– No puedo dejar a Ishwar -le dije-. He venido con él.
Mario, sin dignarse a contestar a mis palabras, se dirigió al mostrador de recepción y, en el mismo tono imperioso en que me había hablado a mí, pidió al recepcionista que llamara a un taxi.
– Esperaremos fuera -dijo, seguramente dirigiéndose a los dos, al recepcionista y a mí.
Se sentó en las escaleras de piedra de la entrada.
– ¿Vas a decirme lo que ha pasado? -le pregunté-. No puedo irme así, sin despedirme de Ishwar.
– Estás en las nubes -dijo riéndose-. ¿No te has dado cuenta de nada? Tu acompañante se ha puesto a liar un canuto delante mismo del vigilante. El tipo me puso la mano encima y dijo que iba a llamar a la policía. Ishwar le ha mandado a la mierda. Se han quedado discutiendo. No va a pasar nada, pero es mejor no tener líos cuando uno viaja, sobre todo si se viaja por Oriente.
– ¿Qué crees que le pasará?
– Si ha cometido una estupidez así, tiene que saber defenderse. Ha querido deslumbrarte. Pero no creo que le pase nada. Ni siquiera creo que llamen a la policía, y si es que la llaman, probablemente no vendrá. Pero tienen que asustar. Este sitio pretende ser muy respetable, muy civilizado. No pueden permitir que se fume hachís como si tal cosa. La gente que les interesa no vendría a un lugar así. Ya has visto a la gente que viene aquí. Pero en fin, incluso si la policía viniera, no nos podría pasar nada. No tenemos por qué conocer a Ishwar. De todos modos, cuando las cosas se ponen feas, es mejor marcharse.
– ¿Y Aziz? -pregunté, aunque no me preocupaba en absoluto, pero a veces uno pregunta lo que menos le importa porque, absurdamente, eso es lo que acude a nuestra cabeza.
– Creo que se había ido a comprar tabaco, pero no te preocupes por él. Es un chico listo, ya se las arreglará.
Al fin, llegó el taxi y, como en el día de nuestra llegada que, por mucho que me extrañara, no era otro que el día anterior, nos llevó a toda velocidad por las calles de Delhi. En aquel segundo trayecto hacia el hotel yo sólo temía que lo que se había iniciado aquella noche no llegara a su conclusión. Mario me había apartado de Ishwar por precaución, por cautela, por la misma razón por la que no tomábamos el agua de la jarra que dejaban en nuestras habitaciones y que según nos había informado la señora alemana era perfectamente bebible.
Nada más bajarnos del taxi, a la puerta de nuestro hotel, vi a Aziz, apoyado contra una de las columnas de piedra de la entrada. Fumaba un cigarrillo y sonreía, pero no todas las personas que fuman consiguen tener un aire enigmático, ni siquiera en medio de la noche.
– Os vi salir -dijo-. Me fui por la puerta de atrás. Vi al gorila discutiendo con ese tipo, Ishwar. No parece una persona muy recomendable. Lo acabo de conocer. Dice que está esperando a un productor de cine, un inglés, pero yo creo que miente. En todo caso, puede ser un americano -nos miró con un gesto cómplice, como si todos supiéramos que esa diferencia fuera esencial-. Uno de esos millonarios aburridos que buscan emociones -aclaró, más o menos-. Ishwar debe de ser su gigoló -dijo la palabra varias veces, para que la entendiéramos.
Dijo todo eso, o algo parecido, con la intención, creo, de que yo quedara afectada o advertida, una vez que mi aventura había sido interrumpida.
– ¿Por qué no venís un rato a mi habitación? -nos preguntó en el pasillo-.Todavía queda whisky en la botella.
– Debe de ser mi botella -dije.
No sé si me entendió, porque me miró, interrogante, y no dijo nada.
Pero era, efectivamente, mi botella. La reconocí en seguida, en la habitación de Aziz, mientras él distribuía en tres vasos el poco whisky que quedaba en ella. Me senté en una de las camas y traté de escucharle, porque, como todas las personas que había conocido aquel día, explicó qué era lo que hacía allí. Era comerciante y se dedicaba a las antigüedades. Su padre, viudo, tenía una tienda en Calcuta y él venía a Delhi cada cierto tiempo para visitar a algunos clientes interesados en piezas valiosas. Tenía una carpeta con fotografías. Allí estaba, sobre la mesa. La podíamos ver, si queríamos. Se levantó y nos acercó una carpeta muy gastada, llena de fotografías de viejos baúles y muebles llenos de cajones. Yo no tenía ningún interés por contemplar esas fotos borrosas de muebles, por cierto bastante espantosos, y ni siquiera sabía por qué había entrado en la habitación de Aziz, como no fuera para comprobar, en un extraño afán investigador, que había sido él, como había sospechado durante la cena, el beneficiario de mi botella de whisky. Quería estar sola en mi cuarto y mantener la esperanza de que apareciera o llamara Ishwar.
