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Se quedó callado y lo imaginé aburrido, junto al teléfono, marcando números y hablando mientras pasaba la tarde.

– ¿Sabéis algo de Félix? -me atreví a preguntarle.

– Para eso os llamaba, precisamente para eso -dijo-. Hemos tenido noticias. Ayer recibí una carta suya, una carta muy cariñosa. Lo que note imaginas es desde dónde. -Se rió de nuevo y algo en mi interior se agitó-. De Honolulú, ¿qué te parece? Me pregunto cómo ha ido tan lejos. Pero tiene un trabajo en un hotel y parece que el dueño le protege. Asiste a clases nocturnas. Es una carta muy seria. No es que se disculpe por su desaparición, pero nos da explicaciones. Ya le he contestado y le he mandado dinero. No es que a nosotros nos sobre, menos aún después del tratamiento de Sofía, pero tenemos que demostrar nuestra buena voluntad de algún modo, ¿no crees? Quiero estar en contacto con él, eso es lo que le he dicho en la carta, quiero que acuda a mí si tiene algún problema. No le voy a hacer ningún reproche. A fin de cuentas, ¿qué de malo hay que esté en Honolulú?

– Nada de malo. Debe de ser un buen lugar para vivir -dije, casi sin entonación.

– Bueno, espero que no se quede a vivir. Me gustaría que volviera y lo voy a intentar. Lo convenceré. Pero díselo a tu madre -dijo mi tío-. En realidad, llamaba para eso. Os agradecí mucho que me ayudarais. Nunca podré deciros cuánto. Ha sido un año muy duro, pero ahora todo se está arreglando.

Nos despedimos, dándonos sucesivas gracias por todo.

No busqué explicación ninguna a esa última coincidencia, pero como no me lo podía acabar de creer busqué en mi cajón la carta de la señora Holdein. No le había tirado, ni la suya ni la de James, aunque acabé tirando las dos, porque tenía entonces la absurda necesidad de poseer unas pruebas que demostraran que yo había vivido esas historias. Leí, de nuevo, la primera frase que había escrito la señora Holdein: "Le extrañará recibir esta carta mía desde Honolulú, pero he aprovechado el viaje de un amigo para que le envíe él la carta. Desde donde yo estoy, no le llegaría nunca". Era Honolulú -ese nombre que había hecho reír a Mario-, con todas las letras sin sombra de confusión alguna.

Salí a nuestra terraza todavía sin acristalar. Me hubiera gustado encontrar al chico que me había sonreído una tarde de verano, pero su ventana estaba cerrada y no había ninguna luz tras los cristales. De haberlo encontrado, de haberme hecho él algún gesto para citarnos en uno de los numerosos bares de nuestra calle, yo habría aceptado y ante uno de aquellos mostradores sobre los que a última hora de la tarde se agolpaba la gente procurando la atención del camarero y que poco a poco se iban quedando despoblados, produciendo la sensación de estar más sucios y más iluminados cuanto más vacíos, le habría contado algunas de las cosas que, como en una espiral, se habían ido sucediendo desde el último verano. Le habría hablado de la desaparición de Félix, aquella primavera, cuando su padrastro estaba a punto de pedirle perdón por no haberse ocupado de él, y de la carta que al fin había escrito a su padrastro desde Honolulú para decirle que tenía un trabajo serio en un hotel y que asistía a una escuela nocturna, y de la carta que me había enviado a mí desde Honolulú, una carta de una mujer, espía rusa y muy aficionada a la ópera, que yo había conocido en Delhi y que me había sacado varias fotos alrededor de la piscina del hotel, mientras Mario, mi compañero de viaje, andaba de un lado para otro, conociendo gente y ofreciendo mi botella de whisky a cambio de un poco de hachís que yo, a pesar de mi falta de práctica, conseguí fumar, lo que facilitó mi acercamiento a Ishwar en el restaurante del hotel, allí donde la mujer espía empezó a sacarnos fotos, y allí donde habían empezado a prepararse los acontecimientos de la larga noche que pasé en la habitación de Ishwar, desde donde él, en aquel momento tendido en la cama, esperaba la llegada de James, quien más tarde me dio un consejo sobre las formas de aficionarse a la ópera, y desde donde podía escucharse el ruido del agua en la piscina mientras yo nadaba y la mujer me contemplaba pensando ya en el brazalete que iba a regalarme y en la excusa que pondría para hacerlo y en las fotografías que me sacaría poco después y que dejó olvidadas en el cajón de una cómoda y que Alejandro descubrió según me contó mientras yo me iba enamorando de él, por lo cual me atreví más tarde a pedirle que diera cobijo a Félix, el hijastro de mi tío Jorge, en El Saúco, la finca de su tía Carolina, lo que hizo, y de donde Félix, cuando supo que su padrastro, mi tío Jorge, iba a visitarlo, huyó, emprendiendo el vuelo hacia Honolulú, donde había encontrado trabajo en un hotel y donde asistía a clases nocturnas y desde donde había escrito a su padrastro en un tono que mi tío había interpretado como de perdón o reconciliación y desde donde la mujer espía, caída en desgracia, en parte por mi culpa, por el regalo que ella me había dado y yo había dado a James y James a sus perseguidores, me había enviado una carta de amor que ya no esperaba respuesta. En aquel bar vacío de mi calle, ese bar sucio e iluminado con tubos de neón al que mi imaginación me trasladó en compañía del chico que me había mirado desde la ventana de enfrente, yo, a pesar de no tener respuesta para la carta que la mujer me había hecho enviar desde Honolulú, me lamenté de su suerte, aunque ese remite, Honolulú, como a mi amigo Mario, todavía me hacía sonreír, pero no en una sonrisa de amor, no la sonrisa de la fotografía que ella me había sacado mientras yo pensaba en el río marrón y fangoso con el que me había identificado al cabo de un viaje inesperadamente largo en el que me había embarcado sólo por huir de una espera inútil, tan semejante a mi eterno miedo a los veranos que se va diluyendo mientras cae la tarde y sólo queda esperar el refugio, el retiro, la brecha, el ofrecimiento de la noche.

Soledad Puértolas

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