Pero el juego se ha terminado. Tuvo un par de buenos momentos. Si te escribo esta carta es porque no se han perdido. Yo siempre los guardaré.Y prefiero que sepas cómo han sido las cosas. Hasta siempre.
James
El juego se había terminado, desde luego. Para James, para la señora Holdein y para mí. Tuve la tentación de sentirme ofendida, por haber sido utilizada contra la señora Holdein sin contar con mi completa aquiescencia. Habían sido crueles con ella. Tuve la tentación de sentirme culpable. Pero tampoco la señora Holdein había jugado limpiamente conmigo. ¿Quién juega limpiamente? Y era lo suficientemente orgullosa como para no creer que James me había llevado a la cama -al lecho, hubiera dicho Alberto Villaró- sólo para poder pedirme después, con más confianza, el brazalete. ¿Qué habría dicho -y pensado- la señora Holdein a la vista del brazalete? En su carta, no me hacía ningún reproche. Era tarde para hacer reproches y todos debíamos de saber bien que por lo demás los reproches son completamente inútiles. Yo había sabido desde el mismo momento en que vi a James aparecer por la puerta del bar del hotel de Delhi que James era una persona acostumbrada a jugar con ventaja, pero había querido jugar. Pobre señora Holdein: ésa era la única y real conclusión.
Todo lo que me había sucedido era resultado, a fin de cuentas, de mi predisposición innata para el enredo, en el que caía, una y otra vez, por curiosidad, por deseo de gustar y conquistar, por huir del aburrimiento o del vacío, o simplemente por huir. De todas las personas que habíamos pasado unos días en Delhi, comiendo, bebiendo o acostándonos con posibles espías, únicamente yo les había hecho pensar que podían utilizarme o conquistarme, debido, seguramente, a un fallo ostensible de mi carácter: demasiada disponibilidad.
Me serví más whisky. Eran las seis de la tarde y no tenía nada que hacer excepto seguir bebiendo y decirme que tal vez debería andarme con más cuidado y apartarme de todas las personas sospechosas que me miraban fijamente, con insistencia, Dios sabe con qué intenciones.
14
Empezaba a oscurecer. Abrí, al fin, todas las ventanas, y me asomé a la terraza para mirar hacia abajo y hacia la casa de enfrente. Desde otras ventanas, desde otras terrazas, otras personas observaban la vida que transcurría al fondo de la calle y me observaban a mí. Nuestra terraza era de las pocas que había permanecido intacta en nuestro bloque de pisos. Casi todas habían sido acristaladas; habían servido para ampliar un cuarto de estar algo pequeño. Había polémica entre mis padres y cada cierto tiempo discutían por eso, pero mi madre se negaba a esa ampliación porque, sobre todo, le molestaban las obras, las complicaciones. Alegaba que en verano salía al balcón a disfrutar de la corriente de aire nocturna, pero jamás la habíamos visto sentada sobre el descolorido sillón de mimbre que sacaba a la terraza a mediados de mayo. ¿Qué hubiera podido observar mi madre, a quien con una mirada fugaz le bastaba para creer que había penetrado en el espíritu profundo de las personas? Mi padre, harto de discutir, irritado una vez más, porque había planeado arreglarse allí un rincón especial para él, se daba por vencido y se refugiaba tras una rígida máscara de mal humor, y allí permanecía durante un par de días. Sin embargo, era posible que la terraza se acristalara alguna vez, porque siempre gana quien más insiste, quien se ha marcado una meta y, en realidad, la oposición de mi madre era cada vez menos firme.
Al final, probablemente sería yo quien más lo iba a lamentar, porque había contemplado muchas veces la casa de enfrente, apoyada en la barandilla de hierro, sintiendo un ligero vértigo al mirar hacia abajo, pero reconfortada mi curiosidad al vislumbrar el interior de las habitaciones iluminadas de los otros pisos. Creía conocer de memoria esa fachada de balcones redondeados y barandillas de barrotes horizontales, al estilo de los años veinte. Era una casa que horrorizaba a mis padres; tal vez la consideraban el símbolo de la mediocridad y pensaban que la nuestra era superior porque era más moderna y su portal tenía un aire pretencioso, frente al portal estrecho y lúgubre de la casa de enfrente. La había mirado tantas veces, había lanzado tantas largas miradas hacia sus interiores en penumbra, que me creía capaz de describirla con los ojos cerrados. Pero no era verdad. Con los ojos cerrados no era capaz de decir con exactitud si los bordes de las terrazas del último piso, a la misma altura que el nuestro, estaban rematados con un barrote de hierro. Había ese punto oscuro, por ejemplo. Y otros más: la forma exacta de las ventanas, la situación de las chimeneas o la frecuencia de esos pequeños balcones que sin duda correspondían a un dormitorio. Con los ojos cerrados, sólo podía ver una masa de color, huecos, líneas que se doblaban. Todo muy impreciso.
