– Así que aquí vive tu tía -medio preguntó a Alejandro.
– Mi madre y mi tía. La casa es de mi tía, pero mi madre vive con ella desde que murió mi padre. En realidad, mi tía la secuestró. Vino a pasar un verano a "Nuestro Retiro" y se quedó a vivir. Lleva ya tres años. Ése es el poder del dinero -sonrió.
No explicó nada más y yo misma me sorprendí, porque Alejandro nunca había mencionado ese aspecto de su vida. Creí percibir cierto tono irónico, despectivo y amargo.
Mi tío Jorge lo observaba todo con atención. Paseó la mirada por el zaguán, calibrando el valor de los muebles que lo poblaban.
– Es mejor que vayamos directamente a la galería -dijo Alejandro-. Es la hora del aperitivo.
En la galería estaban las tres señoras: la tía Carolina, la madre de Alejandro y Araceli, con sus atuendos de siempre, perfectamente acostumbradas a representar el papel que les había tocado a cada una en aquella actuación. Se sorprendieron al vernos, pero se recuperaron enseguida de su asombro, estrecharon la mano de mi tío y le felicitaron por ser pariente tan próximo de Félix.
– Un muchacho encantador -dijo la tía Carolina-. Tiene una voz estupenda. Ya estábamos terminando la novela. Aunque el final no me gusta tanto. Dura demasiado.
– ¿Dónde está? -pregunté.
– Se fue ayer -dijo-. Dijo que ya estaba mucho mejor. ¿Es que no lo sabéis? Creí que había hablado con vosotros.
– ¿Sabe usted adónde se fue? -preguntó mi tío con voz trémula.
– No, ¿cómo lo voy a saber? Creí que volvía a su casa.
Mi tío había empalidecido. Araceli se puso en pie.
– Tiene usted que tomar algo, una copa de jerez. Debe de estar cansado del viaje.
Nos sirvió a todos y, ya sentada, preguntó con interés:
– Así que usted es el segundo marido de la madre de Félix.
El tío Jorge, todavía pálido, asintió.
– Así es.
– Félix nos ha hablado de usted, desde luego. Tienen suerte con él. Es un chico muy educado. Hemos sentido mucho que nos dejara, pero ha prometido que nos volverá a visitar. Ya ve, somos tres mujeres solas y viejas. Él nos ha hecho sentirnos jóvenes.
Miré a la madre de Alejandro, que era la más joven de las tres. Vi esta vez en sus ojos un destello de inquietud, o cansancio o deseos de abandonar el juego que su rica prima le imponía. O fue una impresión mía.
Las tres se esforzaron para que el tío Jorge no nos abandonara inmediatamente. Quería llamar a un taxi, pero accedió, al fin, a quedarse a comer. Había un tren que salía a las cinco de la tarde y que llegaba en un par de horas a Madrid. Demetrio lo llevaría a la estación, porque nosotros, Alejandro y yo, nos quedábamos a pasar la noche. Yo no tenía muchas ganas de quedarme, de asistir a una de esas cenas donde la oscura figura de la dueña de la mansión alcanzaba su punto culminante de dominio y solemnidad, pero Alejandro aceptó y supuse que tendría sus razones.Allí estaba su madre y ésa era su familia.
Durante la comida, las tres mujeres no dejaron de hablar. Su mundo era autosuficiente. Me pregunté cómo había conseguido Félix convivir con ellas durante tantos días, e incluso conquistarlas.
– No tiene por qué preocuparse por Félix -le dijo la tía Carolina a mi tío-. Los jóvenes deben vivir su vida, y él ya se encontraba mejor. Ha recuperado las fuerzas y la salud, eso es lo importante. Es un muchacho formidable.
El tío Jorge no dijo nada, pero su mirada revelaba desconcierto. Después de comer y de tomar café, se despidió de las señoras, dio cortésmente las gracias a la dueña de la casa por su hospitalidad, y con andar cansado y gesto de fatiga atravesó el zaguán camino de la puerta. Al pie de las escalinatas de piedra, antes de subirse al espectacular Rolls que había pertenecido al dueño de la casa, responsable de aquella demostración de riqueza, me dijo:
– Abraza a tus padres de mi parte. Supongo que Félix llamará. Debe de estar enfadado con nosotros, pero llamará. No puede desaparecer así, sin más ni más.
– Os llamará -dije-. Seguro.
Por la tarde, mientras Alejandro estaba con el administrador, di un paseo por el jardín, admirando la obra y las ambiciones del indiano. Sentada en un banco de piedra, frente al estanque, vi a la madre de Alejandro, que me hizo un gesto con la mano, invitándome a acercarme hacia ella.