Les deseé buenas noches y salí de la habitación. Repentinamente, comprendí que estaba muy mareada. Subí al segundo piso y busqué como pude, apoyándome contra las paredes, el número 219. Vencí con dificultad la empresa que surge, ineludible y tópica, en esos casos: introducir la llave en la cerradura. Uno se siente bastante estúpido frente a un problema tan repetido en la historia de la humanidad, desde que existen las cerraduras. Ni siquiera encendí la luz del cuarto. Me eché sobre la cama y me quedé dormida antes de poder lamentarme seriamente de la interrupción de una aventura que me había parecido tan prometedora, sin poder saber, ni siquiera intuir, como durante los días siguientes, sin embargo, empecé a hacer, que por lo menos dos de las personas que había conocido aquella noche tratarían, directa o indirectamente, de forma consciente o inconsciente, de complicar un poco mi existencia.
3
Me despertó el teléfono. En el cuarto había claridad, porque las contraventanas no habían sido cerradas, yo estaba vestida y cuando intenté levantar mi cabeza de la almohada no pude: me pesaba y me dolía. Ese estado lamentable en el que me encontraba coincidía con el vago recuerdo de haber llegado a mi cuarto desorientada y mareada y, a pesar de no encontrarme en las mejores condiciones físicas, me alegré de encontrarme allí, en mi cama y entre mis cosas. Siempre reconforta despertarse en la propia cama; es un signo de estabilidad que tranquiliza.
Mientras mi mano trataba de alcanzar el teléfono, se abrió paso, entre aquellas sensaciones confusas, la esperanza de que surgiera de aquel aparato cuyo timbre me había sobresaltado, la voz algo ronca y la especial entonación del inglés de Ishwar. Sin embargo, hube de enfrentarme a una voz femenina:
– Soy Ángela -dijo la voz-. Ayer por la noche nos perdimos y tuvimos que volver al hotel. No nos dijisteis a dónde ibais y el chófer conocía varias discotecas modernas en Nueva Delhi. Estábamos muy cansados y nos dio pereza investigar. Hoy vamos a ir al Taj Mahal. Hay un sitio en el coche, ¿os apetece venir?
Miré mi reloj. Eran las siete de la mañana. Debía de haber dormido cuatro horas. No recordaba bien quién era Ángela, si la funcionaria que venía de Sri Lanka o la mujer del especialista en algas marinas.
– Si os decidís, estaremos en el vestíbulo dentro de media hora -insistió ella-. Va a merecer la pena.
Cuando colgué, traté de poner orden en mi cabeza dolorida, únicamente atenta a su malestar, e incapaz de contener una sola idea. Tuve que forzarla y conseguí pensar en Mario, a quien la voz femenina había hecho extensiva la invitación de ir al Taj Mahal y a quien yo no tenía ningún deseo de ver, todavía molesta por haberme sacado de forma tan tajante de la discoteca, haciéndome abandonar a Ishwar. Su comportamiento, que la noche anterior, pese a todo, me había parecido sensato y razonable, a la luz de la mañana perdió algo de justificación. De ninguna manera quería pasar el día con Mario; bastante había hecho con servirle de interlocutora atenta y cordial durante las etapas anteriores del viaje, bien aderezadas con trascendentes divagaciones semifilosóficas. A Mario, pues, lo descarté y no lo llamé. Desde luego, yo quería localizar a Ishwar y aunque podía esperar y tratar de buscarlo a una hora más prudente, me invadió el temor de tener que pasar el día esperándole inútilmente, lo que me remitía al estado en que había pasado aquel año, siempre a la espera de la llamada de Fernando. Demasiado bien sabía yo lo que es pasar las horas a la espera de una llamada. Aun cuando no estaba segura de poder pronunciar correcta mente el nombre de Ishwar, llamé a recepción y pedí que me pusieran con él. Me entendieran bien o mal, no dudaron, y en seguida escuché el timbre del teléfono sonar y sonar, sin que nadie contestara. Si es que el recepcionista había entendido bien el nombre de Ishwar tan malamente pronunciado por mí, y ésa era su habitación, estaba vacía. Ishwar no había pasado la noche en el hotel. Volví a llamar a recepción y pregunté si la llave de Ishwar estaba en el casillero. Estaba.