Una mujer con una bata de flores y espeso pelo oscuro miraba hacia mi casa con infinito cansancio, sin un solo pensamiento al fondo de sus ojos. Estaba apoyada en el alféizar y parecía una estatua. Seguramente, acababa de levantarse de la siesta, una larga siesta de verano, y estaba todavía un poco dormida. Un hombre en pijama, dos pisos por debajo del de la mujer, paseaba unos ojos curiosos por nuestra fachada. Debía de saberse de memoria, en el caso de que su memoria fuese mejor que la mía, la posición de nuestras terrazas y ventanas y tal vez hasta llevaba la cuenta de la conversación de las terrazas en miradores. Me miraba, desde abajo, sin ninguna intención de saludarme, como si yo fuera una maceta o una cortina. Casi todas las ventanas del piso de enfrente estaban abiertas. En un cuarto, una mujer estaba tendida sobre la cama. En otro, tres personas, de espaldas a mí, contemplaban la televisión. Se atisbaban, en otras habitaciones, otros aparatos de televisión. En la terraza de enfrente, apareció una joven con una regadera en la mano. Observó las plantas con concentración y fue vertiendo el agua de la regadera sobre las macetas.
Las vidas de la casa de enfrente, sólo intuidas, eran, todas, envidiadas por mí. No eran, sin duda, tan distintas de la mía, pero todas parecían resueltas, acabadas, en su aburrimiento perfectamente justificado de tarde de verano. Todavía sin completar, como cualquier vida humana, e igualmente dignas de compasión unas y otras, todas parecían asombrosamente autosuficientes a esa hora de la tarde, cuando se inicia el declive de la luz. Mis vecinos reflejaban un interior sin fisuras mientras miraban hacia abajo o hacia la casa de enfrente, la mía. La mujer de la bata floreada y el pelo desordenado perdió repentinamente su anterior cualidad de estatua, ese homenaje a la pereza y a la indiferencia más profundas, y después de apoyar la cara en una de sus manos, paseó la mirada por el fondo de la calle, como si buscara algo.
Imaginé cómo sería mi vida en su casa, siendo yo esa mujer u otra cualquiera, moviéndome por habitaciones ahora desconocidas y que serían las mías. Ése era el vértigo de lo eternamente conocido, de los secretos desvelados. Mejor ignorarlo.
Un chico, asomado a una ventana del cuarto piso, me estaba mirando con curiosidad, invitándome, tal vez, a iniciar un difícil diálogo por encima del hueco de la calle. Y era posible que, por señas, acabara por proponerme una cita en uno de los numerosos bares de nuestra calle. Podía bastar con un gesto. El chico debía de estar cansado de permanecer encerrado en su cuarto. Debía de ser un estudiante harto de tratar de aplicar su inteligencia y su memoria a asuntos que no saciaban su interés. Me sonrió tímidamente, con los labios cerrados, y le devolví la sonrisa, trayéndome el recuerdo de todos mis encuentros con un hombre. Mis historias de amor habían sucedido, todas, hacía mucho tiempo. Siglos. Pero volvieron cuando el chico me sonrió.
Los inicios: eso era lo que yo buscaba una y otra vez. Repetir el comienzo hasta el infinito. Asomada a mi terraza, fui perfectamente consciente de que las historias que más me gustaba recordar eran las que menos habían durado: una sola noche, unas horas; historias efímeras, sin pretensiones, sin proyección, sin consecuencias. En la continuidad, mi vida entera, mi posición en el mundo, se tergiversaba, y los afanes de dominio, provenientes de una u otra parte, perturbaban y acababan destruyendo mi felicidad. La plenitud de ese momento anterior se grababa, autosuficiente y único, en mi interior, tan acabado como el discurrir de las vidas ajenas en mi imaginación.