Mis padres llegaron de El Arenal descansados y felices. Se habían emancipado de la tutela de Gisela y se sentían, con toda seguridad equivocadamente, capaces de resolver cualquier problema. Empezaban a preguntarse si no deberían trasladarse a vivir allí, si esos días de verano no podrían prolongarse y ampliarse, ya que les daban tantas satisfacciones. Lo único que, aparentemente, retenía a mi padre en Madrid eran sus tertulias en el Casino. Sus puntos de vista tenían que ser silenciados o modificados en El Arenal, porque mi padre no era nacionalista. Le exasperaban los nacionalismos. En El Arenal tenía que mostrarse cauto y conciliador. En el Casino se explayaba. Trasladarse a vivir a la periferia era casi como renegar del centro y de sus ideas políticas. Y, sobre estas razones ideológicas, estaba yo. No me querían dejar sola.
– No te dejaremos sola -decía mi madre siempre, poniendo punto final a las fantasías u objeciones de mi padre.
Resultaba bastante asombroso, hasta un poco cómico, que mi madre pensara que eran ellos quienes me estaban cuidando. Desde hacía años, se creían que seguían desempeñando el papel de padres, como si fuera el único o el mejor papel de sus vidas, y se habían aferrado a él y lo defendían de posibles ataques, frunciendo el ceño y sacando una voz un poco autoritaria, no se fueran a poner en cuestión ciertas cosas. Al final, las razones de su imposible traslado a El Arenal eran otras. No se sentían con fuerzas para ese traslado, pero querían hablar de ello para hacerse la ilusión de que eran todavía personas decididas y fuertes, capaces de emprender una nueva vida, de replantear su rutina y sacar partido a la existencia en plena madurez, por eludir la palabra vejez. Pero poco a poco, conforme avanzara el otoño y nos adentráramos en el invierno, toda esa necesidad de cambio se iría desvaneciendo; no quedaría sino el recuerdo, congelado, hasta el mes de julio, pero de nuevo limitado al verano, sin ampliaciones ni complicaciones. Alguna otra vez habían hablado de ello y posiblemente cada año hablarían más, para luego callarse y pasar las tardes mirando la televisión, donde yo los encontraba a mi regreso a casa, cada noche, frente a la bandeja con los restos de la cena, envueltos en una atmósfera de miedo, impotencia y tristeza, porque su vida, como todas las vidas, se acababa. Las lámparas encendidas arrojaban una luz cálida sobre la decoración tan querida de mi madre, sus cuadros, sus plantas, sus fotografías, su colección de cajas y de cucharillas de plata, y por la ventana todavía se veía el cielo gris, durante mucho tiempo gris antes de volverse negro e invisible. ¿Qué era lo que los entristecía?, ¿su vida, la mía o la vida en general? Por un leve instante, mientras me saludaban en mi cotidiano regreso nocturno, toda preocupación se borraba y una sensación de alivio, que incluso me transmitían a mí, recorría el aire de la casa.
Algo de nuevo había, de todos modos, en aquel otoño. Fernando había desaparecido de mi vida, y todas las llamadas, las esperas, las citas, las anulaciones de las citas, la tensión del permanente e inestable lazo que él me tendía y al que yo me asía con una obsesión insana, habían desaparecido del panorama y sólo de vez en cuando, alguna aburrida tarde de domingo, se me ocurría echarlas mínimamente de menos. No por ellas. Por la emoción.
Gisela volvió a nuestras vidas, se mezcló con ellas como si nunca se hubiera separado de nosotros y confesó a mis padres que estaba cansada y que las batallas que venía librando durante años no eran excesivamente importantes ni habían conseguido resolver los problemas de fondo de su vida. Su confesión no fue así de explícita; únicamente era explícito su cansancio, que no quería analizar, y que dejaba constancia de su vencimiento. Un día la encontré llorando. Mi padre había salido o se había retrasado, seguramente enzarzado en una conversación apasionada sobre los nacionalismos en su tertulia del Casino, sin duda llevando en élla voz cantante, cosa de la que tenía ya pocas oportunidades y que reservaba a ese delicado asunto en el que tenía las ideas especialmente claras.
