La señora Holdein nos habló después de su visita a El Saúco, donde había pasado unos días con su antigua pupila, en un encuentro emotivo que había removido todos sus recuerdos de juventud. Se había decidido a hacer al fin aquel viaje tantas veces soñado porque había tenido que ir a Johannesburgo, donde había asistido a un congreso contra el apartheid promovido por fundaciones privadas dedicadas a estudios sociales. No se me había ocurrido convocar a Gisela a ese café y la eché de menos, porque esos temas hubieran propiciado una profunda y larga conversación entre ellas. Mi madre, sin embargo, no estaba preparada para esas discusiones, por lo que se limitó a asentir, aprobatoria.
Pero poco después, tal vez cansada de hablar tan alto, tan despacio y de tan mala manera, mi madre se levantó y desapareció, murmurando una excusa indescifrable. La señora Holdein y yo nos quedamos súbitamente calladas, yo, desde luego, reprochando a mi madre su desaparición inesperada, y ella pensativa. Abrió su bolso de nuevo y me dio un paquete del tamaño de un puño, envuelto en papel de seda color fucsia.
– Pasé por Delhi -sonrió con cierta timidez- y me encontré con el muchacho hindú, Ishwar. Le dije que iba a venir a España y me encargó que le diera esto.
Algo de eso había esperado yo, la verdad, por lo que abrí el paquete con algo de emoción. Al fin, Ishwar daba señales de acordarse de mí. Una cosa era que la historia hubiera terminado y que supiéramos los dos que de prolongarse hubiera terminado peor, y otra cosa ese absoluto olvido. Dentro del papel, había una bolsa de raso de rayas de muchos colores y dentro de la bolsa una pulsera de plata, un brazalete ancho y liso.
– Me ha dicho que mires su interior -dijo la señora Holdein.
La obedecí. Había un dragón y una inscripción grabados.
– Es tu nombre en uno de los dialectos hindúes -dijo ella-. El dragón significa vitalidad y misterio.
Se había acercado a mí para ver la parte interior del brazalete.
– Póntelo -dijo.
De nuevo la obedecí, aunque me costó cierto esfuerzo meter el brazalete en mi muñeca porque era de esa clase de brazaletes que no se abren y que sólo tienen una ranura que presumiblemente tiene que bastar, pero como era totalmente rígido y muy ancho, la operación resultó difícil. Sentí los dedos de la señora Holdein junto al brazalete, en mi muñeca. El brazalete ya estaba en su lugar, no había que ayudarme a ponérmelo. Pero ella aún se me acercó un poco más. Vi sus ojos azules muy cerca y escuché sus palabras, que sonaron temblorosas en un tono muy bajo.
– Querida, ¿por qué no me acompaña a hacer una excursión a Toledo? Me han dicho que no debo dejar de ir, pero me gustaría tanto que usted viniera conmigo.
Me levanté. Había empleado el "usted", pero la proposición parecía bastante íntima.
– Ya le he dicho que estos días tengo mucho trabajo -dije, mientras servía más café en las tazas.
En aquel momento entró mi madre y aunque bendije su aparición volví a reprocharle que se hubiera marchado.
– Deberíamos haberle presentado a Gisela -dijo mi madre, que no se sentó, como si quisiera poner término a la visita de la señora Holdein-. Es una amiga nuestra alemana. En realidad -sonrió- es más española que nosotros, pero nació en Alemania. Vive aquí desde pequeña. Se hubieran entendido en su propia lengua.
La señora Holdein fue perceptiva a la posible intencionalidad del gesto de mi madre y sin duda aún más al rechazo con que yo, segundos antes, había respondido a su invitación, de forma que se levantó, aunque con una sombra de confusión en los ojos y manchas de color en sus mejillas.
– Siento haberlas molestado -dijo, ya en la puerta-. Para mí ha sido un placer visitarlas.
– No nos ha molestado -dijo mi madre-. ¿Por qué iba a molestarnos? Me encanta recibir visitas.
Algo más animada, la señora Holdein me envió una mirada que contenía diversos sentimientos: perdón, súplica, y todavía ciertas esperanzas. Estrechó nuestras manos y desapareció en el ascensor.
– ¿Por qué habrá dicho que su visita podía molestarnos? -volvió a preguntar mi madre, de vuelta al cuarto de estar-. ¡Qué raros son los extranjeros!
Se fijó en el papel color fucsia y en la bolsa de colores.
– ¿Qué es esto? -preguntó.
– Un regalo. Me lo manda un amigo de Delhi.
Le enseñé la pulsera, que ella miró sólo un instante.
– Debe de pesar mucho -dijo.
Me llevé a mi cuarto las fotos que me había entregado la señora Holdein y las miré más despacio. Recordé la polvorienta y bochornosa tarde de verano en que fueron tomadas y el cansancio que tenía yo después de haber hecho mis quinientos metros nadando. En una de ellas, la mejor, la que me gustaba más, yo sonreía levemente mirando al frente, a quien me quisiera mirar. Al fondo, el edificio blanco del hotel tenía una tonalidad rosada.
