Nadé sin fuerzas, con desgana, sabiendo que desde la habitación vacía de Ishwar nadie escucharía el ruido del agua, nadie me echaría de menos.
– Qué bien nadas -dijo la señora Holdein cuando volví junto a las hamacas-. Me hubiera gustado sacarte una foto. Pero para eso hace falta una cámara de cine o de vídeo.
Evidentemente, no tenía esas cámaras, y me alegré. Nunca me he visto en movimiento en una pantalla y presiento que eso aún me desilusionaría más que las fotos.
El día de nuestra partida bajamos muy temprano a cenar al restaurante. Había más gente que de costumbre alrededor de las mesas, seguramente porque era una hora más adecuada. La orquesta tocaba canciones mexicanas, tal vez porque alguien se las había pedido, tal vez porque eran parte de su repertorio, pero que, en todo caso, servían para ponernos más melancólicos. El viaje concluía, y concluían, también, o al menos eso creía yo en aquel momento, las historias breves, insignificantes o fugaces que se desarrollan en los viajes. A veces, la certeza de que lo que acabas de vivir será tragado por el tiempo se convierte en una sensación insoportable. Los mejores recuerdos no son los que dejan los instantes más felices. Por lo contrario, los instantes felices acaban siendo los peores recuerdos que puedes tener porque no se soporta la intensidad perdida. Esas paradojas hubieran sido del gusto de Mario, pero renuncié a una conversación profunda sobre los equilibrios aparentes y las simetrías esenciales. No me sentía muy comunicativa aquella noche.
Nuestro vuelo tenía retraso y pasamos mucho rato en el aeropuerto, rodeados de gente de aspecto cansado y algunas personas dormidas, y muchos bultos y maletas por el suelo, y muchas colillas y papeles sucios y arrugados alrededor de nuestros pies. Mario se tumbó sobre tres butacas vacías y se quedó dormido.
Al fin, pudimos subir al avión. Mientras despegaba, sentí un nudo en la garganta. Lo que me esperaba a mi regreso a casa no me llenaba de dicha. No podía pensar en ello; sólo en lo que dejaba atrás, lamentando, desde ese momento, que fuera quedando cada vez más lejos.
5
Durante mucho tiempo, no pasó nada. Nada que tuviera que ver con aquel viaje. Yo ya sabía que el viaje se iba a desvanecer en el momento mismo en que terminara, ese momento que tal vez pueda fijarse cuando se deja la maleta sobre la cama de la habitación, en medio de las cosas, los olores y los ruidos conocidos. Ésa era la colcha color crema de mi cama, y mi armario esperaba acoger mi ropa en sus estantes y sus perchas, sobre la mesilla quedarían los libros, los billetes ya aprovechados, las guías y los folletos inútiles que algún día tiraría a la basura; y la otra mesa, y la superficie de la cómoda y desde luego la colcha de la cama, se irían cubriendo, en cuanto me decidiese a deshacer la maleta, de regalos y objetos difíciles de clasificar. ¿Dónde guardar las pulseras para Raquel, la caja-costurero de mi madre, la máquina de fotos de mi padre, el bolso de Juana? Buscar un sitio para todo eso me deprimía, porque las tiendas donde habían sido comprados esos objetos y otros muchos que todavía no tenían un destinatario claro estaban incongruentemente lejos y esa distancia no nos favorecía, ni a mí, su dueña actual, ni a ellos. Arrancados de su entorno, resultaban pobres y, aunque llenaran las superficies planas de mi cuarto, eran escasos. Escasísimos. Hubiera debido comprar más pulseras, más bolsos, más cajas de madera con incrustaciones de metal, más máquinas de fotos, más blusas de algodón. Muchas más cosas. Había sido mezquina y ahora era tarde para lamentarse, porque ya no se podía volver. Aquellas tiendas en las que había dudado tanto, contemplando y sosteniendo, sopesando y considerando, y de las que había al fin salido con tan pocas cosas, estaban en el otro confín del mundo.
