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Llegamos a nuestro piso a media mañana. Encendí el calentador del agua e inspeccioné los armarios en busca de la ropa blanca. La mano eficaz y bien organizada de Gisela se dejaba sentir en todos los rincones de la casa. Me había aconsejado que hablara con la mujer del bar de la esquina, que solía conocer a chicas interesadas en trabajar para los veraneantes. Dejé a mis padres ocupados en la tarea de deshacer sus maletas y salí ala calle. El recuerdo de todos mis veraneos en El Arenal estaba allí: en la casa, en las escaleras, en el portal, en la calle, en el bar de la esquina, ahora algo modernizado.

La mujer del bar no mostró ningún interés hasta que no mencioné el nombre de Gisela. Entonces, me sirvió un vaso de vino blanco y se colgó del teléfono. Tuvo largas conversaciones con tres amigas y sólo al final les preguntó si sabían de alguna chica que quisiera trabajar en una casa durante los meses de verano. Explicó bastante bien nuestras necesidades. Queríamos una chica que se hiciera cargo de todo: la casa, la compra, la cocina y la ropa. Los señores eran ya mayores. Yo no le había dicho cuáles eran exactamente nuestras necesidades y deduje que Gisela la había llamado. Cuando al fin colgó el teléfono, me dijo que una chica se presentaría en casa por la tarde. Ella no la conocía, pero una amiga suya había dado buenas referencias, aunque finalmente era yo quien tenía que decidirlo. Se extendió mucho en dejar bien claro que ella no la conocía, sin considerar que yo ya me había enterado de eso oyéndola hablar por teléfono.

Subí a casa algo más reconfortada y propuse a mis padres que comiéramos fuera. Se animaron inmediatamente y algo después estaban examinando el menú y mordisqueando marisco en un restaurante frente al puerto. Por la tarde fui al supermercado y llené la nevera y la despensa de provisiones. No lo hice con mucha energía, pero lo hice. La chica que iba a mandarme la mujer del bar no apareció. Pregunté por ella al día siguiente, mientras desayunaba. La chica estaba enferma, pero vendría, hoy o mañana.

Con toda seguridad. En fin, eso le había dicho su amiga. Pero ella no la conocía, insistió. Se ofreció a subirme a casa el pan y la leche todos los días y una caja de botellas de vino, si es que me gustaba el vino que tenían allí. Acepté.

La chica vino al día siguiente. Dijo que sabía cocinar y que podía ocuparse de todo. Su novio estaba cumpliendo el servicio militar y ella no tenía nada que hacer. Además, quería ahorrar. Nos sonrió y se puso a trabajar. Parecía mentira, pero era perfecta. Se escuchaban sus pasos por la casa y el ruido de la escoba barriendo el suelo. Mis padres salían mucho de casa. Iban juntos hasta el muelle y allí se despedían como dos buenos y apacibles amigos. No podría explicar por qué razón todo eso me deprimía, pero me pareció que estaba tocando el fondo de algo y éstas son, lo sé por experiencia, impresiones peligrosas. Al cabo de unos días, decidí marcharme. No tenía nada que hacer ese verano, pero debía buscar algo, hacer algún plan, llamar a alguien, todo menos quedarme en El Arenal y retroceder al pasado.

En Madrid se respiraba un aire de desbandada general. Todo el mundo hablaba de marcharse, de pagas extraordinarias, de viajes, alquileres de casas y reservas de billetes. Quedé con Mario en un restaurante próximo a mi oficina, porque quería hablarme de su viaje a Oriente. Almorzamos junto a la ventana abierta, viendo pasar a las escasas personas que andaban por la calle a esa hora inhóspita. Me contó sus planes, que en su primera parte eran de negocios y luego se ampliaban según sus apetencias. Y me dijo que fuera con él. Mientras me hablaba, alardeando de sus conocimientos e ilusiones, no sentí por él mucha simpatía, porque su entusiasmo contrastaba demasiado con mi desconcertado estado de ánimo, pero sabía que iría con él porque al menos eso significaba cambiar de escenario y ése es uno de los consejos que suelen darse en casos como el mío.

– No te esfuerces tanto por convencerme -le dije-. Iré contigo. No quiero quedarme aquí y no voy a volver a El Arenal con mis padres.

