Eran casi las doce. Pero yo, llevada de mi celo indagatorio, marqué el número de teléfono de Juana. Sonó un rato y, finalmente, escuché una voz de niño. Era Pablo, el hijo de Juana. Algunos sábados por la mañana venía a casa con su madre. Tenía doce años. Era un niño muy formal que se pasaba la mañana leyendo Tintines en una silla de la cocina mientras su madre cocinaba y planchaba. Le conté lo que pasaba. Me dijo que su madre había ido a una boda y que llegaría tarde. Le pregunté si sabía si había ido a casa de mis padres por la mañana. No tenía ni idea, porque él había ido a un partido de fútbol y había comido, a la vuelta, un bocadillo. Se había encontrado a su madre en el portal, vestida para la boda. Apenas habían hablado.
– Te voy a pedir un favor, Pablo -le dije-. Para mí es muy importante. Cuando llegue tu madre, sea la hora que fuere, le dices que me llame a este teléfono -se lo dicté-. La estaré esperando.
Me quedé al fin dormida, más calmada, en parte, por los argumentos de Alejandro y, sobre todo, porque había logrado establecer un camino de contacto con Juana. Eso ya era una victoria. A las tres de la mañana me despertó el timbre del teléfono. Era Juana.
– No pasa nada -dijo inmediatamente-. Sus padres están muy bien. Es que se ha estropeado el teléfono. Nos hemos dado cuenta esta mañana. Ya he avisado a la Compañía de Teléfonos. Sus padres me dijeron que llamara y eso es lo que he hecho nada más llegar a casa, pero todavía no deben de haberlo arreglado. Supongo que lo arreglarán mañana. Fíjese qué casualidad, hoy he tenido que ir a una boda. Nunca salgo de casa, y precisamente hoy tenía esa boda, una boda de una vecina. Se lo decía a Pablo: yo, que nunca salgo de casa. El lunes se lo diré a sus padres. No se les ha ocurrido que usted se podría preocupar.
Una vez más, le di las gracias. A ella y a su hijo. Todo parecía razonable. Todo estaba en orden. Yo me había preocupado inútilmente, en un verdadero ataque de histeria que demostraba mi fragilidad: no soportaba que el hilo que me unía con mis padres se rompiera. Además, se había roto de una forma que me exasperaba especialmente: por el teléfono, y eso era lo que había hecho aumentar mi excitación y mi temor, porque pertenezco a esa clase de personas para quienes los teléfonos, antes que instrumentos de comunicación, son un obstáculo. Rara ha sido la vez que, habiendo entrado en una cabina telefónica con el objeto de hacer una llamada imprescindible, el teléfono haya funcionado y, si es que se ha prestado de momento a establecer la comunicación, la ha interrumpido abruptamente en cuanto ha aparecido, al otro lado, la otra voz. El hecho de que el teléfono se hubiera puesto en mi contra, como siempre, y se hubiera obstinado en devolverme el sonido de su timbre en el vacío, lo que resultaba ilógico, ya que mis padres tenían que estar en casa, muy cerca por cierto de él, había exacerbado mi sentimiento de impotencia y de distancia. Había que suponer que mis padres, en casa, yacían sobre el suelo de la cocina -allí fue donde los imaginé- intoxicados a causa de un escape de gas. Pero nada de eso había pasado, y Alejandro brindó por mí.
– Serías una estupenda detective -dijo.
Mis padres llamaron por la mañana. Se disculparon por no haberle encargado a Juana que me llamase, sin haber previsto mi preocupación, y prometieron tenerme al tanto de sus idas y venidas y de las averías de su teléfono. Se comportaron como niños cogidos en falta. En realidad, se les notaba medianamente satisfechos de que me hubiera inquietado por ellos.
A media mañana, bajamos a desayunar al Miami, dispuestos a entregarnos, ya liberados de toda preocupación, a la más perfecta de las inactividades: dejar pasar el día lentamente. En realidad, eso era lo que hacíamos todos los días de la semana, pero el domingo ayuda. Un aire de aburrimiento, una conciencia profunda de la nada, se cierne sobre todas las personas.
