Todo aquello le había hecho olvidar mi enredo con los espías y mi tentación de colaborar con ellos. Las horas que había pasado con James parecían haberse perdido. Yo, a cambio, debía olvidar que el papel donde James había anotado su teléfono se había perdido también.
A final de agosto, Alejandro seguía en El Saúco. La tía Carolina había experimentado una extraña y súbita mejoría. Yo tenía que ir a Bruselas a una reunión de trabajo. Hubiera querido que Alejandro me acompañara, pero no me decidí a pedírselo. Salí de casa a las ocho de la mañana. Presenté mi billete en el mostrador de facturación. Por un absurdo error, la vuelta no estaba cerrada ni pagada, por lo que decidí arreglarlo, dado que disponía de tiempo antes de que saliera el avión. Al buscar mi tarjeta de crédito para pagar el billete, se cayó un papel al suelo. Lo reconocí en seguida: era el papel de James. Sin duda, yo lo había puesto allí, en mi cartera, junto a las tarjetas de crédito, en un gesto inconsciente. Allí había estado siempre.
El hallazgo de la nota de James en mi propia cartera me venía a demostrar que yo había sido demasiado suspicaz y que mi imaginación había ido demasiado lejos, convirtiendo El Saúco en una base de operaciones de una oscura trama de espionaje internacional -oscura, porque Gudrun Holdein la dirigía; era el motor, el cerebro- de la cual Alejandro era una pieza, acaso sin saberlo él. Pues bien, el papel estaba en mi cartera, Alejandro quedaba libre de toda sospecha y mi intuición por los suelos, totalmente desacreditada. Todo lo cual era un indiscutible bien porque no me gustaba en absoluto que Alejandro fuera un traidor, y me sentía aliviada, como me había sentido aún más aliviada al poder hablar con mis padres por teléfono después de haberlos imaginado yacentes y fríos sobre las baldosas de la cocina. Pero a nadie se le oculta ya el significado de esa visión -la de la muerte-, que tan frecuentemente se produce en la imaginación de los hijos referida a los padres y, por lo que me han contado y todavía con mayor intensidad y horror, también en la de los padres respecto a los hijos. Ese escondido deseo de independencia y liberación que, llevado al límite de la muerte, nos sumerge en el dolor, las lágrimas -me consta que algunas personas lloran imaginando, sólo imaginando, un suceso así- y la culpabilidad, de donde regresamos bien dispuestos a asumir nuestra carga y nuestra dependencia o sumisión. De manera que la hipótesis de la traición de Alejandro podía revelar mi deseo de traicionarle yo -cosa que había hecho, aunque sólo por espacio de unas horas-, y, para confirmar esa nueva hipótesis, me sorprendí pensando que ya no tenía ganas de llamarle.
En Madrid, al bajar del avión, volví a respirar aire caliente. El aeropuerto estaba lleno de personas que habían concluido sus vacaciones. Los compadecí, por las vacaciones, por el regreso o por sus vidas. Estaba invadida por un absurdo deseo de venganza, tal vez porque nadie me esperaba en Madrid y aquel viaje había sido cansado y aburrido. Pero todas aquellas personas parecían felices, rodeadas de sus bolsas y maletas, vociferantes, morenas, dificultando el paso de los demás, pletóricas porque sus planes se habían cumplido, ostentosas en su colmado descanso, renovada su exasperante disponibilidad para el trabajo. Me puse a la cola de los taxis, sin dirigirles una sonrisa, sin desearles, por lo menos, ni un grado de felicidad más. Y entonces recordé que hacía un año también me había puesto en la cola de los taxis, de vuelta de mi viaje a Oriente, y allí me había despedido de Mario, a quien tan pocas veces había visto a lo largo del año. Y lo lamenté, porque fuera lo que fuese lo que nos hacía acudir uno al otro cada cierto tiempo y lo que más tarde nos llevaba a la despedida, tenía su parte inocente y de emoción. En aquel momento, me atravesó fugazmente, me nubló repentinamente la vista.
Al fin, un taxi me llevó a casa. Mi casa vacía, con las persianas echadas y las ventanas cerradas, las fundas sobre los sillones y un ambiente de desolación. Mi casa de siempre. Tal vez la tía Carolina había muerto ya y Alejandro estaba presidiendo los funerales del brazo de su madre y todos los vecinos de El Saúco estaban desfilando ante ellos para darles el pésame, envidiándoles, en realidad, porque eran los nuevos propietarios de la casa y de la fortuna de su dueña.