– Siéntate -me dijo, cuando llegué-. Se está muy bien aquí. No hace ni frío ni calor.
La temperatura era, efectivamente, perfecta. En el estanque se reflejaban los árboles, de diferentes tonos de verde, y no se oía ningún ruido, sólo el rumor de los pájaros y el viento entre las hojas.
– En otoño también está muy bonito -dijo-. Tienes que venir en otoño.
Estuvimos un rato calladas. Yo no sabía de qué hablarle y ella, después de haberme hecho ir hasta el banco, tampoco parecía muy deseosa de entablar una conversación; por lo contrario, parecía sumida en graves pensamientos, que nunca me hubiera atrevido a interrumpir.
La luz fue cayendo y no pude reprimir un escalofrío, porque el banco en el que estábamos sentadas era de piedra y el sol había dejado de calentar.
– El anochecer es siempre triste -dijo levantándose.
Parecía en otro mundo y hubiera deseado encontrar la fórmula de romper aquel silencio, aun sabiendo que a ella no la molestaba y en cierto modo a mí tampoco, pero que me impedía conocerla un poco más. O tal vez no.
En el zaguán de la casa, me despidió. Subió las escaleras, supuse que en dirección a su cuarto, para prepararse para la cena, y desde lo alto me volvió a mirar y me sonrió y nuevamente me dijo adiós.
11
Alejandro y yo decidimos pasar el mes de julio juntos, y por medio de un amigo suyo conseguimos una casa frente al mar, en Levante. Pasábamos el tiempo dando largos paseos, tomando el sol, y escuchando óperas. Las óperas eran nuestra música de fondo. Una vez que ya había asistido a la representación de Norma (aunque no en la Scala de Milán), una vez que ya había visto la película Fitzcarraldo, podía considerarme, según la sentencia que James Wastley había pronunciado en el viejo restaurante de Delhi, una aficionada a la ópera, aunque primeriza y moderada. Ante los entendidos, me callaba. Pero como Alejandro nunca había tenido esa afición (le gustaba, y mucho, la música moderna), me ofrecía un campo virgen donde ejercer mi labor de proselitismo.
Los dos éramos perezosos para cocinar, así que almorzábamos en casa de cualquier manera y salíamos a cenar a uno de los muchos restaurantes del pueblo. Ni siquiera desayunábamos en casa todos los días, porque nada más levantarnos nos lanzábamos a recorrer la playa, a esa hora desierta, y muchas veces, a la vuelta, nos quedábamos en la terraza de la cafetería Miami, donde leíamos el periódico y nos tomábamos lentamente el desayuno. Todo era bueno en el Miami: el zumo de naranja, el café y las tostadas. Hubiéramos pagado cualquier cosa por ese desayuno y, para colmo, era barato.
Parte de la mañana la pasábamos allí, hasta que el sol empezaba a molestar. Entonces, después de otro café, volvíamos a casa. Nos bañábamos mirando el porche de nuestra casa, porque nos parecía un verdadero lujo disfrutar de tantas cosas a la vez. Hacía exactamente un año que había ido a Oriente con Mario para huir de un verano recordando a Fernando, pero todo eso quedaba muy lejos, aunque el que yo me encontrara allí con Alejandro era también consecuencia de aquel viaje. Pero en verano todo se detiene y yo estaba cansada de encontrar que mi vida se regía por una serie de coincidencias que escapaban a mi voluntad y a mi control, y aunque entre Alejandro y yo no todo era perfecto y a veces surgía, inesperadamente, un punto que nos hacía apartarnos y observarnos a distancia, había ratos muy buenos. No hacía falta pensar en nada más. No siempre hay que vivir analizando todo lo que ocurre. Alejandro se había llevado lienzos, pinturas y el caballete, y el tiempo que quedaba entre los paseos, las comidas, los baños, las noches y las siestas, él pintaba. Entretanto, yo leía o daba más paseos, o iba al pueblo a comprar algo, o me volvía a bañar o deambulaba por la casa, mientras las potentes y melodiosas voces de las sopranos, los tenores, los bajos recorrían todos los registros de la voz humana sobre un fondo de orquesta a veces solemne, a veces frívola, triste o patética, y siempre grandiosa y consoladora. ¿Cómo no había entrado en aquel mundo antes? James Wastley tenía razón. Sus mitos empezaban a parecerme aceptables, o era que yo me iba acercando a su edad, la edad en que tantas cosas han demostrado ser frágiles, inservibles o inalcanzables.