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Mientras me aproximaba, llegaron hasta mí las notas de una pieza de jazz. El comedor era bastante amplio, sólo iluminado por lámparas que descansaban sobre las mesas y que proyectaban pequeños círculos de luz sobre los blancos manteles de hilo muy gastados. Una banda de cinco músicos situada sobre una plataforma circular llenaba de acordes el salón. Vi en seguida a Mario, en una de las dos únicas mesas ocupadas del comedor y para las que se ofrecía ese concierto con exclusividad y un entusiasmo digno de todo elogio.

– Te estábamos esperando -dijo, levantándose.

Había muchas personas alrededor de esa mesa, entre ellas, Ishwar. Mario me presentó a sus nuevos amigos, gente que había ido conociendo no sé cómo a lo largo de la tarde, cultivando su evidente capacidad de comunicación, de ser sociable. Saludé a una pareja de españoles que asistía a un congreso, y a una chica, española también, que venía de SriLanka. Y a dos chicos hindúes: Ishwar y Aziz. La mirada de Ishwar me atravesó. Calculé que sería algo más joven que yo, no mucho, y puede que bastante más experimentado que yo. Se notaba en la forma en que miraba, fumaba, hablaba y sonreía. Un chico seguro de sí mismo, que sabía que gustaba y a quien le divertía sacar partido de ello. Yo llevaba el día dando vueltas por Delhi, nadando y durmiendo, y el calor, el olor y los colores que había visto me habían llenado de vagas sensaciones; no sé en qué momento lo decidí ni si lo decidí y tampoco sé si él se propuso conscientemente conquistarme, seducirme o sólo quería pasar un rato lanzando insinuaciones y provocaciones sin excesiva premeditación, pero a lo largo de aquella cena nuestras miradas se fueron haciendo más y más cómplices. Hacía menos de una hora yo estaba terminando el whisky que me había dejado Mario en el vaso y tratando de liar un cigarrillo de tabaco rubio con hachís, para lo que, dicho sea de paso, no estoy particularmente dotada, y, en fin, tenía todo aquello en el cuerpo, el whisky y el hachís, por cierto, muy fuerte para mí, que no soy una fumadora habitual de hachís, además de los colores, olores y calor acumulados por mis sentidos durante el día. Desde que había pisado Delhi había esperado un momento como ése: tener la oportunidad de perder un poco la cabeza. De forma que cuando la cena terminó, las cartas estaban echadas.

Durante aquella cena, sucedieron otras cosas. Comimos lo que Ishwar y Aziz habían encargado y, aunque la prohibición de beber alcohol debía mantenerse hasta las doce, consiguieron, dado que la mayoría de los ocupantes de la mesa éramos occidentales, que nos trajeran cerveza. Y entre el sabor picante de la comida y la cerveza nos fuimos animando, y finalmente no éramos únicamente Ishwar y yo quienes concebimos planes o lanzamos miradas seductoras. No sé si con resultado idéntico al nuestro, pero el que más y el que menos se dedicó a ese juego y trató de ganar alguna batalla.

Producíamos, en todo caso, bastante ruido y la solitaria comensal de la otra mesa ocupada nos lanzaba constantes y largas miradas de curiosidad y cierta envidia. Yo ya conocía esas miradas. Las había recibido aquella tarde, en la piscina. Cada vez que había girado en uno de los extremos, me había encontrado con aquellos ojos azules, protegidos por gafas transparentes, al fondo de los cuales flotaba una sonrisa de complacencia que me había hecho recordar a Gisela Von Rotten. La señora de la piscina, ahora en el comedor, de nuevo enfrente de mí, no pudo en aquella ocasión controlar su curiosidad. Repentinamente, se levantó y, cerca de la puerta, se volvió y se acercó hasta nosotros. En un inglés duro y muy correcto, nos dijo que tenía una cámara Polaroid y que si queríamos podía sacarnos una foto para que tuviéramos un recuerdo de aquel momento. Nos enseñó la cámara, que sacó de un voluminoso bolso.

