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Raquel suspiró. Terminó el café con leche.

– Cuando nos despedimos, me miró de una manera muy rara, muy profunda. Hacía tiempo que nadie me miraba así. Y dijo de nuevo que esperaría mi llamada. No le he llamado, pero tal vez lo haga -dijo, con cierta decisión-. Nunca he salido con un hombre que no fuera Alfonso. Pienso mucho en ese rato que pasé en su consulta y en la luz dorada que caía sobre los tejados. Me lo imagino mirando el atardecer y pienso que en algún momento él también pensará en mí.

– Hablas como si estuvieras enamorada.

– Es un amor platónico -dijo-. Me gustaría llamarle para hablar, para tener un amigo, para sentirme comprendida. ¿No decías que es posible la amistad entre un hombre y una mujer?

Miró su reloj. Había anochecido tras los cristales de la cafetería. Mi hermana sacó su billetero antes que yo, esperamos a que el camarero nos trajera la vuelta y nos pusimos en pie. Echamos a andar a lo largo de la calle.

– Cogeré un taxi -musitó-. Se me ha hecho muy tarde. Pero ha sido estupendo encontrarte.

Me dijo adiós desde dentro del taxi. Rodeada de paquetes y bolsas, protegida por la carrocería del coche, parecía una ilustre visitante que saluda al pueblo anfitrión. Anduve bajo la luz de las farolas hacia mi casa.

Habían pasado veinte años desde el día en que Raquel había salido de casa para vivir con Alfonso. Se metió en el ascensor con su traje blanco de raso y se miraba al espejo cuando mi madre cerró las puertas. Mi madre me miró, abatida, nada convencida de que su vestido le sentara bien. A mí tampoco me gustaba mi vestido. El único que parecía un poco satisfecho era mi padre, con su elegante traje oscuro y su corbata gris perla. Y, como él se veía mejor de lo que nosotras nos veíamos, pudo decir que estábamos muy bien. Tuvo que decirlo varias veces.

– Está sola en el portal -dijo de repente, y se fue corriendo, perdiendo un poco de elegancia, hacia el otro ascensor.

Ésa fue la escena que se reprodujo en mi mente después del encuentro con Raquel. Aquella absurda sensación que habíamos sentido mi madre y yo de ir mal vestidas y las frases consoladoras de mi padre. Los tres, en suma, paralizados ante la puerta abierta de nuestra casa mientras el ascensor bajaba con Raquel dentro. Una escena un poco simbólica.

Me quedé pensando en aquel elemento nuevo: la envidia de Raquel. Cuando abandonó nuestra casa con la mirada fija en el espejo del ascensor y mi madre y yo, inseguras y desilusionadas, nos sentimos poco favorecidas en nuestros trajes recién estrenados, yo había pensado que se marchaba hacia el paraíso, hacia una tierra prometida e ignorada que escapaba a mi imaginación. A lo largo de los años, no había vuelto a pensar en esa tierra prometida, y aunque en cierto modo sabía por qué -la vida de Raquel no parecía ni mucho menos magnífica- no me había detenido a analizar la razón de su posible desencanto que tampoco creía tan profundo. Mi madre, que desde que Raquel se fue de casa siempre que hablaba de ella anteponía el calificativo de "pobre", y así Raquel entre nosotros se convirtió en "la pobre Raquel", parecía haber intuido, más que yo, esa desilusión.

Así que la situación parecía haberse invertido y ahora era Raquel quien me envidiaba a mí y recordaba mis lejanas enfermedades, mis visitas al médico y los cuidados de mi madre, rememorándolas como privilegios. Y pensaba que mi vida era más interesante que la suya, porque yo no estaba atrapada, yo siempre tenía un novio, según su terminología, distinto.