Encargamos el desayuno y abrimos los periódicos. Hay días en que uno lo lee todo, las noticias importantes y las enunciadas en letra pequeña, los anuncios, las esquelas. Entre trago y trago de zumo de naranja y de café con leche, entre bocado y bocado de tostada, mis ojos se deslizaron por cada página del periódico, deteniéndose en cada recuadro, para alargar ese rato, para tener la mente ocupada en los acontecimientos del mundo exterior.
En la columna de las noticias breves, vi una palabra que me sobresaltó: Fitzcarraldo. A continuación, leí: "Una mujer y dos hombres han sido expulsados del Nepal por comprobarse que estaban trabajando en el servicio de espionaje soviético. La operación, que llevaba por nombre clave la palabra Fitzcarraldo, fue detectada en África del Sur. Los espías operaban infiltrados en supuestas organizaciones humanitarias".
Nada más. La vista se me había nublado. Todos los datos señalaban a Gudrun Holdein.
– ¿Qué te pasa? -me preguntó Alejandro.
– No te lo vas a creer -le dije, tendiéndole el periódico-. Lee. En la columna de "Breves".
Inclinó su cabeza sobre las páginas extendidas del periódico. Levantó los ojos, interrogante.
– La segunda noticia -le dije-. Fitzcarraldo. ¿No te suena familiar?
– Es la película, claro.
– Es la película que mencionó James Wastley. Creo que te lo conté, esa extraña frase que dijo en el restaurante. Habló de Norma y de Fitzcarraldo. La señora Holdein, como sabes, vive en el Nepal, y dirige un centro de estudios sociales. Cuando vino a Madrid a ver a tu tía, acababa de dejar Johannesburgo. Ella y James eran muy aficionados a la ópera. Todo encaja. Son ellos, tienen que ser ellos.
De repente, sentí un estremecimiento más profundo.
– Ángela -murmuré-. No se sabe cómo se produjo su muerte. La señora Holdein debió de ver a Ángela cuando estuvo en Madrid. Le tuvo que dar la foto.
– Oye -dijo Alejandro-, no te vuelvas loca. Hay muchas coincidencias que no tienen explicación. No sé si esa mujer de la noticia es la señora Holdein. No lo sé y, en realidad, no me importa. Tú no eres espía, yo no soy espía. No vivimos dentro de una película.
– Todo esto es muy raro -dije-. Tú no conoces a la señora Holdein, pero gracias a ella y a sus fotos me conociste a mí.
– Eso no lo planeó nadie.
Bajo el toldo azul del Miami, repasamos los hechos una y otra vez. Yo había entrado en contacto con un grupo de espías en Delhi, de eso no podía haber duda. Que el que uno de ellos, concretamente la señora Holdein, tuviera también una remota relación con Alejandro, podía ser una casualidad y yo estaba dispuesta a admitirlo, pero la misteriosa muerte de Ángela hacía que la breve noticia del periódico me inquietara profundamente.
La policía me había citado en el apartamento de Ángela y yo había visto la foto, enmarcada, en un lugar preferente, pero no había dicho nada, por eludir un problema y una investigación fastidiosa, porque las fotos de la señora Holdein siempre me habían molestado y porque no quería volver a pensar en la señora Holdein.
– Tengo que llamar a la policía -concluí-. Tengo que decírselo.
– Supongo que sí -admitió Alejandro-. ¿Crees que Ángela era también espía?
– Nunca lo hubiera imaginado -dije.
En los ojos de Alejandro se refleja cierta incredulidad.
– ¿No te parece que la policía va a pensar que es muy raro que tanto tú como yo conociéramos a Gudrun Holdein? -se me ocurrió de pronto.
– Necesito un trago -dijo Alejandro.
Aquel día lo pasamos especulando. Cuanto más hablábamos de ello, más desconcertados nos sentíamos. Mis cualidades de detective, recientemente ejercitadas en el caso de la búsqueda de mis padres, no parecían suficientes.
Sonaba el timbre del teléfono cuando atravesamos el umbral de nuestra casa. Eran, de nuevo, mis padres, que querían demostrarme su agradecimiento por mis investigaciones y volverme a decir que lo sentían. Me describieron, una vez más, su cotidiana lucha contra el calor, lejos de toda trama internacional de espionaje.