Supongo que mi mirada se perdió. Éstas son palabras -hogar, lecho- que pueden hacerme perder los papeles. Suenan a manual de sociología, a pretenciosas interpretaciones del mundo. Es mucho más fácil y sencillo decir casa y cama. Por lo demás, ese tipo de generalización ya es de por sí bastante irritante. Supongo que no se puede vivir sin hacer generalizaciones, pero resulta bastante asombroso la capacidad que tienen algunos hombres de lanzar teorías sobre las mujeres -y de paso sobre los hombres, sólo de paso- delante de las mujeres, como si no consideraran la posibilidad de que las mujeres puedan discurrir ellas solas, por su cuenta y riesgo, y sentirse ofendidas y oprimidas si es que tal cosa les gusta, les da la gana o les divierte. Allí estaba yo, mujer, se me mirara por donde se me mirara, escuchando esa magnífica disquisición sobre mi sexo -no toda recogida aquí, ya olvidada-, mirando al infinito, y cerca, según Alberto, de la vida, sin poder aprovechar las innumerables ventajas abstractas que él veía, en general, en mí.
Con todo, podía apreciar en Alberto ciertas cualidades: era un hombre amable, cortés, educado. A lo mejor, estaba atravesando un momento difícil y tenía necesidad de desahogarse, de escucharse a sí mismo, de sentir que sus palabras eran recibidas o escuchadas o atendidas o consideradas. Cuando me dejó en el portal de mi casa, me preguntó si podría llamarme en otra ocasión, tal vez para salir a cenar por ahí, en otro lugar donde se pudiera tomar algo mejor que una hamburguesa. Y le dije que sí, porque, como él había formulado minutos antes, es difícil decir que no a un hombre y porque ese sí a nada me comprometía. Y también porque, a pesar de todo, estaba contenta. Durante la representación de Norma había pensado y fantaseado con Ishwar. Viendo Norma, mi viaje a Oriente había vuelto a mi memoria, con lo cual volvía a vivir. No se había acabado ni desvanecido del todo.
Era Gisela, en el fondo, quien tenía la responsabilidad de esa resurrección. Y mientras subía en el ascensor hacia mi piso, intuí que Gisela había planeado ese encuentro entre Alberto Villaró y yo. Ella, siempre atenta a las necesidades de los demás, debía de estar al tanto de su inmediata separación conyugal y debía de haber pensado que Alberto podía ser una persona adecuada para mí. Al hacernos coincidir juntos en la ópera y brindarnos la posibilidad de que nos conociéramos, nos ayudaba a los dos. No era difícil imaginar a Alberto Villaró entre mis padres, alabando los cuadros de los jardines románticos y las niñas rubias, la colección de cajas de madera y las cucharillas de plata. No había duda deque lo había planeado, tal vez en el mismo momento en que se lo encontró en el portal de su casa, o cuando, ya en el ascensor, hablaron de ópera, o tal vez unos días antes, en una reunión de la comunidad de vecinos de la que, recordé, Gisela era la presidenta.
6
Ése fue el primer signo de la resurrección del viaje o de la continuidad de la vida, cosa en la que desde siempre me he resistido a creer. Y, poco después de asistir a la representación excepcional de Norma en compañía de Alberto Villaró, recibí un pequeño sobre amarillo cuyo remite era y aparte indiscutible de mi deambular por Oriente: Gudrun Holdein. Valle del Saúco. Así pues, la señora Holdein había realizado su deseado viaje a España.
Debo decir que me estremeció recibir ese sobre de la señora Holdein, que preludiaba, acaso, un encuentro con ella que no me resultaba en absoluto sugerente. Ya sólo leer su espantoso nombre me estremeció. Hubiera preferido recibir otro tipo de noticias. De Ishwar, desde luego. Abrí el sobre y leí las líneas que la señora Holdein había escrito en una tarjeta, anunciándome su paso por Madrid y, como yo había temido, pidiéndome que le concediera un breve rato de mi tiempo, porque tenía algo que darme. ¿No recordaba las fotos que me había sacado en la piscina? Pues habían salido muy bien, ya lo vería. Me llamaría por teléfono y me las llevaría adonde yo quisiera, porque además tenía otra cosa para mí.