Bien sabía yo cómo acababan esas experiencias y qué cúmulo de desencanto iban dejando en mí, qué significaba volver a casa después de un rato de amor sin encontrar nada nuevo en mí, sólo una sensación de vacío, y la remota conciencia de que alguien había sido engañado, porque nunca se alcanzaba la igualdad, porque ni siquiera yo era capaz de ofrecer lo que hubiera pedido siempre del otro, sea lo que fuere. Un juego de malentendidos y de desconcierto que trataba de apartar de mi mente al cabo de unas horas o unos días, para tratar de vivir sin analizar mis sentimientos, sin dejarme hundir por ellos, porque sabía que era mejor seguir buscando, sin esperanza alguna, pero seguir buscando, o vivir como si siguiera buscando, de forma que todavía no estaba a salvo de nada, porque la única conclusión a la que había llegado es que la desesperación no puede combatirse, al menos, esa clase de desesperación y esa clase de combate, que nacen de saber que, por debajo del vacío que se siente en cada regreso a casa después de un rato de amor, está el vacío del que nunca se puede marchar, del que nunca consigue avanzar hacia el otro, del que avanza más por huir que por convicción. Pero, seguramente, en la imaginación de Raquel, mis aventuras o mi sucesión de novios debían de obedecer a un sentido feliz de la vida, una capacidad para enredarme en la vida de los demás y compartir con ellos el placer, obtener y ofrecer comprensión, apoyo y estímulos.

Y, sin embargo, en un nuevo zig-zag de la envidia, después de dejarla aquel atardecer, rodeada de las bolsas de sus compras, la volví a envidiar, porque su vida, que a ella le parecía triste, sin sentido y sin esperanzas, según hubiera definido un novelista ruso, había dado paso, repentinamente, a ese momento que había evocado en la cafetería: cuando había contemplado los tejados de Madrid con la Casa de Campo al fondo, bañados en la luz dorada de la tarde, y había sentido nostalgia por todas las cosas perdidas.

10

Mi madre había vaticinado que tarde o temprano su hermano tendría que reaccionar. Y así sucedió de forma que la historia se repitió, no exactamente igual, pero muy parecida. Hubo despliegue de llamadas telefónicas y al fin el tío Jorge apareció en casa con la intención de ira recoger a Félix a El Saúco. No iba a quedarse a dormir en casa, pero vendría a cenar.

– Al fin ha reaccionado -dijo mi madre-. Sabía que tenía que cambiar. No podía pasarse toda la vida comportándose como un niño mimado. Tiene que afrontar sus responsabilidades. Al parecer, Sofía está decidida a dejar de beber. Se va a someter a una cura de desintoxicación. Es la primera vez que me dice que Sofía bebe, la primera vez que llama a las cosas por su nombre. No estaba preparado para esto, pero está reaccionando, al fin está reaccionando.

Le debía de parecer una cosa tan saludable que decidió celebrarlo. Encargó la cena y llamó a Gisela para que la ayudara a poner la mesa y a prepararlo todo.

– A Jorge le gustan estas cosas -decía, mientras colocaba las copas sobre el mantel, haciéndolas tintinear ligeramente.

Me perdí el inicio de esa recepción, porque empezaba a estar cansada de tanta reunión familiar. Mi casa se había convertido en una especie de reserva de los principios de solidaridad familiar. Huí de aquel conciliábulo, ya que al día siguiente debía enfrentarme a otra escena casi peor en El Saúco, y no podía dilapidar mis fuerzas.

Cuando llegué a casa, los platos estaban medio vacíos y de las dos botellas de vino compradas por mi padre no quedaban más que los envases.Pero la reunión estaba en su mejor momento. Todos, mis padres, Gisela y el tío Jorge, estaban un poco arrebolados y me recibieron con entusiasmo, sin reprocharme que me hubiera excusado por no asistir a aquella cena de reencuentro. El tío Jorge volvió a expresarme su gratitud. No sólo le había ayudado a resolver un problema difícil, sino que gracias a mí, estaba de nuevo allí, con su hermana, como en los viejos tiempos. Pero hubieran recibido con entusiasmo a cualquiera que hubiera aparecido por la puerta. Se sentían llenos, desbordados de simpatía y comprensión, lo que era resultado de las botellas de vino, los licores, y sus ganas de encontrar algo bueno en la vida, algo de lo que no quejarse. Un jarrón con rosas rojas descansaba sobre la repisa, junto a la mesa camilla. Sin duda, el tío Jorge se había presentado con él.