– Se trata de Fernando, ¿no? -dijo, con expresión aburrida-. A ver si te lo quitas de la cabeza de una vez.

Mario se preciaba de conocerme bien y no daba demasiada importancia a mis obsesiones. Siempre he pensado que me tiene por una mujer fuerte.

Cuando les comuniqué a mis padres que me iba con Mario a hacer un viaje por Oriente, percibí en su respuesta cierta desaprobación. Conocían a Mario e incluso sentían simpatía por él, quien, por su parte, se esforzaba en mostrarse muy amable con ellos, pero hubieran preferido que en mi vida se introdujera una amistad nueva, un propósito de matrimonio. Eran perfectamente contradictorios. Querían y no querían que yo me casara. Partidarios de la normalidad, sabían que el precio de esa normalidad era, también, quedarse solos. Pero no podían decir a sus amistades que yo me iba de viaje con un amigo. Sabía lo que iban a decir. Dirían: se ha ido con un grupo de amigos a hacer un viaje muy interesante. Mi grupo de amigos, Mario, estampó algunas veces su firma en las postales enviadas a mis padres.

El viaje, para mí, empezó en Delhi. Había habido momentos buenos en Kyoto, donde nuestra afición por el pescado crudo fue casi colmada y donde hicimos un exhaustivo recorrido por los templos, obteniendo satisfacciones de un orden más elevado. Observé a Mario reflexionar, meditar profundamente, ante el jardín Zen del Templo de las Cien Lunas y escuché y discutí luego, mientras tomábamos té verde helado en un bar al aire libre, las ideas grandiosas, esenciales, que habían desfilado por su cabeza. Como tantos otros observadores que habían contemplado el jardín antes que él, quería encontrar su sentido oculto, el significado de las piedras que flotaban sobre la grava blanca y bien rastrillada, rodeadas de una estrecha e irregular franja de musgo quemado. Corría algo de brisa porque todavía era temprano y no había demasiados turistas a nuestro alrededor. Estuvimos mucho tiempo allí, hablando de piedras, simetrías profundas y equilibrios ocultos.

Otros dos momentos se destacan entre mis recuerdos antes de la llegada a Delhi. En el vestíbulo del hotel de Hong Kong, unos murales iban informando de la proximidad de un tifón. La gente se agrupaba frente a los paneles para enterarse de que las señales de alarma iban subiendo día a día, pero nadie parecía muy asustado. Al contrario, predominaban las sonrisas. La última noche, coincidiendo con el nivel más alto de las señales de alerta, dimos una vuelta por las calles oscurecidas y fuimos golpeados por el viento que el tifón levantaba. Al día siguiente, después de hacer una ruta turística en autobús, me di cuenta de que no tenía mi bolso. Llamé a la compañía de autobuses y tuve que contestar a un interrogatorio casi policial -no sólo me preguntaron qué hacía allí, sino si estaba sola o acompañada, de dónde venía, adónde iba y qué día pensaba regresar a mi país-, antes de que el bolso me fuera devuelto en el vestíbulo del hotel por un hombre que me sonrió educadamente mientras se llevaba al bolsillo la propina. Me dijo con un acento levemente afectuoso: "Cuídese". Como si yo fuera una turista poco cauta. Inclinó la cabeza y se marchó. Nada faltaba en mi bolso ni en mi cartera y lamenté no haberle dado una propina más generosa. En Hong Kong, que parecía una ciudad vocacionalmente desordenada, proclive a todo tipo de intercambios y que vivía además bajo la agitación que producía un tifón cada vez más próximo, me devolvían mi bolso perdido y se permitían darme paternales consejos.

Pero el viaje para mí empezó en Delhi, como he dicho. Llegamos de madrugada. Un golpe de aire caliente nos recibió al bajar del avión, haciéndonos enmudecer. En cierto modo, parecía de día. Por el calor y por la cantidad de gente que había en el aeropuerto. Tropezamos con personas que parecían dormir y murmurar, con personas que no estaban completamente dormidas ni completamente despiertas, con bultos de ropa o de comida y, al fin, conseguimos sacar nuestro equipaje a la calle, nuestras maletas cada vez más pesadas, en busca de un taxi.