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De nuevo en el coche y traspasado ya el límite de la finca, dijo Alejandro a Félix mientras agitaba su mano en un gesto de adiós:

– Es el padre del chófer, el que puede prestarte la Lambretta.

Estábamos en medio de un bosque. Pinos, cedros, hayas, robles, magnolios y árboles cuyo nombre yo ignoraba nos rodeaban.

– El tío Héctor, el padre de mi tía Carolina, hizo traer árboles de Oriente -nos informó Alejandro-. En El Saúco todos se sienten orgullosos de "Nuestro Retiro" y hablan de la finca como si fuera propiedad del pueblo, aunque la mayoría no la haya visitado nunca. Era el típico indiano que se propuso deslumbrar a sus vecinos. Cuando murió, su mujer se convirtió en una especie de institución. Ocupaba un puesto de honor en los actos oficiales, las fiestas, esas cosas. Pero todos los lazos con el pueblo se cortaron cuando ella murió. A la tía Carolina no le gusta salir de casa. Ahora veréis la casa, en cuanto pasemos la curva.

Era imposible no verla. Era enorme y majestuosa, aunque sus muros estaban desconchados. Tenía a su alrededor profusión de balaustradas, terrazas, escaleras, torreones. Tal y como Alejandro había anunciado, era la típica casa del indiano hecha con el firme propósito de impresionar y deslumbrar.

Salimos del coche y entramos en la casa sin necesidad de llamar a ningún timbre, porque la puerta estaba abierta. El zaguán se correspondía con la fachada de la casa. Había muebles de diferentes estilos, macetas de cerámica chillona, una enorme lámpara de cristal de Venecia y un par de tapices con escenas campestres colgados de las paredes. Y un aire inconfundiblemente indiano en todo: en el mimbre pintado de blanco de los sillones, en las palmeras que surgían de los grandes tiestos de colores, en las esterillas de esparto delante de las puertas. Todo parecía estar concebido para luchar contra el calor que sin duda en El Saúco sería insoportable durante los meses de verano, pero me pregunté qué impresión causaría toda esa decoración en invierno, que debía de ser riguroso en la región. En aquel zaguán se estaba a salvo de un calor abrumador y eterno. Uno sentía que en el exterior los rayos del sol cegaban, aniquilaban.

Podía imaginarse al propietario de la casa, recién llegado de las Indias, obsesionado con la idea de vivir a resguardo del sol. Se podían leer sus gustos y sus aspiraciones en el mobiliario y en la mezcla de estilos que se habían seguido para edificar la casa. A pesar de su gran magnitud y de sus pretensiones de grandiosidad, había algo conmovedoramente inocente y modesto.

Una joven, vestida con una bata azul de trabajo, apareció en el zaguán y saludó tímidamente a Alejandro.

– Las señoras están en la galería.

– Muy bien. Iré a verlas. Entretanto, enséñales los cuartos a los invitados -dijo Alejandro, en un tono autoritario y paternal, de dueño de la casa.

Alejandro desapareció por una puerta. La chica se inclinó para coger nuestras bolsas de viaje, pero tanto Félix como yo las recogimos antes. Levemente desconcertada, la chica empezó a subir las escaleras. Entonces vi que Félix la miraba. Seguía los pasos de la chica sin apartar los ojos de ella. Y había razones para mirarla. El pelo, castaño, rizado y muy brillante, se balanceaba sobre su espalda, recogido en una goma decolores. La chica, de espaldas, era sencillamente perfecta. En lo alto de las escaleras se volvió hacia nosotros en un gesto instintivo, como si quisiera comprobar que la seguíamos. Los rasgos de su cara eran sumamente correctos, el color de su piel muy blanco, pero su expresión no era alegre. Una sonrisa podía cambiar esa cara, pero no sonrió.

Abrió una puerta y dijo a Félix:

– Su habitación.

Félix seguía mirándola mientras entraba en su cuarto. La chica bajó los ojos, murmuró algo y siguió adelante. Abrió otra puerta.

– Ésta es la suya -dijo, y entró conmigo.

Descorrió las cortinas y abrió el balcón. Me mostró la puerta que daba al cuarto de baño y me preguntó si necesitaba algo más. Podía ayudarme a deshacer el equipaje. Yo sólo tenía una bolsa de viaje. Le di las gracias y se despidió.