Los ojos azules de la señora ya no tenían la protección de las gafas y brillaban, como si quisieran reflejar nuestra agitación, en un anticipo de la foto que iba a sacarnos. Le dimos las gracias y nos dispusimos a mirar a la cámara. La señora fue de un lado para otro y disparó varias veces. Nos iba dando las fotos, sobre cuya superficie íbamos apareciendo lentamente. Una vez concluida su tarea, se quedó al borde de la mesa, de pie frente a nosotros, con la máquina entre las manos y una sonrisa en los labios, mientras nosotros contemplábamos las fotos. Mario la invitó asentarse, y ella aceptó de inmediato, como si hubiera estado esperando la invitación. Y me habló a mí, tal y como yo había esperado:

– La he estado observando en la piscina -me dijo-. Dígame, ¿de dónde es?

Antes de que yo pudiera contestar, decidió rectificar la pregunta. Paseó su mirada por todos nosotros y añadió:

– ¿De dónde son todos ustedes?

Cuando le dijimos que la mayoría éramos españoles, asintió, más complacida que nunca.

– Tenía la impresión de que eran meridionales -dijo-. Conozco España y hasta llegué a hablar algo de español. Estuve allí hace muchos años, de institutriz, en un pequeño pueblo del Valle del Saúco, ¿conocen esa región?

Nadie la conocía.

– Desde que me marché, hace ya muchos años, no he vuelto -siguió-, y supongo que todo habrá cambiado mucho. Pero no me he presentado todavía.Me llamo Gudrun Holdein, soy alemana y vivo en Katmandú. Les voy a dar mi tarjeta.

Sacó de su enorme bolso unas tarjetas y las fue repartiendo entre los comensales, mientras ampliaba un poco aquellos datos sucintos. Hacía mucho que no vivía en Alemania. Después de su estancia en España, había vuelto a Bonn, donde había nacido, y allí se había quedado hasta que murió su padre. Entonces decidió venir a Oriente. Vivía en Katmandú desde hacía un par de años. Se dedicaba a realizar estudios sociales, estudios comparativos. Estaba en Delhi de paso. Se dirigía a Calcuta, a un congreso. Pero siempre que tenía que pasar por Delhi, se quedaba unos días en ese hotel, para descansar y ver a algunos conocidos. Se alojaba allí porque no había ningún problema con la comida ni con el agua. La jarra de agua que dejaban diariamente en las habitaciones se podía beber con toda tranquilidad.

Después de darnos aquella información sobre su vida, sus costumbres y la calidad del hotel donde todos nos alojábamos, su nivel de satisfacción, que parecía alto, aún aumentó más.

– Pero no quiero interrumpirlos -dijo al fin, levantándose-. Es muy tarde para mí.

Sobre el mantel sólo quedaban los vasos con restos de cerveza y ceniceros llenos de colillas. Todos nos levantamos y mientras salíamos del comedor, Ishwar se puso a mi lado.

– ¿Estás muy cansada? -me preguntó-. Si quieres, podemos dar una vuelta.

Me fue contando su vida por el pasillo. Había venido a Delhi a reunirse con su socio, un inglés. Se dedicaban a la producción de películas. Tal vez yo no lo sabía, pero el cine era la primera industria de la India. Su socio y él vivían en Londres, pero iban frecuentemente a la India a rodarlas películas, cuatro veces al año por lo menos. Ahora el inglés estaba en Calcuta. Había ido a echar un vistazo a unos escenarios. No sabía cuándo iba a llegar. A lo mejor mañana. A lo mejor pasado mañana. A él no le importaba esperar. Le gustaba la vida de los hoteles. Siempre puedes conocer gente nueva.

Habíamos salido del hotel y seguíamos andando, ahora por la calle. Era medianoche. El calor había dejado de ser sofocante, pero todavía era intenso. A ambos lados de las calzadas, los camastros se alineaban contra la pared. Tendidas sobre ellos, las personas dormían. Algunas de ellas hablaban, murmuraban. Tal vez habían venido a pasar unos días en Delhi, tal vez vivían siempre así.

Unos pasos por delante de nosotros, iban Mario y Aziz, el otro chico hindú. Levantaron el brazo en busca de taxis. Volví la cabeza: los tres españoles nos seguían. Al parecer, todos habíamos decidido dar una vuelta; resultaba difícil recluirse en una habitación con ese calor. Conseguimos tres coches, aunque no resulta correcto llamarlos así; eran unos vehículos de tres ruedas, abiertos por los lados: un híbrido de coche y moto. Ishwar me empujó ligeramente para subir a uno. Vi subir a los otros: a Mario con Aziz y a la pareja de españoles con la chica que había pasado unos días en Sri Lanka.