Previendo ese desánimo, estuve mucho tiempo con la maleta bien cerrada sobre la cama. Como el genio de la botella del cuento, el maleficio, al abrir la cerradura, equivalente al tapón de corcho de la botella, se extendería, pudiendo envenenar el aire de la casa, en una nueva versión de la fábula. Contemplé, al fin, ese desparramamiento, ese derramarse de los objetos en mi cuarto. Y rupias, yenes y dólares ensuciando la colcha. Ése era el resto, lo que traía del viaje, ya inservible, y guardaría en una caja de la que nunca volvería a acordarme.
Repartidos los regalos, llegado ese vestigio del viaje a las personas conocidas y amigas, el viaje, como estaba previsto, dejó de existir, desapareció. Los olores sofocantes de la noche India, el traqueteo del taxi por las calles oscurecidas de Delhi, el ruido del agua en la piscina, el suave tacto de la camisa de Ishwar, el aún más suave tacto de su piel, todo se esfumó. La India estaba lejos para mí, tan lejos como para los viajeros que, instalados para siempre en el hotel, en el corazón de Delhi, habían construido sus vidas de espaldas a la realidad que los rodeaba. Ni para ellos ni para mí la India existía.
El resto del viaje, el tifón de Hong Kong y mi bolso recuperado, el jardín Zen del Templo de las Cien Lunas y los bares de la estrecha calle de Kyoto, al otro lado del canal, eran el telón de fondo de ese mágico aunque previsto desvanecimiento. El escenario estaba vacío. Sobre las tablas sucias de madera vieja que hace tiempo se renunció a limpiar, no había nada. Ni actores ni focos. El hueco era lo que quedaba, sostenido por otros recuerdos.
En el aeropuerto de Barajas, después de una larga noche dentro del avión, sin poder dormir, ni comer, ni, sobre todo, volver hacia atrás, me separé de Mario. Hubiéramos podido compartir el taxi hasta su casa, aunque desviándonos un poco de la ruta adecuada, pero no le dejé opción. Actué con todo el egoísmo de que una persona agotada y un poco dolorida es capaz y pedí prioridad en la cola de los taxis. No deja de ser extraño que las cosas acaben así. Que una convivencia estrecha a lo largo de varios días, sobrellevada, y bastante bien, por diferentes países, finalice abruptamente en la cola de los taxis del aeropuerto. Allí dije adiós a Mario, sin pensarlo ni lamentarlo, sin decirme que no lo volvería a ver ni decirle a él, aun menos, que nos llamaríamos al día siguiente, cuando, más descansados, volviéramos a tener ganas de vernos. Porque ni nos habíamos enfadado y, por tanto, no había por qué separarse a la desesperada, ni habíamos roto los límites de nuestra recíproca desconfianza. La intimidad, entre nosotros, era algo que se desarrollaba en un espacio más bien abstracto, aunque tenía contrapartidas muy concretas. Lo fundamental era que nos llevábamos bien. Éramos, los dos, muy formalistas. Íntimamente desordenados, caóticos, unas veces escépticos, otras desesperanzados, rabiosos y apasionados, nos refugiábamos en la misma clase de convenciones. Y sabíamos que eso era lo que nos unía, aunque en seguida podíamos encontrar otros términos más importantes en los que medirnos. Estábamos de acuerdo en muchas cosas, esas cosas imprecisas que determinan la buena relación entre las personas y que en el fondo son reflejo o expresión de las otras, menos trascendentes y más concretas, en las que sin duda coincidíamos: llegar pronto al aeropuerto, hacer amistad con desconocidos, preferir los buenos hoteles a las buenas compras, en el caso de que ambas cosas no pudieran hacerse, los buenos vinos a las buenas comidas, en idéntica y molesta situación.
No llamé, como lo supe en el mismo instante en que me separé de él, a Mario al día siguiente de nuestro regreso. Ni él me llamó a mí. Todo lo que nos unía no era, en ese momento, suficiente. Se había producido algún tipo, impreciso, de deterioro y, a veces, la única solución es dejar pasar el tiempo. Que él se encargue de hacer lo que los hombres por sí solos no pueden. Borra el recuerdo, produce nuevas necesidades; transforma el recuerdo.