Me serví agua de la jarra que reposaba sobre el mármol de la mesilla y me asomé al balcón, que estaba situado en la parte de atrás de la casa y daba a un gran jardín. Estaba algo descuidado pero era un jardín diseñado según los cánones de la jardinería francesa. Nada faltaba en él; entre los parterres, que formaban dibujos geométricos y que hubieran necesitado una poda, divisé un estanque, una pérgola, bancos de piedra entre los senderos y, más a lo lejos, una gran jaula vacía. El sol estaba descendiendo y los árboles eran ya oscuras manchas de color que destacaban contra el azul cobalto del cielo. No se escuchaba el ruido de ninguna voz humana, sólo el alboroto que producían los pájaros y, a lo lejos, el rumor de un motor en marcha.

Alguien golpeó la puerta. Era Alejandro. Paseó una mirada de satisfacción por el cuarto.

– He dicho que te instalen aquí porque es el cuarto que más me gusta. El tío Héctor lo llamaba el cuarto de huéspedes, pero él mismo lo ocupaba muchas veces. La tía Carolina lo ha conservado exactamente igual. La verdad es que la casa apenas ha cambiado. Pero se han ido añadiendo cosas. El administrador es muy aficionado a las antigüedades y conoce a todos los chamarileros de la zona. No sé si te has fijado en la cantidad de aparadores, cómodas y arcones que hay en los pasillos y en el zaguán. Antes estaban casi desnudos.

Se sentó en una butaca, dueño de la situación, satisfecho de su papel de anfitrión.

– Verás a mi madre y a la tía Carolina a la hora de la cena. Me han pedido que os salude de su parte. -Me miró, pensativo-. Me pregunto cuál de las dos te reconocerá primero. Han visto la foto muchas veces, aunque no tantas como yo, desde luego.

Cualquiera que le hubiera escuchado hubiese creído que yo era una conocida actriz, una mujer famosa. Pero parecía tan convencido de que yo era alguien en aquel apartado lugar del mundo, que no repliqué.

Un par de horas más tarde, alrededor de la mesa del comedor, pude contemplar a mi satisfacción la hermosa figura de la madre de Alejandro y la más vulgar pero más imponente de la tía Carolina. Su madre tenía cierto aire místico. Era rubia e iba vestida de negro. Lo miraba todo desde lejos y uno sospechaba, mirándola, que no aguantaría mucho tiempo allí y que en alguna parte indeterminada del mundo la esperaba otro tipo de vida.

Al otro lado de los candelabros de plata, de los pájaros dorados que adornaban la mesa, del centro de flores y de la línea de copas, la tía Carolina se movía parsimoniosamente, concentrada en la operación de manejar los cubiertos sobre el plato. Desde su barricada, nos lanzaba miradas indiferentes. Llevaba un traje de seda negro sobre el que resaltaban gruesas cadenas de oro y que reposaban blandamente sobre su pecho como descansan las joyas sobre un cofre almohadillado. Sus manos, blancas y brillantes, eran un muestrario de anillos de oro. Tenía el pelo completamente blanco, recogido en un moño, a la moda de muchos años atrás. No tenía edad. Se había inmortalizado: parecía el modelo de algo.

El administrador estaba sentado a la mesa con nosotros. Hablaba poco y en voz baja y pausada, parpadeaba al mirar a su interlocutor y asentía rápidamente a cualquier comentario que se le hiciese, fuera apoyando o refutando sus palabras. La dueña de la casa no lo miró durante toda lacena y en las pocas ocasiones en las que él dejó oír su débil y respetuosa voz ella se concentró aún más en su plato, en un gesto que parecía deliberado. Había concedido a su administrador el privilegio de compartir aquellos momentos rituales pero no pasaba de ser un privilegio y no había que confundirse. Ése no era, en el fondo, su sitio. Y, curiosamente, me recordó de pronto a Aziz, tal vez por su común relación con el negocio de las antigüedades, y porque los dos eran delgados, bajos y demacrados. Pudiera ser que ese aire de fatiga que los dos tenían fuera algo inherente al comercio de las antigüedades.