Ni Alejandro ni yo hablábamos de El Saúco, como si hubiéramos llegado a ese acuerdo de silencio. Ya habíamos comentado suficientemente la desaparición de Félix y yo no tenía muchas ganas de recordar la serie de reuniones y conversaciones familiares que a raíz de los problemas de mi tío Jorge se habían producido en mi casa. Ni siquiera mi madre quería hablar de Félix. Tampoco ella quería volver a preocuparse.
Mis padres todavía estaban en Madrid. Esperaban el regreso de Gisela que, ella sí, estaba de viaje. En Roma, creo recordar. En cuanto Gisela llegara, se irían todos a El Arenal, más unidos que nunca, más dispuestos a defender su descanso y sus diversiones. Yo los llamaba de vez en cuando y me daban noticias del calor. Les gustaba decirme que no se podía ni respirar. A última hora de la tarde, mi padre abría todas las ventanas para que se estableciera una ligera corriente de aire. Hasta ese momento, la casa había permanecido cerrada y en penumbra para que no penetrara ni un ápice de calor sobre el ambiente cada vez más cargado. Pasaban la noche en medio de esa hipotética corriente, envueltos en los ruidos que llegaban de la calle. A las ocho de la mañana, cerraban las ventanas.
Mi padre seguía rigurosamente ese horario año tras año cuando caía el calor sobre el asfalto, y se sentía muy orgulloso de esos métodos que le permitían sobrevivir en el infierno del verano en la ciudad. Pero desde que yo estaba a la orilla del mar, se quejaban más de lo acostumbrado.
– Ya sabes cómo mantengo la casa todos los años -decía mi padre-, pero este año no hay manera. Tenemos que abrir las ventanas antes de tiempo, porque nos ahogamos. Creo que vamos a tener que poner aire acondicionado.
Eso era algo que también decía todos los años. Sonaba como una amenaza, como el final de una época, una traición a los principios fundamentales de su vida, su orden y su prestigio. Como si las cosas pudieran con él.
– ¿Y qué tal allí? -me preguntaba, al fin, con un leve pero inequívoco matiz de reproche, por haberme librado del calor y haberlos dejado luchando contra él. Y antes de que yo pudiera contestar, consciente él de que la pregunta era tan rutinaria y mecánica como en el fondo comprometida o por lo menos aventurada, decía-: Ahora se pone tu madre.
Mi madre me contaba exactamente las mismas cosas que me acababa de contar mi padre. Sólo que como no era ella la responsable de todo aquel método de abrir y cerrar ventanas, lo comentaba con ironía.
– Ya sabes que tu padre se cree que si vivimos a oscuras no pasamos calor. Y no te puedes imaginar de qué humor se pone si Juana o yo subimos una persiana. El calor le descompone, ésa es la verdad. Estoy deseando estar en El Arenal, allí está más entretenido, no se pasa todo el día vigilándonos -suspiraba-. Es como si viviéramos en un cuartel.
Quejarse el uno del otro, eso era lo que consistentemente hacían cuando hablaban conmigo. Ése era el papel que jugaban mejor. Llevaban años entrenándose.
Los llamé un viernes antes de cenar, a esa hora en que ya debían de haber abierto las ventanas y una leve corriente de aire recorrería la casa. El timbre del teléfono se repitió en el vacío. Podían haber salido a dar una vuelta; jamás lo hacían, pero era posible. Así que no me quise preocupar.
Aquella noche fuimos a cenar a un restaurante indio que acababan de abrir. Habíamos conocido al dueño en la playa y él se encargó de organizar nuestro menú. Comimos y bebimos más de lo acostumbrado. Al final, se sentó con nosotros y nos invitó a un par de copas. Nos hubiera seguido invitando a tomar copas hasta el amanecer. Tenía una resistencia extraordinaria. Cuando me levanté, apenas me podía sostener. Alejandro me llevó, prácticamente a rastras, hasta la casa. Creo que vomité por el camino.
