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Me sentía dispuesta a ignorar al propietario de esa letra, y avancé por el patio de butacas, detrás del acomodador, en busca de mi sitio. Enseguida vi que la butaca de al lado estaba ocupada y, mientras me dirigía hacia ella, en el lento trayecto dentro ya de la fila, el hombre que la ocupaba se levantó y me esperó allí, de pie, observando mis movimientos, que consistían en esquivar los pies de quienes ya estaban acomodados en su butaca y no quisieron levantarse para facilitarme el paso.

– Eres Aurora, ¿verdad? -me preguntó, cuando llegué a su lado-. Tu tía te ha descrito muy bien. Soy Alberto Villaró -y me tendió la mano.

– No es mi tía -contesté rápidamente, mientras estrechaba su mano y le observaba y trataba de dejar a un lado mis conclusiones grafológicas de aficionada, dado que aquel hombre era atractivo y parecía deseoso de agradarme.

Me ayudó a quitarme la chaqueta, me cogió el programa, que estuvo a punto de deslizarse al suelo mientras me sentaba, lo sostuvo y me lo devolvió con gestos tan educados, tan inequívocamente amables, que resultaba absurdo mantener mis apresurados, apriorísticos y sin duda torpes juiciosa los que me había conducido la sola lectura de dos palabras escritas de su letra. Aunque fuese mi nombre.

Le di las gracias por haberme dejado la entrada a la puerta.

– Era lo mínimo que podía hacer -dijo-. ¿Quieres creer que llevo un par de días intentando conseguir una entrada para venir a ver Norma? Y hoy, justo cuando regreso a casa a eso de las cinco, lo que es una hora muy rara para mí, pero salí a comer y se me hizo tarde y decidí pasar por casa, pues bien, me encuentro con Gisela en el portal y mientras esperábamos a que bajara el ascensor empezamos a hablar de esas cosas que siempre se hablan entre los vecinos, cómo está la familia, cuándo empieza la calefacción, si habría que pintar el portal y, no sé cómo, salió lo de la ópera. Me dijo que le habían regalado dos entradas y que estaba muy ilusionada porque hacía tiempo que no iba a la ópera y porque era una función excepcional. Demasiado bien lo sabía yo, que llevaba dos días detrás de una entrada. No había transcurrido ni una hora cuando me llamó. De hecho, yo estaba a punto de salir de casa. Me dijo que le había surgido un imprevisto y que no podía, que si quería me daba su entrada. No me podía dar las dos, porque una ya la tenía comprometida. Es más,¿podía hacerle un favor: dejar la entrada a la puerta, a tu nombre? Una cadena de casualidades -concluyó.

Alberto Villaró, vecino de Gisela, me miró, victorioso y satisfecho. Estábamos allí, hundiéndonos poco a poco en la oscuridad, rodeados de gente que se fue quedando callada, envueltos en oleadas de perfumes y leves, reprimidos, sordos ruidos de toses y papeles, porque el destino, el azar, lo había dispuesto así. Yo pensé en James Wastley y en su pomposa frase sobre Norma. Una forma de aficionarse a la ópera. Aunque no estábamos en la Scala de Milán, era Norma. Aquello no podía llamarse una casualidad, sólo un recuerdo. Lo sentí resucitar, junto con el recuerdo del rumor, el olor, el tacto, el sabor de Ishwar.

Mientras, obedeciendo al desordenado argumento de Norma, los actores iban y venían por el escenario, deteniéndose, declamando, clamando, recitando, llorando y pidiendo, mi imaginación avanzó hacia un nuevo encuentro con Ishwar, porque a la imaginación no le gusta retroceder sino adelantarse, inventar. Lo pasado, pasado, y no cuenta; sólo sirve de punto de apoyo.

El fin del primer acto acabó con mis ensoñaciones. El vecino de Gisela y en aquel preciso momento vecino mío, muy solícitamente, y muy satisfecho porque la función colmaba sus apetencias de buen aficionado a la ópera, de espectador entendido, me propuso salir al vestíbulo, donde fumamos un cigarrillo y elogiamos la representación, tal y como hacía todo el mundo a nuestro alrededor.

