Una tarde, nada más despertarme de la siesta, surgió dentro de mí una pregunta que no se me había ocurrido hacerme: ¿por qué pensaba James que la señora Holdein me iba a llamar? Si el servicio secreto británico había investigado mi vida e incluso conocía mi pasada relación con Fernando, como había mencionado James, debía de estar enterado de mi actual relación con Alejandro. Debía saber, en suma, que la señora Holdein era amiga de la familia de Alejandro. Pero James no había hecho ninguna referencia a Alejandro. Y, repentinamente, eso me pareció muy raro. Allí había un hueco sospechoso. Las cosas no encajaban. El pasado parecía perfectamente coherente y explicable, pero el presente se me iba de las manos.
Tal vez James pensaba que la señora Holdein, si estaba en peligro, se pondría en contacto con Alejandro. ¿Qué buscaban? ¿Por qué tenía que estar yo en medio de aquel juego que no controlaba, que no sabía a qué respondía ni las consecuencias que podía tener? Aparentemente, era muy fácil salir: bastaba con dar por perdido mi brazalete, con olvidar que James me había pedido un favor. Podía quedarme con el recuerdo de las horas pasadas en el hotel Playa.
El mes finalizó, y regresamos a Madrid. Antes de deshacer el equipaje, volqué el contenido de mi bolso sobre la colcha de mi cama y busqué el pedazo de papel que me había dado James con el teléfono de Londres anotado. No estaba. Examiné de nuevo el montón de papeles. Abrí las dos cremalleras interiores de mi bolso. Tampoco se encontraba allí. Estaba segura de que lo había metido en el bolso, tal vez en uno de esos departamentos. No lo necesitaba, no pensaba utilizarlo, pero quería tenerlo. Era difícil que lo hubiera perdido. Nunca tiro un papel del bolso antes de hacer una inspección como la que estaba haciendo.
La desaparición de aquel papel tenía dos consecuencias: en primer lugar, me desligaba de James, a quien ya no podía llamar. Pero en segundo lugar, me distanciaba de Alejandro e introducía motivos para la desconfianza. Él podía haber cogido ese papel, porque existían, por lo menos, dos razones; una razón sentimental, de celos: cortar mi relación con James y otra, mucho más oscura y que empezó a parecerme decisiva: conocer ese número de teléfono y evitar que yo ayudara al servicio secreto británico a localizar a la señora Holdein, amiga de su tía y de su madre y tal vez suya, aunque siempre había negado conocerla. Podía querer proteger a la señora Holdein, por razones asimismo sentimentales, o por otras.
13
Gisela volvió de su viaje (de Roma, creo recordar), y se fue casi directamente a El Arenal, para preparar la casa de mis padres. Un atardecer de primeros de agosto, acompañé a mis padres a la estación y los dejé acomodados en su compartimiento. De vuelta a casa, siguiendo mecánicamente las costumbres de mi padre, abrí todas las ventanas y me asomé al balcón, envuelta en los ruidos de la calle. Sonó el teléfono. Era Raquel.
– Ya se han ido los padres -le dije-. Los acabo de dejar en la estación. Parecían muy contentos.
– Lo sé. Me llamaron para despedirse.
Su voz sonaba triste, desolada.
– ¿Qué te pasa?
– He hecho una cosa espantosa -susurró.
– ¿De qué se trata?
– He estado de compras. No puedes imaginarte el dinero que me he gastado. No me di cuenta. Utilicé la tarjeta de crédito. No me atrevo a decírselo a Alfonso… Ahora andamos mal de dinero, no hace más que decir que tenemos que prescindir de muchos lujos. Estoy horrorizada. Alfonso está de viaje. Viene mañana.
Se echó a llorar.
– Pero, ¿cuánto dinero te has gastado?
– No lo sé exactamente. Jamás me había comprado tantas cosas de golpe. Estaban de rebajas. Nunca me había pasado. Me he debido de volver loca. -Su voz entrecortada tomó fuerza-. ¿Qué estás haciendo ahora? -preguntó-,¿por qué no vienes a verme? Tal vez te guste algo de lo que he comprado. Me siento fatal.
Le dije que iría, no para comprar nada, sino para ver sus compras. A lo mejor había hecho estupendas adquisiciones. Lo cierto era que no me disgustaba imaginar la cara de estupor de Alfonso al ver la cuenta de la tarjeta de crédito.
