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Raquel, cuando nos visitaba, también se ponía de su parte.

– Las mujeres -decía, algo irritado, mi padre- siempre halláis consuelo en la lamentación. Parece que os guste que todo esté tan mal.

Olvidaba que durante toda su vida no había hecho otra cosa que quejarse. Las lamentaciones de mi madre y Gisela eran más abstractas. Se habían convertido en dos damas filosóficas.

– ¿Te acuerdas del psiquiatra? -me preguntó un día Raquel con la mirada luminosa-. Al fin, le llamé.

Se veían todas las semanas.

– Jamás pensé que mi vida fuera a cambiar -dijo.

Se planteaba seriamente su separación de Alfonso. No tenía un trabajo, se había desconectado de toda posibilidad profesional, tampoco era rica. Al psiquiatra esas cosas no le importaban. Se había separado de su mujer y estaba dispuesto a casarse con Raquel. Pero Raquel no quería repetir sus errores.

– Qué más te da -le dije-. Los errores nunca son los mismos.

– Lo acabaré haciendo -decía-. Pero prefiero esperar un poco.

Tenía miedo de la reacción de Alfonso y de la de sus hijos. Temía la soledad.

Una tarde todavía tibia, a la salida de mi oficina, mis pasos se dirigieron, apenas sin darme cuenta, hasta la casa de Mario. Me pregunté si estaría allí y si no sería más recomendable llamarle por teléfono y preguntarle si le apetecía verme. A lo mejor, mi visita resultaba inoportuna. Sin embargo, me arriesgué. Si las cosas salían mal, tampoco perdía mucho. Había perdido muchas cosas durante aquel verano. Sería una cosa más.

Pero Mario estaba. Me miró, sorprendido.

– ¿Es que no esperabas verme nunca más en la vida? -le pregunté.

Había pasado el verano en Túnez y me habló de todo lo que había visto con su entusiasmo de siempre.

– ¿Encontraste a tus padres? -me preguntó, medio irónico, porque él me había dado el teléfono de la hermana de Juana, cuando le había llamado desde Jávea.

– No fue fácil. Tenían el teléfono estropeado. No se les ocurrió decirle a Juana que me llamara.

– Vives demasiado pendiente de ellos.

Me ofreció algo de beber. Nos sentamos en el sofá.

– No sabes la cantidad de cosas que han pasado este verano -dije.

– ¿Me las vas a contar? -preguntó.

Estaba deseando contárselas, en aquel momento lo comprendí. Mario era la única persona que podía seguir con atención cuanto yo podía contar. No era fácil explicar las vueltas que había dado la historia desde la aparición de James, y no eludí, por primera vez, ningún detalle. Y, al fin, todo quedó ligado, más ligado de lo que en realidad estaba, porque cuando las cosas se cuentan se transforman y simplifican.

En los ojos de Mario había un destello irónico.

– Todo ese asunto del brazalete acerca del cual todo el mundo miente -dijo-, parece sacado de una de esas óperas que tanto les gustan a tus espías.

– ¿No te lo crees?

– Posiblemente, es cierto -dijo, pensativo, mientras encendía un cigarrillo-. A menudo sucede que lo que parece más irreal y ficticio es lo único verdadero. Pero déjame que añada un nuevo dato a todo lo que me has contado, un dato que es un recuerdo y que puede ofrecer una interpretación más compleja. En todo caso, yo me suelo fiar de lo que mis ojos ven y observan y mis oídos escuchan. Supongo que recuerdas la escena que protagonizó tu espía en el bar del hotel, cuando, recién llegado del viaje, apareció con tu amigo, en tu busca y también en la mía para proponernos salir a cenar. La señora Holdein, con los ojos brillantes y francamente excitada, le preguntó si no se acordaba de ella, a lo que James respondió con un brevísimo asentimiento y una mirada heladora, una mirada que literalmente decía: esfúmate, lárgate, no seas inoportuna. Pero una mirada que sólo tiene lugar entre dos personas que se conocen íntimamente, que han tenido y seguramente tienen un lío amoroso, una relación erótica. O mi intuición ya no sirve para nada o estoy en condiciones de asegurar sin sombra de duda que James y la señora Holdein han sido amantes. ¿Recuerdas la escena?

