoles, porque son grandiosos, pero no solemnes.

Era la típica conversación que se establece entre dos extranjeros en un lugar de tránsito. No se me ocurrió contradecirla, no sólo porque a lo mejor tenía razón, ya que todas las generalizaciones se fundamentan sobre algo cierto, sino por zanjar cuanto antes ese aburrido asunto.

– Fui muy feliz en España -siguió, ahora con cierta nostalgia-. Me encariñé con mi pupila, una niña muy difícil. Todavía nos escribimos. Siempre me dice que vaya a verla, y algún día iré. Tal vez pronto.

Parecía muy animada, aunque apenas había probado su cóctel.

– Como le dije la otra noche -siguió, tan imparable como la otra noche- tuve que abandonar España porque mi padre se puso muy enfermo. Pero lo peor fue que mi madre se negó a cuidarlo. Mi madre tenía un amigo y en aquel momento me lo dijo: que se iba con él, que no podía quedarse junto al lecho de un moribundo del que no había recibido más que reproches y exigencias. Así que yo tuve que cuidarlo. Fue muy duro. Una enfermedad lenta y fatigosa. Pero todo eso pasó -suspiró-. Cuando mi padre murió, volví a marcharme, esta vez a Oriente, a Filipinas. De allí pasé a Bombay y al fin me instalé en el Nepal. Es un lugar fantástico. Mi casa está en plena naturaleza. El día antes de venir a Delhi unos monos invadieron la cocina. Monos salvajes, muy agresivos. Tuvimos que echarlos a palos. Afortunadamente, mis sirvientes son muy valerosos. -Interrumpió su discurso y miró mi copa vacía-. ¿Quiere otro cóctel?

Mientras negaba con la cabeza vi a Mario, que me hacía un gesto de saludo desde la puerta y se dirigía hacia nosotros. Saludó a la alemana y se sentó a mi lado. La señora Holdein quiso invitarle a un cóctel. Llamó al camarero y pidió dos cócteles más.

– James Wastley ha llegado esta tarde -me dijo Mario en un susurro-.Ishwar y él te han estado buscando. Supongo que aparecerán aquí de un momento a otro.

– Lo sé -le dije-. Los estoy esperando.

– Yo también llevo todo el día buscándote -dijo Mario-. Hace un par de días que no te veo -sonrió, al cabo de la calle de mis actos.

Al fin, Ishwar y James entraron en el bar. Por lo que me habían contado de él, hubiera reconocido a James aunque hubiera entrado solo. Rondaría los cuarenta años, llevaba pantalones vaqueros muy gastados y una camisa azul de manga corta y era alto, rubio y atractivo. Se acercó hasta nosotros y me tendió la mano con cierta desgana, al tiempo que dejaba resbalar sobre mí una mirada de absoluta indiferencia. Luego golpeó ligeramente la espalda de Mario y miró a Gudrun con remota curiosidad.

– ¿No nos hemos visto en alguna parte? -le preguntó, ignorándome.

– Nos encontramos el año pasado en el restaurante -repuso ella, en un tono excitado que parecía excesivo-. Éramos los únicos comensales y usted me invitó a su mesa. Pasamos un rato muy agradable. Estuvimos hablando de ópera, ¿lo recuerda usted?

Los ojos azules de la señora Holdein habían adquirido un velo de emoción y no se apartaban del rostro del inglés quien, repentinamente, perdió todo interés por ella, como si hubiera hecho ese gesto de acercamiento con el solo propósito de retirarlo enseguida. No fui yo la única en percibir el cambio. La propia señora Holdein congeló su sonrisa, bajó los ojos y dijo, entre dientes, visiblemente humillada:

– Me tengo que ir. Ha sido un placer volver a verle.

En medio de su ofuscación, me lanzó una mirada de despedida.

– Buenas noches -murmuró.

Se levantó y se dirigió al mostrador. Habló con el camarero, firmó un papel y salió del bar sin mirar atrás. Yo no quería sentir ningún tipo de solidaridad con ella porque no era el momento de aliarse, aunque fuera silenciosamente, con los débiles. Estaba claro que James era el tipo de persona que domina siempre la situación y su comportamiento con la señora alemana bien pudiera interpretarse como un aviso. Manejaba muy bien las sutilezas de los cambios de humor, los gestos fugaces, las mínimas inflexiones de la voz. Me había hecho una demostración de fuerza, de poder.

– ¿Qué has hecho durante todo el día? -me preguntó Ishwar.

– Sabía que estabas en la piscina -dijo después-. Escuché el ruido del agua desde mi cuarto y pensé que eras tú quien estaba nadando. James llegó por la tarde. ¿Cómo te encuentras?