La cama de Raquel rebosaba de ropa. Sentada en una butaca, observaba sus compras con expresión de angustia.
– Si pudiera hacerlas desaparecer -murmuraba.
– ¿Ya no quieres nada de lo que has comprado?
– Daría dinero para que alguien se lo llevara todo de aquí. No quiero ni verlo. Odio haber gastado tanto.
Sin embargo, tenía los ojos clavados en la ropa, como si no pudiera desprenderse de esa visión.
– Mira a ver si algo te gusta -pidió.
Me senté sobre la cama y examiné las compras de Raquel.
– Pruébate los trajes de chaqueta -dijo, más animada, al ver mi interés-.A mí me quedan un poco ajustados, pero la dependienta me animó. Me dijo que eran buenísimos, una oportunidad. Y el color, ¿no crees que los colores son preciosos? En realidad, son de tu estilo. No sabes lo bien que te queda.
Me había probado uno de ellos. Me miré en el espejo.
– Pruébate ahora el otro, estoy segura de que te va a quedar fenomenal.
Había cambiado de expresión. Se había puesto de pie y me observaba, sonriendo, regocijada. Me probé el otro, me probé las blusas. Me lo probé todo.
– No te puedes imaginar lo bien que te sientan. Esta ropa te favorece. Es la ropa que te hubieras comprado, no me digas que no. Y es una oportunidad. ¿Has visto las etiquetas? Están a mitad de precio.
Decidí quedarme con un traje de chaqueta, dos blusas y un camisón de seda. Mi hermana, mucho más animada ya, trajo cerveza y unos cacahuetes. Estábamos recostadas sobre las camas, rodeadas de ropa nueva, sin estrenar. Se diría que acabáramos de llegar de un largo viaje cargadas de regalos, y, muy cansadas, pero satisfechas de las compras, nos habíamos dejado caer sobre la cama, mientras fumábamos un cigarrillo y bebíamos cerveza.
– Un psiquiatra -dijo Raquel, con una sonrisa complacida en los labios, seguramente pensando en el psiquiatra al que había visitado- interpretaría estas compras como una carencia de tipo afectivo. O insatisfacción sexual.
– No creo en la satisfacción sexual -dije-. Son los hombres los únicos que tienen la fórmula de la satisfacción. Para la mujer, obtenga o no esa satisfacción, la vida sigue siendo lo mismo: insatisfactoria.
Mis propias palabras me hicieron recordar a Alberto Villaró y a su irresistible tendencia a teorizar sobre las mujeres. Tal vez él también hubiera sostenido eso: que las mujeres no pueden estar o sentirse satisfechas jamás o que para ellas la satisfacción sexual, cuando la obtienen, no es símbolo de nada, no demuestra ni significa nada. Para Alberto Villaró, ésa sería la clave del inmenso poder de las mujeres (me hubiera dicho, sin inmutarse: de vuestro poder).
– ¿Tú crees que es así? -preguntó Raquel-. No es una teoría muy alentadora.
– Tal vez no debería generalizar. Tal vez eso sólo me pase a mí -dije.
Yo no me sentía muy animada, desde luego. Pensaba en Alejandro y en mi repentina desconfianza hacia él, de la que James era en definitiva culpable. A pesar de todas mis teorías, tenía ganas de verle.
Después de guardar parte de la ropa de Raquel en una bolsa, cogí un taxi y regresé a casa. Lo primero que hice en cuanto llegué fue llamar a Alejandro, pero una mujer me informó que Alejandro estaba en El Saúco. Cuando supo quién era yo, añadió:
– Me dijo que si usted le llamaba le dijera que intentó hablar con usted antes de irse. La señora se ha puesto enferma, por eso se fue.
– ¿Qué señora?
– Doña Carolina.
Hubiera podido llamar a El Saúco, pero yo lo que quería era ver a Alejandro, no hablar con él. Y había demasiadas personas en aquella casa y sabía dónde estaba el teléfono, siempre próximo a la tía Carolina.
Hablé con Alejandro al día siguiente, y muchos días más durante el mes de agosto. Me describía la situación en "Nuestro Retiro". La tía Carolina estaba agonizando, pero su fuerte corazón se resistía a morir. La madre de Alejandro no se apartaba de la cabecera de la cama. Araceli se quedaba a dormir. El administrador estaba más pálido y silencioso que nunca. En el salón de abajo, había todos los días una congregación de amigos, seguidores fieles de los últimos instantes de la señora de la casa.