Enviarme esa nota anunciándome su llamada y adelantándome el motivo de ésta era un signo de educación que yo no discutía, pero el detalle de esa otra cosa que tenía para mí, de la que no decía nada más, ni qué era ni quién se lo había pedido, en el caso de que se tratara de un encargo, parecía deliberadamente misterioso y me intrigó, a pesar de que yo hubiera preferido no sentir ninguna curiosidad por aquel nuevo encuentro con la señora Holdein. Me parecía algo fuera de lugar, y lo era.
Así que su llamada, días después, no pudo sorprenderme, ni su insistencia en entregarme las fotos, aunque se calló, astutamente, lo de la otra cosa. Me propuso que comiéramos juntas en uno de los excelentes restaurantes que había en Madrid, de los que le habían hablado no sólo en El Saúco, sino unos amigos alemanes que visitaban España con frecuencia. No sé si esperaba mi negativa, pero supo reponerse a ella y me preguntó entonces qué era lo más conveniente para mí. Como le había dicho que durante esos días yo tenía mucho trabajo (inventé unos informes urgentes e importantísimos), la invité a casa a tomar café después de comer, me hacía un favor si aceptaba, le dije, y además, conocería a mis padres. Sé que los extranjeros valoran mucho la hospitalidad. La señora Holdein agradeció la invitación y después de pedirme algunos datos que la orientaran para encontrar nuestra calle, se despidió con mucha amabilidad y diría yo que satisfecha.
En cierto modo, yo también lo estaba, porque había eliminado, al menos, la posibilidad de ver a la señora Holdein a solas.
Al día siguiente, a las cuatro en punto, apareció la señora Holdein en nuestra casa. Yo había comunicado lacónicamente a mis padres que íbamos -los incluí a ellos- a recibir una visita, sin extenderme en dar unas explicaciones que de todos modos no hubiera sabido dar. Decidí que las cosas salieran como buenamente pudieran y confiar en el buen sentido de mi madre, bien dotada para una conversación intrascendente. Pero mi padre, que había fruncido el ceño al informarle yo de la visita, en cuanto vio aparecer a la señora Holdein, murmuró no sé qué y se despidió, sin duda a tomar café, coñac y puro en cualquier bar de nuestra calle. Sospeché que lo tenía planeado y que ya se había preparado para abandonarla casa aprovechando la confusión que se produce en las presentaciones. El caso fue que nos quedamos solas las tres mujeres, la señora Holdein, mi madre y yo, alrededor de la mesa camilla, frente a la bandeja del café, que me apresuré a servir, un poco sonrientes y envaradas mi madre y yo mientras la señora Holdein paseaba su eterna mirada complacida por el cuarto, demorándose en los objetos predilectos de mi madre.
Mujer de recursos, en seguida se puso a hablar y le contó a mi madre cómo nos habíamos conocido. Hablaba un español sucinto y limitado, algo cómico, que surtió efecto en mi madre, quiero decir que le gustó y casi se contagió de él. En seguida empezó a conjugar los verbos en infinitivo y a eliminar partículas poco esenciales, creyendo que ya que la señora Holdein hablaba así la entendería también mejor a ella si utilizaba parecido lenguaje. Después de esa introducción, la señora Holdein me tendió un sobre que sacó de su bolso, tal vez el mismo bolso o al menos tan grande como el que llevaba en Delhi.
– Son las fotografías -dijo-. Creo que son buenas.
No era modesta. Debía de pensar que la franqueza y el juicio imparcial son posibles y admisibles aplicadas a lo que uno mismo hace. Y las fotos eran buenas, francamente. Las miré muy deprisa porque sentía sus ojos complacidos clavados en mí, y se las pasé a mi madre que las alabó con entusiasmo, dejando caer una serie de exclamaciones y elogios, pronunciados muy alto y muy despacio, y algunos de ellos en infinitivo.