Asentí. A mí también me había impresionado, y asustado, la frialdad de James, pero en ese momento yo estaba muy atenta a los movimientos de Ishwar y James y buscaba la forma de mantener mi dignidad en medio de aquel enredo.

– La señora Holdein -siguió Mario- debe de ser por lo menos veinte años mayor que James, pero tiene una buena madurez y tal vez se conocieron hace años, eso no lo sabemos. Debió de ser una joven bastante atractiva. El caso es que ella se enamoró de ti, harta tal vez de las humillaciones de que James, a quien ella había reclutado como espía, le hacía objeto, o siguiendo una tendencia natural o porque tú despiertas oscuras pasiones, pero se enamoró de ti. Así que viene a España, te hace un regalo valioso y vagas pero indudables proposiciones amorosas, que tú rechazas, de forma que vuelve a los brazos de James, vencida y triste. James, que se la quiere quitar de encima, decide preparar su caída. Y hay que reconocer que no descuida el menor detalle. En las imputaciones que se le hacen a la señora Holdein no falta de nada. Bueno -suspiró-, el resto lo conoces bien.

– Nunca te ha gustado James -le dije, recordando que esa misma noche que acababa de evocar Mario se había esforzado por ser cordial con James y que no había sido tratado con excesiva amabilidad.

Mario se encogió de hombros.

– Al fin y al cabo -dijo- puedes pensar lo que quieras. La historia no cambia demasiado.

En la interpretación de Mario, James aparecía como un ser frío y maquiavélico y la señora Holdein como una dama muy desdichada, pero Mario no daba demasiada importancia al sufrimiento. Es curioso que las personas capaces de imaginar las mayores y más turbulentas pasiones sean siempre las más alejadas de ellas; lo imaginan porque no les cuesta nada, porque no son conscientes de la carga de dolor que deben sobrellevar.

La historia le divertía, y sería capaz de encontrar nuevas y más complicadas interpretaciones, ejercitando su indiscutible cualidad de observador ingenioso e imparcial. Lo que me asombraba y suscitaba mi envidia era su capacidad de observar a los demás desde lejos, sin implicarse, pero tal vez por eso yo buscaba su amistad, porque sus análisis, por muy exagerados que fueran, me tranquilizaban, me ayudaban a situarme, yo también, al margen de los hechos, y sólo en los momentos de auge, cuando el entusiasmo me dominaba, podía permitirme pensar que estaba equivocado, que había que implicarse, que la vida era eso y que todo lo que no fuera eso no merecía tener el nombre de vida. Pero hay muchas clases de vida, ciertamente.

Las tardes en las que mi padre iba a la tertulia del Casino, mi madre y Gisela hacían planes. No sé cuándo empezó aquella costumbre, pero cobró carácter de hábito y así, una tarde a la semana, mi casa quedaba totalmente vacía. No salían a hacer obras de caridad, sino al cine, al teatro, a la ópera, a conciertos. Durante toda la semana, preparaban aquellas salidas, buscaban entradas, miraban programas, investigaban y comparaban ofertas, descartando una posibilidad, eligiendo otra.

Sonó el teléfono en mi casa vacía, irrumpiendo en mi silencio, en la lectura de un libro, en mis pensamientos dormidos al fondo de la historia que imponía el libro.

Lo cogí, con la vaga y eterna esperanza con que uno coge siempre el teléfono cuando está solo y no espera a nadie. Era una voz de hombre que, de momento, no reconocí. Pero en seguida aquella voz cascada tuvo un nombre: era el tío Jorge.

– ¿Y tus padres? -preguntó, después de interesarse un poco por mí.

Le puse al tanto de las nuevas costumbres de mi madre y de Gisela, que él aprobó con entusiasmo.

– No podemos dejarnos apolillar -dijo.

– ¿Y Sofía? -le pregunté, a mi vez.

– No puedes imaginarte lo bien que está. Es otra. Terminó el tratamiento. Los médicos dicen que está perfectamente curada. -Sin embargo, suspiró-. Está en Sitges con unas amigas -informó, recuperando el tono optimista de su voz-. Los otoños son muy benignos aquí, y a ella le gusta el mar y la playa. Yo no soporto el sol ni la arena. Como decía el abuelo, son cosas de mal gusto -rió discretamente.