En el segundo entreacto, Alberto Villaró quiso salir a la calle en busca de un bar cercano porque quería tomar algo y el bar del teatro estaba lleno de gente. Tomamos una cerveza y un sólido pincho de bonito escabechado en un bar vacío, sucio e iluminado de forma cegadora, con luces de neón. Pero él lo debió considerar el lugar apropiado para hacer de sí mismo una presentación más íntima que la meramente formal con que me había recibido en el patio de butacas. Me dijo que era radical y egocéntrico, y tuve que volver a considerar que mis cualidades como grafóloga no eran tan despreciables. Tenía, me confesó, problemas para la convivencia: trataba de ser tolerante con los demás, pero no podía.

Cuando volvimos al teatro llovía ligeramente y Alberto me cogió del brazo con suavidad. No me había dejado hablar mucho, pero no siempre soy comunicativa. Y creo que tampoco soy la interlocutora ideal, a pesar de que muchas personas me escogen para contarme su vida. Escucho a medias y muchas veces ni siquiera escucho, pero ante el temor de ser descubierta en esa involuntaria descortesía, digo que sí con la cabeza y con los ojos, tal vez con demasiada insistencia, lo que supongo produce el efecto de una gran atención.

Eran las doce de la noche cuando salimos de nuevo a la calle, ya terminada la función y de nuevo interrumpidas mis ensoñaciones. Por todas partes se escuchaban murmullos de aprobación y comentarios muy especializados como suelen escucharse a la salida de la ópera, donde todo el mundo compite en conocimientos y sabiduría. Alberto no se dejó amilanar y pregonó con voz potente sus impresiones.

– ¿Puedo invitarte a tomar algo? -me preguntó, abandonando repentinamente su discurso-. Supongo que todos los restaurantes están cerrados a estas horas, pero siempre nos quedan las hamburguesas. Es lo único que se me ocurre.

Mientras esperábamos a que llegaran las hamburguesas, me hizo una breve exposición de su situación familiar. Estaba casado desde hacía veinticuatro años, y se iba a separar. Los dos estaban de acuerdo, Cecilia, su mujer, y él. Tenían tres hijos, dos chicos y una chica, de veintitrés, veintidós y veinte años respectivamente. La chica era la pequeña. Los tres estaban estudiando y eran buenos estudiantes. Cecilia era abogada y era ella quien había tomado la decisión de separarse. Al principio, admitió Alberto con un aro de cebolla rebozada entre los dedos, él se había quedado perplejo, pero lo había acabado aceptando, incluso lo entendía y desde luego estaba dispuesto a facilitar las cosas.

Aquella historia me aburrió terriblemente. Yo también tenía problemas familiares. Para colmo, una vez expuestos los hechos, empezó a teorizar y cuando al fin llegaron las hamburguesas y cuando no quedó mucho de ellas en el plato seguía teorizando. Seguramente para no sentirse solo y abandonado, se sentía impulsado a incluir su experiencia dentro de la corriente general de la vida.

– La mujer está más abierta a la vida -dijo, o mejor dicho, dictaminó- porque está más cerca de ella. El hombre tiene poco que ver con las fuentes de la vida, y en cierto modo lo sabe y por eso teme. Se pone al servicio de la mujer en lo más primordial, que es, paradójicamente, lo menos peligroso. El resto es dominio, o intento de dominio. Sometimiento, guerra, exterminio -le brillaban los ojos-. Pero todo es producto del anquilosamiento esencial del hombre, de su miedo a morir, a ser rechazado: eso es como la muerte. A partir de ahí, el hombre se dispersa en cosas sin importancia, eso que se llama recursos. Son formas de huida, de no querer ir al fondo de las cosas. Toda la ventaja, en el fondo, la tienen las mujeres, aunque no sabéis aprovecharla. Os falta seguridad, ése es el único problema. Pero la seguridad que aparenta el hombre es falsa, y hasta cierto punto, la mujer lo sabe. Ha basado su vida en ella, en su capacidad de decir al hombre que no, de arrojarle del hogar, del lecho.