El caso era que Gisela y mi madre, solas y abatidas, y también a sus anchas, se habían olvidado de encender las luces, y el cielo, que todavía era gris al otro lado de la ventana, dominaba los colores del cuarto de estar, donde ya no se veían los cuadros de jardines románticos de marcos dorados y viejos que tanto gustaban a mi madre porque pensaba que enaltecían el salón y que eran una prueba de buen gusto, ni los cuadros, más visibles y menos umbrosos, de las niñas rubias de los ojos y los trajes azules y los encajes alrededor del cuello, que a ella le gustaban y sobre los que no quería discutir, porque, según decía, ella había sido como una de esas niñas, cosa que ni Raquel ni yo, con nuestros pelos oscuros -el mío indefinido, pero el de Raquel francamente negro- y nuestros ojos marrones, habíamos tenido la suerte de heredar. Para ella eso era indiscutible. La única belleza posible era la de las mujeres y hombres rubios. Ella y su hermano Jorge, para qué íbamos a darle vueltas. Teníamos muchas fotos de ellos, muchas más que de nosotras, de Raquel o mías, o de las dos juntas, más escasas todavía, dada la diferencia de edad. Alguna vez pensé que, durante los nueve meses en los que me llevó dentro de su ser, tuvo que recrearse con la idea de que aquella segunda oportunidad que al fin venía, hijo o hija, la compensaría de la oscuridad de mi hermana Raquel, negra de pelo y de piel, como mi padre. No la compensé, ciertamente, aunque suavizara un poco los tonos. En fin, las niñas rubias de los cuadros, su punto de referencia en cuanto a la belleza infantil, convencionales y cursis, nos habían amargado un poco la infancia. Levemente, porque nos permitíamos burlarnos de ellas con la complicidad de mi padre. Desaparecían de vez en cuando, cuando se pintaba la casa o se cambiaban de marco o de sitio, porque habían recorrido ya todas las paredes del cuarto. Mi padre decía: "¿Y las niñas, dónde están las niñas rubias?". "Las tengo en el armario, bien guardadas", decía mi madre, como si se tratase de un magnífico tesoro. Y en una ocasión las perdió. Fueron tragadas por todas las cosas que mi madre guardaba en el armario, sobre todo, bolsas de ropa que no se usaba y que ella no se decidía a tirar. Aparecieron al fin, al cabo de varios meses. Mi madre limpió los marcos con alcohol, pero las miraba con estupor: hubiera dicho que ésta miraba hacia el otro lado, y que se apoyaba en un árbol y que el lazo del escote era de color lila. La desilusionaron, o tal vez pensó que, al haber desaparecido y haber vivido por su cuenta, enterradas, pero no a su vista, durante algunos meses, no eran las mismas. En cambio, a mí, repentinamente, me gustaron. Ni eran tan rubias, ni tan cursis, ni en realidad tan niñas. Miraban, aburridas, al infinito, llenas de lazos y almidones, pero parecían dispuestas a dar la espantada.
En aquella penumbra en la que no se distinguían ni los jardines románticos ni las niñas rubias, ni las fotos de infancia de mi madre y de su hermano, o las nuestras, ni las cajas de madera ni las cucharillas de plata o los ceniceros que mi padre había ido trayendo de los hoteles en los tiempos en los que viajaba, sólo resaltaban las caras, pálidas, de Gisela y de mi madre. Ninguna de las dos era aficionada a brebajes o bebidas -mi madre, por pura pereza y falta de recursos; Gisela, por ascetismo o constitución-: ni tes, ni cafés, ni vinos ni licores, por lo que no había tazas ni vasos sobre la mesa camilla.
– No, por favor, no enciendas la luz -pidió mi madre, cuando hice girar el interruptor.
– Son las nueve -le dije-. No se ve absolutamente nada.
– No pueden ser las nueve. Acabamos de comer.
– Pueden ser las nueve -dijo Gisela, y miró su reloj-. Se nos ha pasado el tiempo sin darnos cuenta.
Pero ninguna de las dos se movió. Me senté con ellas hasta que Gisela decidió marcharse, lo que aún le llevó un rato.
– No es la misma -me dijo mi madre después-. No sé si te has dado cuenta, pero no es la misma. Este verano lo ha pasado muy mal, ha vivido pendiente del hijo de sus amigos. Parece que el chico está bastante recuperado, pero ella está muy desanimada.