Las palmeras, casi totalmente negras, se recortaban contra el cielo gris. Y una suave luz caía sobre mi cuerpo mojado. La señora Holdein, antes de sacarme esa foto, me había dicho: "Mira al objetivo y piensa en algo bueno". Aún me acordaba de lo que había pensado: el ancho río marrón detenido a espaldas del Taj Mahal. Me sentía cansada, no sólo por los quinientos metros de crawl en la piscina, sino por la noche pasada en la habitación de Ishwar, cansancios, los dos, agradables y dulces. Y el río había acudido a mi cabeza, lleno de fango y apenas con corriente, Dios sabe en qué asociación de ideas.
De todos modos, yo me había alejado ya de todo eso y no podía identificarme con aquella mirada que, acaso, me producía nostalgia porque me hacía pensar que aquel momento había sido perfecto para mí. Esa persona que me miraba estaba completamente conforme con su destino, el instantáneo, preciso destino que estaba viviendo. Y, en mi cuarto de Madrid, en pleno mes de diciembre, yo estaba muy lejos de sentir algo parecido. Resulta bastante extraordinario ver en una imagen que te reproduce algo que no eres, y aun te surge la duda de si no eres en realidad así, como otra persona, aunque sea en otro tiempo, no tan lejano; a fin de cuentas, te ha captado, y tú lo ignorabas. En todo caso, si alguna vez yo me había sentido así, como la fotografía mostraba, eso se había acabado. Había perdido lo que me había dado identidad, coherencia y paz. De forma que la fotografía, aun siendo muy buena, me molestaba, porque señalaba una cualidad perdida, irrecuperable. Y tuve la impresión, algo inquietante, de que una doble mía andaba suelta por el mundo, sin saber con qué consecuencias, en aquella fotografía que se podía mostrar, observar y tocar.
También me asombraba que en la foto yo estuviera en traje de baño -aunque, cubierto con una toalla que rodeaba mi cuerpo, no se veía, pero yo casi podía sentir su humedad caliente- y que acabara de salir de la piscina, donde había estado nadando produciendo un ruido que Ishwar había escuchado, pensando que era yo quien nadaba, desde su cuarto, donde yo había pasado una noche feliz. Aquella foto, en suma, no era una foto, sino una historia y me molestaba que pudiera exhibirse así, sin ningún pudor, ante cualquiera. Porque detrás de mí, se veía un pedazo de agua de la piscina, y el edificio del hotel, con algunas de las ventanas abiertas, entre ellas, la de la habitación de Ishwar. Lo que me asombró y me estremeció fue que la foto contuviera todo eso con tanta precisión. Yo había estado en Delhi, en aquella piscina, a esa hora de la tarde. Yantes y después del momento en el que me había bañado y nadado en la piscina, también había estado allí.
Los recuerdos volvían, los signos, las señales de la continuidad de la vida, sólo demostrada en algunas ocasiones.
A lo largo del invierno, Alberto Villaró me llamó varias veces para proponerme todo tipo de planes: cines, teatros, conciertos, más óperas, cenas. Casi siempre le decía que no, pero en alguna ocasión acepté, en parte, porque su amabilidad me desarmaba y, como lo veía poco, me olvidaba que la materia central de su conversación era su mujer o las mujeres, asuntos sobre los que conocía demasiado bien su opinión y sobre los que prefería mantenerme callada y, en parte, porque algunas de sus proposiciones no eran intrínsecamente malas y a veces coincidían con un momento mío de tedio, momento que amenazaba con eternizarse. Pero debo decir que cuantas veces acepté una invitación de Alberto, me arrepentí. Llegué a una conclusión: quería que conociera a Cecilia. Tenía esa idea fija en la cabeza. Nuestras despedidas se cerraban con una invitación tendida para comer en su casa. Así conocerás a Cecilia, decía. Yo no tenía ningún interés por conocer a Cecilia ni por comer en su casa. Sospeché que lo que Alberto quería era provocar, ya tardíamente, los celos de Cecilia, demostrarle que él tenía sus propias amistades femeninas y que aunque ella quisiera separarse de él, él no era un hombre acabado. Por lo que Alberto me contaba, Cecilia ya había encontrado un piso y se iba a trasladar en seguida. De un momento a otro, les concederían la separación. La situación parecía irreversible y eso le irritaba. Se notaba en el tono de su voz. Por mucho que se esforzara en dejar bien claro que entendía y apoyaba a las mujeres y que estaba profundamente de acuerdo con la causa femenina, el abandono de Cecilia le ofendía y le exasperaba. Y cuanto más era él capaz de entenderla, a ella y a todas las mujeres, más injusta debía de parecerle la marcha de Cecilia que, a lo que yo colegía, no se separaba de él porque aborreciera a los hombres en general, sino porque se había cansado de Alberto Villaró, él solo.