Sobre la mesa camilla, frontera que protegía a mi madre de toda interferencia en su intimidad, estaba el correo: lo había subido el portero, encargado, también, de regar las plantas. Había cumplido: las plantas ocupaban más espacio y parecían más verdes que nunca, más llenas de vida. Y una torre de cartas de todos los tamaños descansaba sobre la mesa, como si, atribuyéndose una cualidad humana, se hubieran propuesto conscientemente agradarme, a sabiendas de que los regresos son difíciles y se necesita, al menos, la simbólica presencia, el testimonio, de otras personas que por una u otra razón se dirigían a mí.
Dos cartas llamaron mi atención. Sellos y matasellos extranjeros. Se destacaban entre la propaganda y un par de tarjetas de hermosas ciudades y playas: un sello de Londres, otro de Honolulú. Los nombres escritos en remites no me dijeron nada, pero podían ser falsos. Volvía el mundo de los espías, de la KGB y los servicios secretos de nuestra civilización occidental. Cogí el sobre que venía de Honolulú. Mejor empezar por lo más desconocido y más lejano.
Mientras rasgaba el papel, imaginé un calor aún mayor que el que reinaba en mi casa sofocante, un sol ardiente que quemaba la arena y las hojas de las palmeras, que recalentaba el aire bajo las sombrillas, y gente desocupada con camisas de dibujos de flores, gorras blancas de visera, gafas oscuras de sol, mujeres de brillantes cuerpos bronceados en bikini que pasan, sonriendo, junto a un hombre que toma lentamente un batido de frutas.
Me senté en el sofá. Desdoblé la carta y busqué la firma: Gudrun Holdein. Aunque James no me lo hubiera anunciado, yo siempre había sabido que volvería a escuchar o leer ese nombre. Allí estaba. Desde Honolulú. Traté de tragar saliva y no pude. La sequedad atenazó mi garganta. Fui a buscar un vaso de agua. Subí las persianas y abrí la ventana del cuarto de estar. Eran las cinco de la tarde y entraba calor, pero al menos se renovaba el aire atrapado durante más de una semana, si es que el portero no había realizado la higiénica operación de airear la casa cada noche, cuando había subido a regar las plantas.
Leí:
Querida amiga: le extrañará recibir esta carta mía desde Honolulú, pero he aprovechado el viaje de un amigo para que le envíe él la carta. Desde donde yo estoy, no le llegaría nunca. Tenía algo que decirle antes de que las cosas empeoren y ya no tenga oportunidad de escribirle. Mi vida se va a hacer muy difícil a partir de ahora. Echaré de menos mis viajes y todas las experiencias que me han proporcionado. Una de ellas fue conocerles a ustedes. La gente que he conocido en mis viajes me ha reportado más satisfacciones que los más bellos monumentos, allí donde las culturas fueron dejando su huella, y los más impresionantes paisajes, en los que ningún hombre se ha internado todavía. He disfrutado mucho sacando fotografías de las ciudades que he visitado y de los paisajes que se deslizaban delante de mí, porque los paisajes siempre se deslizan y nunca te pertenecen. Las ciudades son más acogedoras, mientras encuentres un viejo hotel agradable, un restaurante discreto y un café donde pasar las horas muertas de la tarde. Ésa ha sido mi vida durante mucho tiempo, pero ya no tengo conmigo ni el álbum donde he ido pegando mis fotografías. He llevado una vida ambulante y eso me ha permitido estar atenta a los detalles más superficiales y más indicativos de las vidas humanas. La gente, incluso la gente más desgraciada, quiere consolarse de cualquier forma y muchas veces a cualquier precio. Es el instinto de la supervivencia lo que empuja a este mundo tan insatisfactorio que a veces soñamos con hacer mejor. Como cualquier otra persona, he tenido ideales y ambiciones y también fe. No sabría decirle si la sigo teniendo. Perseguimos la bondad inútilmente, sólo porque alguna vez nos deslumbró su destello. El único camino por el que avanza el tiempo es el del envilecimiento, la crueldad, el egoísmo. Darle a todo esto el nombre de arrepentimiento sería falso, porque estoy convencida de que, de vuelta al mundo, del que ya estoy apartada y del que cada día me alejaré más, volvería a enredarme en esa hermosa cadena de idas y venidas que seguramente acabaré por olvidar. Le escribo antes de olvidarme por completo, antes de que la memoria se paralice o me traiga recuerdos que nunca he vivido, que borre todo impulso de amor.