No pensé en mis padres, ni esa noche ni a la mañana siguiente, que pasé en la cama, con un dolor de cabeza de esos que te quieres morir. Alejandro hizo café y, más tarde, preparó el almuerzo. Fue a media tarde cuando volví a pensar en mis padres, pero decidí esperar un poco porque todavía no había recuperado la voz: me salía ronca y temblorosa.
Eran las ocho de la tarde del sábado, otra vez la hora en que mi padre abría las ventanas, cuando volví a llamar. Miré el reloj mientras sonaba el teléfono sin que nadie acudiera a cogerlo.
– No puede ser -dije.
– ¿Qué es lo que no puede ser? -me preguntó Alejandro.
– No están mis padres en casa.
– Habrán salido a dar una vuelta, a esta hora empieza a refrescar, ¿no dices que en tu casa hace mucho calor? A lo mejor han ido al cine -sugirió.
No iban nunca al cine. No salían de casa por las tardes; nunca lo habían hecho. Pero en cualquier momento se puede cambiar de costumbres.
Llamé a las nueve. El teléfono seguía sonando, sin respuesta. Llamé a las diez. Nada.
– Es absurdo que te preocupes tanto -dijo Alejandro-. Deben de haber ido a visitar a alguien. Tal vez tu hermana lo sepa.
Mi hermana se sorprendió con mi llamada, pero no pudo darme ninguna explicación. No sabía nada de nuestros padres desde hacía dos días.
– No ha podido pasarles nada, ¿qué les ha podido pasar? Lo hubiéramos sabido. No he salido de casa en todo el día. Además, esta mañana habrá ido Juana. Va todos los sábados y se queda hasta el mediodía. Habrán salido a dar una vuelta. ¿Dónde estás?, ¿desde dónde llamas?
– ¿Tienes el teléfono de Juana?
– No.
Me despedí de ella después de decirle dónde me podía encontrar si acaso conseguía hablar con mis padres y colgué. Estaba decidida a hablar con Juana, quería una explicación a aquel silencio. Yo misma comprendía que podía haber explicaciones razonables para la ausencia de mis padres, pero me empujaba una especie de reto. Recordé de pronto que la hermana de Juana trabajaba como asistenta en casa de Mario. Yo había servido de intermediaria. Pero tampoco Mario se encontraba en casa. Y el teléfono de mis padres seguía sonando en el vacío. Era cada vez más extraño.
– Estará estropeado -decía Alejandro, sin convicción.
– Si estuviera estropeado no daría la señal. Se escucha perfectamente.
Al fin, encontré a Mario y le expliqué lo que pasaba. Tardó un rato en encontrar el número de teléfono de la hermana de Juana, porque lo había apuntado en un papel que había sujetado a la nevera con un imán en forma de oso (lo repitió varias veces) y alguien había metido el papel, finalmente, en un cajón. Después de dármelo, quiso que le hablara de mi vida, pero yo no podía enredarme, a esas horas y con esa sensación de urgencia, en una conversación sobre los sentimientos, que en aquel momento excepcional le interesaban mucho. Debía de haber tomado un par de copas.
Marqué el teléfono de la hermana de Juana. En lugar de una voz de mujer surgió una ronca voz de hombre. No tenía ni idea de quién podía ser porque había oído decir a Juana que su hermana no estaba casada, pero le expliqué como pude a aquel hombre de la voz ronca quién era yo y lo que andaba buscando. Le dije que estaba francamente preocupada. Le hablé de mis padres, de lo viejos e inútiles que eran. El hombre dudó un momento, luego dijo que iba a ver si encontraba el número de teléfono de Juana por alguna parte. Al cabo de unos instantes volvió con él.
– ¿No crees que estás exagerando? -insistía Alejandro-. No puede haber sucedido nada. De las malas noticias se entera uno en seguida. Juana hubiera llamado a tu hermana.